El gusto por los carros añosos entrega algunas ideas de humanidad. El carro nuevo con los vidrios negros solo produce recelo, temor, sospechas de pillos y tombos. En cambio, cuánta solidaridad despierta un carro bien rayado por los años. Esas latas curtidas en cualquier esquina oscura, con ese poco de orín de radiador bajo las llantas, dormitando, respetable después de tantas vueltas en el calendario de los kilómetros. A los carros gastados los ensucian con dedicación, con sus trapos de otros tiempos, los hombres que dicen cuidarlos en las noches. Los soban simplemente. Y saben que pueden recostarse, compartir sus sueños con esos carros dormidos.
Los carros con recorrido resoplan y suspiran. No quiero los carros mudos del concesionario. Me gustan los que hablan de sus pastas gastadas con el terrible quejido de los coches de la ciudad de hierro, y los que claman por agua con la respiración agitada, un chirrido de mangueras que hace pensar en la terapia respiratoria, y los que cojean en cada hueco por el amortiguador reventado. Conocerlos por sus síntomas, nada de luces en el tablero, ya todas fundidas, solo sus quejumbres de viva de voz.
Muchas veces el carro desahuciado ha salvado mi idea sobre la especie que camina, frena y acelera. Hace poco, el trasto que me acompaña desde 2005, cayó en mitad de la autopista, gargareaba de manera angustiante, busqué una orilla pero no había cómo, estaba mal, y se desvaneció en mitad de la vía y en la peor hora. No quise ni abrir sus fauces, no podía hacer nada frente a ese motor, solo unas palabras de consuelo mutuo. Luego de cuarenta minutos de recriminaciones y remordimientos, la culpa siempre acompaña la varada del carro ajetreado, apareció el ángel de carretera. Venía vencido por el sol pero vencedor por el Vive100, le ofreció agua al enfermo, quería probar el voltaje de su batería y, cuando vio que eso era inútil, lo empujó con toda su fuerza y lo hizo prender con su aliento a gasolina y sus manos manchadas de aceite. Lo arregló todo y me deseo buen regreso al “hogar”. Pero no había hogar posible, llegué corcoveando a un taller nocturno. El jefe y empleado era un hombre pequeño con una Aguila Lihgt en la mano. Le abrió la tapa con todo el cariño, le dio agua fresca, lo compadeció por mal cuidado y lo trató durante día y medio. Como si fuera un perro más de su taller. El carro salió del tratamiento con un silbido joven y la obligación de ir al abrevadero cada ocho días, gotea sin pausa pero sin prisa. Cuando el carro se vara la humanidad aparece.
¡Y cómo tanquean el carro asoleado los “bomberos”! Preguntan por los niveles como el médico que advierte lo peor. Ofrecen refrigerante al deshidratado, inflan las llantas sin pedido alguno, arriman el oído a los cilindros… Y al final hacen lo único útil, un poco de gasolina y algo de agua para limpiar el parabrisas. Pero esa intención humanitaria es la que vale.
Cuando no queda más que dejarlo a la vera del camino, por afanes o urgencia, el carro mayor demuestra su madurez. Los vecinos lo miran con condescendencia, se ve cansado, dicen; en la calle, los cuidadores le ponen un cartón en el panorámico para evitar insolación, y cierran los espejos para cuidarlo de un rayón a carros más nuevos, para evitar problemas. El carro mayor de diez y ocho se cuida muy bien solo. Los policías llegan, le dan un poco de linterna por debajo y concluyen que es un simple anciano en recuperación.
Y la guantera, los bolsillos de las sillas, los bajos de los tapetes, la mugre de la maleta, los apartados de las puertas, los cajones inútiles… Qué buena basura guardan, qué recuerdos, el polvo de los mejores viajes, los regueros insufribles, las tarjetas de un llantero en Planeta Rica, el Waze de los viejos mapas en libreta… ¡Cuánta vida en esos carros!
Tremendo poema.
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