martes, 11 de diciembre de 2018

Seguridad y control






El helicóptero de la policía apunta su rayo luminoso contra un enclave popular en el Barrio El Poblado en Medellín. El Chispero se llama esa pequeña aglomeración de casas sin revoque y sin portería. Más de cuarenta globos suben dispersos desde sus calles acompañados por la música Rodolfo Aicardi. El helicóptero intenta cegar el lanzamiento colectivo, apunta su luz contra una esquina y los globos comienzan a subir desde otra, dos cuadras abajo. La escena tiene algo de disparatada y elocuente. El ansia de control, la desproporción y la ineptitud quedan en evidencia.
Un grupo de treinta personas se reúnen en la esquina de un parque para prender velas en un ritual manso que en Colombia trae nostalgias parecidas para todos. La cerveza es un ingrediente tan necesario como la candela y los faroles para proteger los pabilos encendidos. Pero los brindis al aire libre están prohibidos. Las patrullas rondan y miran con desconfianza lo que en otra parte sería una simple charla alumbrada. El parque que era antes un exquisito teatro para la charla colectiva es ahora el patio de un CAI y la trastienda de una flota de taxis. La manera de proteger el espacio público es ahuyentando al público con una libreta de comparendos y unas esposas. Ahora solo hay espacio para la arbitrariedad. Mientras tanto los antiguos comensales se han dispersado pos las aceras y las esquinas de los alrededores, escondiendo sus vasos desechables como si fueran veneno. Los policías recorren sus feudos con la cara agria en busca de las amargas. No logran controlar tantos focos de infección. Las ratas se han apoderado del jardín que circunda el parque.
Las escenas me hicieron recordar un texto de Christopher Hitchens sobre sus luchas llenas de impotencia y ridículo contra la administración Bloomberg en la primera década de este siglo en Nueva York. Hitchens describe sus múltiples ejercicios de violación de la ley frente a los “bovinos funcionarios que apenas han aprendido a memorizar mantras tan exigentes como ‘tolerancia cero’ y ‘sin excepciones’”. Para jugar contra algunas disposiciones que buscan impedir comportamientos que no molestan a nadie ni implican daños, vale siempre un instinto natural contra la coacción y el absurdo. Hasta la lógica policial sabe que muchas de la prohibiciones aplicables sin inútiles. Solo que tienen para ellos una utilidad personal ligada a una fácil recompensa económica. En la Nueva York de Bloomberg se llamaban “evaluación de actuaciones” y traían una recompensa para los policías con más tiempo libre y mayor disposición a memorizar el reglamento. Entre nosotros se trata de simple soborno al ciudadano que realiza acciones inocuas. El policía saca la comparendera, divide la multa por dos y enseña la gran rebaja que ofrece al infractor. De modo que lo que era un trasteo informal, un jugueteo que empaña los vidrios de un carro, un niño jugando un videojuego para “mayores” un garaje, un extintor sin el letrero que arriba diga EXTINTOR se convierte en una transacción que implica un delito.
Hitchens menciona multas por alimentar palomas, sentarse en un cajón de madera en la calle, poner el morral en un asiento del metro sin importar que el vagón esté vacío. Y anota que son los policías vagos quienes prosperan en ese juego estúpido que pretende tratar al ciudadano como un niño torpe. Lo importante es que todo el mundo “ha pasado un rato aburrido y sano y está cobijado en su casa antes de las dos de la mañana”. Mientras tanto los funcionarios de oficina dicen luchar contra los delincuentes y proveer la disciplina necesaria. Atrás, un “reloj” digital va marcando el número de comparendos impuestos minuto a  minuto, hasta lograr al tedio infinito.



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