jueves, 29 de agosto de 2024

Golpes al aire

 

Donald Trump Doing Boxing Commentary For 9/11 Holyfield-Belfort Bout

 

Las últimas encuestas en Estados Unidos parecen indicar que el reality ha terminado. El estilo Trump ha comenzado a fatigar. La furia, el desdén, el resentimiento contra las élites políticas e intelectuales, la denuncia del fraude permanente del establecimiento, la incorrección política, el aislacionismo han dejado de ser una novedad televisiva. Trump se ha gastado el escándalo y el insulto, el candidato imprevisible que alimentaba las cadenas de noticias durante horas es ahora un protagonista repetido. Tres campañas y una incansable exposición mediática, en escenarios judiciales, políticos, sociales, han terminado por aburrir a una parte del electorado republicano. La audiencia más devota del expresidente sigue estando más o menos en el 35% de los votantes de su partido, pero su encanto extravagante no atrae tanto a los liberales más ideológicos ni a los moderados republicanos. La lucha libre de todos los días comienza a verse muy fingida. Se caen la máscara y la cabellera.

En 2015, durante la campaña por la candidatura republicana, Donald Trump osó decir que John McCain no era un héroe de guerra y que prefería a la gente que no había sido capturada. Insultaba así los casi seis años de cautiverio de MacCain durante la guerra de Vietnam. En su momento se creyó que había sido todo para Trump como inesperado jugador, pero un mes después había crecido entre 5 y 10 puntos en las encuestas. Es posible que algo de esa confianza y descaro se haya perdido y que un Trump con más libreto se vea más vulnerable. Además, el retiro de Biden le ha sumado años y achaques invisibles frente a al excandidato.

Mucho se ha repetido la estrategia se Steve Bannon quién fue su guardia en la campaña de 2016: “Hay que inundar la zona de mierda”. La idea era que un escándalo sucediera al otro sin que ninguno tuviera suficiente repercusión. Encontrar atención y desconcertar, era la consigna. Pero los medios han dejado de enfocarlo todo el tiempo, ahora el republicano es editado, su stand up ya no va completo y eso lo hace perder continuidad y embrujo. El atentado que parecía una escena inolvidable ha pasado a ser una anécdota de campaña. “Trump no es un héroe”, diría MacCain.

La gran ventaja de Trump hasta hace 40 días era el desgano que producía Joe Biden. La convención demócrata prometía ser un bingo para la tercera edad. Solo 4 de cada 10 demócratas decían estar satisfechos con Biden como candidato. La cifra de ha elevado a 8 de cada 10 con Harris. Trump ha perdido los reflectores y las pequeñas donaciones, que fueron su carta para superar el filtro de los políticos tradicionales republicanos que lo veían como un advenedizo en 2015, ahora inundan la campaña de la candidata demócrata. “Cuando un campeón está en un combate no se hace eso… cambiar de luchador”, se dolió Trump hace una semana mientras sentado en el banquillo del cuadrilátero. Y Kamala Harris no es Hilary Clinton, vista siempre como una candidata sospechosa, poderosa y oscura, con todas las falencias del establecimiento. Ahora se enfrenta a una mujer que apenas se estrena, sin grandes manchas, un poco más lejos de la política tradicional que el republicano que cumplió 10 años nadando en esas aguas.

Su estrategia es seguir apelando a la absoluta división. A los votantes que no buscan virtudes en su candidato sino odio por su rival. En 1994 un 21% de los republicanos tenían una visión muy desfavorable del partido demócrata. Luego de la presidencia de Trump la cifra creció hasta el 62%. Apelar al insulto, propagar el odio vía X, dividir apelando a la frontera y la retórica de los nativos americanos, agitar contra el ascenso de un supuesto socialismo. Esa parece ser la única opción. Es posible que esta vez la rabia no sea suficiente.

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miércoles, 21 de agosto de 2024

Directora de campaña

 

No soy opositora, soy periodista, tengo la convicción de que a través del  ejercicio periodístico puedo hacer patria”: Vicky Dávila

 

Las comparaciones entre la pluma y la espada marcaron los primeros tiempos del periodismo en Colombia. Bolívar consideraba la imprenta “tan útil como los pertrechos de guerra”. La tinta era una nueva forma de contar hazañas, buscar vítores y propagar ideas. En un texto llamado Prensa y poder político en Colombia, Jorge Orlando Melo hace la larga lista de presidentes que fueron fundadores y directores de diarios. Jorge Tadeo Lozano, primer director de un periódico, se posesionó como presidente en 1.811, y salió muy pronto del cargo, luego de una campaña en su contra difundida por Antonio Nariño desde La Bagatela.

En el siglo XX la historia se repitió muchas veces. Los partidos y los diarios eran un mismo organismo y más que la información su rol se centraba en la difusión de ideas y la difamación del contrario. Luego de ese recorrido histórico la conclusión de Melo parece inobjetable: “…la mayoría de los presidentes de Colombia surgieron de los periódicos, más que de los grupos económicos o de las grandes familias.” También los grandes opositores al bipartidismo estaban ligados a la prensa, uno de ellos, Gerardo Molina, fundó el semanario La Gaceta a finales de la década del cincuenta. No era raro entonces que Alberto Lleras, otro periodista, dijera que la prensa era “la más segura, la más consolidada y la más perdurable de nuestras instituciones políticas y sociales”.

Desde finales del siglo XX la prensa escrita fue perdiendo relevancia política y adhesión partidista. Los periódicos respondían aún a las ideas conservadoras o liberales a las que estuvieron adscritos pero de una manera menos comprometida, más desteñida si se quiere. Unos años antes la información había adquirido mayor espacio e importancia que la difusión de una ideología y una preferencia política. Además, las afugias económicas hicieron que fuera necesario pensar más en el balance que en la balanza electoral. : “Los periódicos hoy en día se tienen que manejar con un criterio comercial, como una fábrica de carros o de jabones”, decía a mediados de los ochenta Enrique Santos.

De modo que los grandes medios pasaron de la órbita política a los dominios de los grupos empresariales. Y la lógica cambió para siempre. O al menos eso creíamos, hasta el reciente papel de la revista Semana, fundada por Alberto Lleras, como plataforma para la muy cantada candidatura presidencial de su directora Vicky Dávila.

La historia de hoy tiene varias particularidades. La primera es que se confunden los intereses políticos y económicos ¿Los Gilinski y Vicky juegan como socios? Antes lo político marcaba el énfasis editorial e informativo, en el caso actual parece haber una correlación mucho más visible entre política y negocios, un miti-miti. La segunda es la vaguedad sobre las intenciones de la directora y el papel informativo de la revista. La estrategia de hoy es el disfraz, vender periodismo y hacer política. En el siglo XIX y XX se trataba de una combinación que estaba en el cabezote de los periódicos, casi se escribía con tinta roja o azul. Hoy se juega a la confusión de roles, al proselitismo periodístico soterrado, al eslogan de campaña disfrazado de información. Semana nos ha regresado entonces a la prensa del siglo XIX y buena parte del XX, pero con componentes aún más riesgosos por la mezcla de grandes intereses económicos y la utilización de la información, más que de una idea editorial, como instrumento electoral.

Algo conserva Vicky de la tradición de los viejos diarios políticos en Colombia: la diatriba, el odio y el sectarismo como combustible para hacer política desde las páginas del medio que dirige. Veremos si los clics se pueden equiparar con los votos.

 

 

 

miércoles, 14 de agosto de 2024

Afinidades sin boina

 

A pesar de sus simpatías, Petro no podría ser un Chávez - La Silla Vacía

La histeria y el oportunismo electoral ha hecho que una idea, un slogan, mejor, haya rondado durante mucho tiempo sobre una parte de nuestra sociedad y nuestra política: “Colombia puede convertirse en una Venezuela”. La posibilidad de un gobierno de izquierda se miró durante mucho tiempo frente al espejo distorsionado del gobierno de Hugo Chávez. Una tergiversación que desconocía momentos históricos, fortalezas institucionales, posibilidades económicas, un estado de ánimo colectivo, una larga historia de izquierda armada, un papel de los militares en la sociedad. La llegada de Petro al poder se ha encargado de desmentir esa supuesta amenaza. Colombia no tendrá un gobierno capaz de transformar al Estado en una autocracia basada en una “unión cívico-militar-policial” y mucho menos en una dictadura al estilo Maduro.

Pero luego de dos años en el poder es inevitable encontrar características similares entre Chávez y Petro. Más allá de sus posibilidades de cambio, de sus alcances e influencias sobre la realidad, es claro que hay un estilo, unas ideas y un talante que se sobreponen.

Petro ha hablado de su relación con Chávez en la época de políticos soñadores y simples peatones con ideas transformadoras: “Yo conocí a Chávez hace 19 años, él no era presidente y yo tampoco alcalde, caminábamos por la carrera Séptima y hablábamos de los sueños del libertador, construimos una ilusión política de cómo se construye una justicia social y cómo Bolívar puede revivir uniendo la diversidad Latinoamericana. Voy a despedir a un hombre inmenso…”, dijo Petro en el momento de la muerte de Chávez. Aunque también cuestionó el desvío de la revolución bolivariana hacia el modelo cubano.

Los caminantes de la Séptima tienen sendas parecidas. Leyendo dos libros escritos ya hace unos años, Hugo Chávez sin uniforme y El chavismo al banquillo, se encuentran paralelismos. Al igual que Petro, Chávez tenía un fetichismo histórico, siempre creía gobernar sobre la ruta de hazañas pasadas. Lo vimos hace poco con el 19 de abril declarado “día de la rebeldía”. Sobra decir que Petro también es bolivariano de espada desenvainada. Chávez siempre tuvo un gobierno supeditado a la figura del presidente, un aparato burocrático que iba rezagado respecto al líder. A Petro le pasa igual. Reclamar, culpar, fustigar a sus funcionarios es una característica común.

El llamado a la calle también era fue un rasgo principal del gobierno Chávez. En 2002 el país vivió una competencia ciudadana por las movilizaciones de gobierno y oposición. “Vengan a la calle para que vean”, retaba Chávez a sus opositores en 2001 y hacía suyo al pueblo. Para que eso fuera cierto intentó, con éxito muchas veces, convertir a las organizaciones sociales en cuadros de partido, vestirlas con el uniforme de sus “consejos comunales”.

Chávez, al igual que Petro, creía tener alcances planetarios: “Nuestra tarea es salvar al mundo, al planeta tierra”, dijo en 2005 vestido de Charro mexicano. Es normal en los líderes que se consideran elegidos, como inevitable su soledad en los palacios. Son los mismos que anhelan ser venerados: “Él necesita ser escuchado y atendido, admirado, idolatrado incluso”, decía en su momento Edmundo Chirinos quien fue su psiquiatra. Perder el cariño de la gente lo hacía retraído y frustrado. El contacto popular del que habla Petro y que lo hace un apasionado de las campañas. Otro rasgo de Chávez según Luis Miquilena, uno de sus mentores: “Pero bueno, chico, es que tú has confundido la confrontación lógica y natural de las elecciones con el ejercicio del poder…”

Con reformas a la salud y a los servicios públicos comenzó el fin de la luna de miel de Chávez y su pueblo. Petro no es Chávez, pero tiene su comandante interno.