miércoles, 16 de octubre de 2019

De piedras y gases




He leído bastantes celebraciones en Colombia sobre el desenlace de las protestas en Ecuador. Muchas de ellas vienen de periodistas que dicen extrañar una sociedad más despierta y organizada en nuestro país, más rebelde frente al poder estatal. También muchos ciudadanos han expresado su aliento y felicitación a los manifestantes, y hasta algunos políticos, acostumbrados a llamar turbas a quienes protestan en casa, han encomiado la fuerza de los indígenas más allá de la frontera.
Pero algunas cosas han pasado debajo de esa “victoria” ciudadana que se mira con admiración desde afuera, lejos del humo, los abusos y los estragos. La prensa fue la gran perdedora en medio de las casi dos semanas de tormenta. Al menos 115 periodistas fueron agredidos y seis medios de comunicación fueron atacados durante las protestas. Llovieron piedras y bombas caseras por parte de los manifestantes, y gases y palo corrido por parte de la policía. Ni el gobierno Lenin Moreno ni quienes se levantaron contra sus medidas estaban contentos con el trabajo de los medios. Para ambos poderes el cubrimiento ideal es el encubrimiento de sus abusos y deficiencias mientras se resaltan los de la contraparte. Los manifestantes exigían militancia, simpatía por las “causas justas”, apoyo a los “más débiles”. El gobierno reclamaba respaldo a las instituciones, firmeza frente a los “vándalos”, audacia frente a los encubiertos. Los periodistas debían entonces elegir entre las acusaciones de traición o sedición.
En medio de las marchas los periodistas fueron tildados de “flojos” y “cobardes” por no ir a la vanguardia, fueron intimidados por no sumarse al “pueblo combativo”. El episodio más elocuente de esas “presiones ciudadanas” sucedió en el Ágora de la Casa de la Cultura en Parque del Arbolito en Quito. Un teatro para más de tres mil personas que se erigió en el centro de operaciones del movimiento indígena. A mediados de la semana pasada la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador convocó a los medios al cubrimiento de su Congreso. Además, se anunciaba la aplicación de “justicia ancestral” a un grupo de ocho policías “detenidos”. El filtro a la prensa lo hacían los indígenas al ingreso como lo cuenta una crónica de Clarín: “‘Prensa extranjera, dejen que pasen’, repetían para abrir paso. Y enseguida, entre algunos aplausos y gritos de apoyo a ‘la prensa que no es corrupta’”. Lo que vino después fue la exigencia de transmitir en vivo, la obligación de quedarse en contra de su voluntad, la orden para hablar en su nombre. Uno de los líderes lo dejó bien claro: “¿Por qué no vinieron ayer, periodistas? Tienen que estar aquí, con el pueblo, siempre. Por eso, por esa razón, hemos tomado la decisión de que van a marchar junto con nosotros. ¿Están de acuerdo? ¿Sí o no? No estamos secuestrándolos, no estamos amenazándolos, no estamos maltratándolos: estamos pidiendo que se unan al pueblo”. Estuvieron diez horas bajo su guardia.
Se habla mucho de los medios como rehenes de una opinión pública que los empuja por la vía de la indignación y el abucheo en las redes. Pero cuando ese apremio permanente se convierte en coacción física, como pasó en Ecuador, los medios quedan convertidos en un simple megáfono que no pueden aplicar su criterio ni ejercer una mirada propia. El periodismo militante genera de por sí muchos riesgos, pero el periodismo obligado a la militancia es imposible. El recelo al poder del Estado no se puede equiparar a la adhesión a sus opositores, por justos y atractivos que estos parezcan. Para cubrirse de los gases de la policía no se puede usar la colorida pañoleta de los manifestantes.






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