martes, 11 de marzo de 2014

Zapatismo a tus zapatos




Se cumplieron veinte años de la mascarada del subcomandante Marcos en Chiapas. Once horas de combates, cientos de entrevistas, una decena de marchas, discursos viejos sobre el “hombre nuevo” y el humo aromático de su pipa son parte del legado del filósofo y guerrillero. Marcos demostró que la insurgencia puede ser una pantomima moral contra el mundo entero y sus miserias. Un reloj en cada mano simboliza su lucha desde los tiempos originales –idílicos, como debe ser– contra una humanidad que se pudre sin remedio. Los fusiles eran solo para quitarle algo del tono pueril al discurso. Bien lo dijo Octavio Paz cuando le reclamaron por prestarle más a tención al subcomandante que a toda una generación de escritores mexicanos: “¡Es que ustedes no se han levantado en armas!”.
Marcos inauguró una especie de populismo esotérico. El Popol-Vuh, la música norteña, las profecías mayas y la rabia contra el PRI y su “revolución inmóvil” han sido su divisa. En realidad podría ser compositor de Calle 13 o corista de Manu Chao. La última gran marcha de su movimiento fue el 21 de diciembre de 2012 para decir “aquí seguimos”, pero este mundo es tan malo que ni se acaba. No todo han sido estribillos en estos veinte años. Rafael Guillén Vicente, alias Marcos, también tuvo un sabio protector, un anciano de la tribu que llegó desde la academia: Luis Villoro, indigenista mexicano nacido en España, fallecido hace unos días, fue un entusiasta de su causa. El mundo que parecía extinguido en sus libros e investigaciones volvía a ser una promesa. Su hijo Juan Villoro lo resumió bien, “mi padre encontró ahí una ‘puesta en vida’ de sus preocupaciones.”
Esa puesta en vida se tradujo en la creación de 38 municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas y Juntas de Buen Gobierno para su administración. La consigna es clara y vendedora: “Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”. Los turistas bienpensantes se toman fotos con el lema a sus espaldas y gestionan aportes para ese experimento inspirador. Las comunidades zapatistas se agrupan –se encierran, dicen otros– en los llamados Caracoles, un nombre que intenta romper con las denominaciones burocráticas oficiales y simboliza otro de los tantos lemas: “lento pero avanzamos”. El gobierno es el enemigo tras los cercos del movimiento y se prohíbe el ingreso de los programas estatales. Salud, educación y políticas agrícolas se construyen y financian desde sus convicciones y con sus recursos. Maite Rico –coautora de un libro sobre el zapatismo llamado La genial impostura– entregó hace poco algunos números con resultados del experimento más allá de la tinta de los manifiestos: “En estos 20 años la pobreza ha aumentado en los municipios zapatistas: del 68,7% al 81,3% en San Andrés Larrainzar, del 56% al 66% en La Garrucha; del 67% al 72% en Morelia…” Además, las escuelas autónomas sin acreditación ni grados escolares son un misterio ancestral, y los comandantes militares y jefes políticos del movimiento se convierten en soberanos de la tribu. El gran logro de esa secta moralista es que ahora no se bebe alcohol en los Caracoles.
No sé por qué ese laboratorio hecho de discursos me hizo pensar en lo que podrían ser las Zonas de Reserva Campesina bajo el liderazgo de unas Farc desmovilizadas. Siendo el comandante Joaquín Gómez mucho más peligroso que el subcomandante Marcos.












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