jueves, 24 de julio de 2025

América

 

Rudyard Kipling archivos - Sin Tarima Libros

 

Es temerario buscar actualidad, trazos que correspondan al presente, en una historia contada hace casi ciento cuarenta años. Mucho más cuando quien narra es un joven de veinticuatro que acaba de cruzar el océano para llegar a un país desconocido, al que mira con ojos asombrados y prejuicios bien dispuestos. Pero me tomaré el atrevimiento porque algunos apartes obligan a trazar ese hilo con el pasado, a buscar lo que podemos llamar una idiosincrasia persistente, y porque quien escribe es Rudyard Kipling, quién dieciocho años después de estos esbozos de viaje recibió el Premio Nobel de Literatura con apenas cuarenta y un años.

América se titula el libro que reúne sus crónicas de viaje por los Estados Unidos en 1889 y que fueron publicadas en el diario The Pionner que circulaba en la India. Kipling estaba cansado de ser un periodista malpago en un medio oficial y tomó un barco que lo llevó desde la India hasta el extremo oriente para terminar en San Francisco, su puerto de llegada desde donde emprendió un viaje de costa a costa por los Estados Unidos.

La narración comienza en los salones del Ciudad Pekín, el barco de su largo periplo. La política y la marea ocupan la conversación y aparecen las palabras contra los inmigrantes, Kipling anima la charla con su animadversión contra los irlandeses y uno de sus compañeros va un paso más allá: “En nuestro caso concedemos a cualquier canalla que venga del otro lado del charco los mismos privilegios que nos hemos dado a nosotros mismos. En eso nos equivocamos. Y nos lo agradecen haciendo estupideces. Entonces les pegamos un tiro”. La conversación continúa sobre las fatigas de esos castigos y cómo resulta imposible educar esa chusma, entre la que se incluye a alemanes, italianos y judíos. Mexicanos y chinos están en otra esfera, solo aparecen en una pelea a muerte jugando el póker en un sótano inmundo y en otras carnicerías. El libro también esta colmado de extrañeza por el patriotismo delirante de los americanos, por su creciente presunción y el énfasis de muchos en ser “americanos, americanos”. Sin mancha, o al menos con ya olvidadas contaminaciones. En California encuentra una sociedad venerable llamada “Hijo Nativo del Dorado Oeste”.

En las tabernas de tierra firme Kipling sigue hablando de política y llega la clientelismo. El exceso de elecciones, dice, logra que los taberneros manejen una buena casta de desocupados que son grandes electores. Unas cuantas cervezas son suficientes, son los “parlamentos de taberna” los que mueven las elecciones y los nombramientos que vienen después y dejan la plata. Compra de votos y venta de puestos.

En esas tabernas el 50% de los hombres van armados, dice el jove Kipling aterrado con la facilidad de los disparos y la tranquilidad de los periódicos, que condenan la “ferocidad” de italianos y chinos mientras registran los homicidas locales como protagonistas de una anécdota en medio del progreso.

Cuando habla de republicanos y demócratas deja claro que “ambos concuerdan en creer que la otra parte está arrastrando a la creación –es decir a América– a las rojas llamas del infierno”. Lo que llamaríamos polarización. Al momento de emborracharse ambos partidarios mencionan la palabra arancel, “que no entienden pero que consideran baluarte de la nación, cuando no su más potente factor de destrucción.” Siempre los republicanos quieren más aranceles que los demócratas, confirma.

Luego de una semana de cenas exclusivas, Kipling saca una conclusión con la ayuda de sus contertulios: un hombre con cuatro millones puede ser inteligente y divertido, a un hombre con ocho hay que evitarlo y “el hombre de veinte millones no es más que… Veinte millones”. No importa que sea el presidente, se podría agregar hoy.

 

miércoles, 16 de julio de 2025

Simón Bolívar a la derecha

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La historia da muchas vueltas, los personajes se desfiguran en placas, bronces y libros, se hacen irreconocibles, mudan de piel, se manipulan e interpretan. No importan las cartas, los diarios, los decretos firmados, las batallas perdidas ni las lealtades ganadas. Bolívar y Santander son una buena muestra de esas transformaciones, bien sea en los textos de la primaria, las premisas de los escritores o la propaganda de los políticos.

El actual presidente ha mantenido una obsesión bolivariana desde sus años revolucionarios. El M-19 la tenía en su sancocho ideológico y en general toda la izquierda armada la ha usado como munición ideológica. No olvidar la fugaz Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar que agrupó a todas las siglas del momento: FARC-EP, ELN, EPL, M-19, PRT…

En las últimas décadas, hace cerca de 60 años, las zalemas al libertador, por su ambición de unión americana y su supuesta vocación popular, han llevado a una equivalente animadversión contra Santander, por su inferida cercanía a las élites y su eventual indolencia legal frente a los problemas reales de la naciente república. En febrero pasado el presidente dijo en el histriónico consejo de ministros que Santander quería “sicariar” a Bolívar. Los historiadores coinciden casi en pleno en que Santander no tuvo nada que ver con la “conspiración septembrina” que acabó con 14 supuestos conjurados frente al pelotón de fusilamiento y “el hombre de las leyes” en el exilio. A cambio, es célebre la anécdota de una recepción ofrecida por Manuelita Sáenz donde se hizo, a manera de sainete, una representación del fusilamiento de Santander. El sainete estuvo a punto de ser realidad.

Durante mucho tiempo la historia alineó a Santander como un hombre cercano a las ideas que hoy llamaríamos de izquierda, cercanas al surgimiento del partido liberal, y a Bolívar con ideas conservadoras y autoritarias, ligadas al clero y los militares, las piezas más fuertes del establecimiento de entonces. No hay que olvidar el rabioso antisantanderismo de Laureano Gómez contrario a los encendidos ánimos santanderistas de Vargas Vila.

Santander era un liberal convencido en economía –neoliberal se le llamaría hoy– y un constitucionalista a carta cabal. Pero tenía nociones, actitudes y alianzas que lo acercan a la zurda. Su decidida intención de quitarle riqueza y preponderancia a la iglesia, sus prioridades de impulso a la educación primaria y secundaria, sus decisiones administrativas para la disminución del gasto militar. El historiador norteamericano David Bushnell, quien ha documentado este vuelco histórico-ideológico entre Bolívar y Santander, resalta también la cercanía de este último con el almirante José Padilla, un “pardo” que representaba a las clases bajas de Cartagena contra las élites que apoyaban a Bolívar. También José María Obando, cercano a las bases populares del sur, fue ferviente de Santander. Las élites de Popayán y Bogotá estaban con El Libertador. Incluso en lo demagógico Santander le gana a Bolívar, se disfrazada con ropas de la “pobrecía” e imitaba su lenguaje cuando era conveniente.

Bushnell es claro en advertir que es imposible saber exactamente la filiación de las clases populares del momento con uno u otro prócer. Discusión política que les era ajena. Pero los indicios los ubicaron mucho tiempo en orillas contrarias a las del lugar común de hoy. Una historieta anónima que circuló a comienzos de los setenta pudo ayudar a poner la espada de Bolívar en manos del simbolismo de la izquierda. También El general en su laberinto de García Márquez.

Vale recordar que tanto Gustavo Petro como Alejandro Ordóñez cargaron contra los cuadros de Santander en sus reductos oficiales. Un autoritarismo a nombre de ideas supremas los emparenta a los dos con Bolívar.

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 9 de julio de 2025

El arte de la resurrección

Quién es Alfredo Saade, el pastor que se convertirá en el jefe de gabinete  de Petro

Cristo de Elqui: La historia del controvertido personaje que se presentaba  como un supuesto iluminado - Es Hoy

El falso predicador debe tener una fe exacerbada, un delirio por su palabra, debe sudar su liturgia, convencer con el ejemplo, debe sufrir sus certezas, entregar la verdad con alegría y al mismo tiempo señalar con fuego. El falso profeta debe ser histriónico hasta el patetismo, arengar sus grandezas descalzas, vivir para su reino, por ínfimo que sea, y prometer un reino eterno, un reinado por los siglos de los siglos.

Con esas herramientas, además de su risa, su desparpajo y su sayal, sus uñas largas y su melena de orate andaba Domingo Zárate Vega por todo Chile. De arriba abajo y de abajo a arriba. Veintidós años predicando su palabra, su pequeño carnaval de apóstoles y seguidores que creyeron, entre chiste y chanza, que era el señor Jesucristo en su segunda presencia sobre la tierra. A Zarate se le conoció como el Cristo de Elqui, en referencia al valle del mismo nombre que se abre en el norte de Chile, cerca de Coquimbo, donde comenzó a bautizar a sus primeros devotos.

“Todas las profesiones se reducen a una / hay quienes dicen somos profesores / somos embajadores, somos sastres / y la verdad es que son sacerdotes / sacerdotes vestidos o desnudos / sacerdotes enfermos o sanos / sacerdotes en acto de servicio / Hasta el que limpia las alcantarillas / Es indudablemente sacerdote / Ese es más sacerdote que nadie”. Las palabras son de El Cristo de Elqui, a quien llevaron a una Casa de Orates en Santiago, su “delirio místico con ideas de grandeza” fue declarado “incurable”, a quien detuvieron los carabineros por recomendación de la iglesia, pero convenció al gobernador de la obligación de su libertad: “si se conversa mucho con él, uno concluye también por volverse loco”.

Alfredo Saade me ha hecho recordar al Cristo de Elqui. Sus bufonadas involuntarias, sus certezas, su postura de agorero de corbata, en una palabra, su farsa que tiene al presidente como primer creyente de su iglesia. Las palabras de Saade bien podría ser las del Cristo de Elqui: “Nunca he mostrado credenciales porque en los municipios, en la montaña y en los barrios pequeños hay pastores que predican la palabra de Dios…Yo soy como Jesucristo en la calle: yo ando en la calle y cuando puedo, predico en la calle. Yo tengo una gran preocupación, pero también hablar todo el tiempo de Dios es predicar”.

Saade, un falso pastor y un político con tres resurrecciones (Levántate Colombia se llama su movimiento), se presentó a las pasadas elecciones como precandidato presidencial, dijo tener filados a cuatrocientos cincuenta pastores y estar listo para llevar un millón y medio de fieles hasta el Pacto Histórico. Petro lanzó su candidatura en Barranquilla, en la famosa tarima con la P, y habló de un “pacto con el Jesús que prefiere a los pobres”. Luego del día P apareció Saade anunciando su adhesión a Petro. El falso pastor lleva su iglesia sobre sus hombros y sus votos en la imaginación. Pero esa es su gracia, su superstición que en política puede ser un activo, sus señalamientos, sus sermones contra los medios, el Congreso, los traidores de la iglesia presidencial y las leyes terrenas.

El Consejo de Ministros ha mostrado ser un espacio para el sainete y la adoración. Saade ha llegado en el momento indicado. Purgando los herejes que quedaban y mostrando sacrificio. Está dispuesto a poner las manos por su maestro. Nicanor Parra, el antipoeta chileno, escribió Sermones y prédicas del Cristo de Elqui luego de la muerte del “profeta”. Alfredo Saade los recitará muy pronto en ese palacio desierto: “Yo soy más yerbatero que mago / no resuelvo problemas insolubles / yo mejoro yo calmo los nervios / hago salir el demonio del cuerpo / donde pongo la mano pongo el codo / pero no resucito cadáveres putrefactos / el arte excelso de la resurrección / es exclusividad del divino maestro.”