miércoles, 17 de marzo de 2021

Menores en fila

 



En Colombia la mayoría de los menores llegan a las armas en un tránsito normal, comunitario podría decirse, familiar algunas veces, que implica incluso una especie de proceso educativo, de paso a paso hasta encontrar un papel en el frente de guerra. En las zonas claves de reclutamiento los menores han vivido el conflicto en una cotidianidad en la que las armas son la herramienta natural desde muy temprano. En realidad no han sido convertidos en “máquinas de guerra”, simplemente han nacido en unos contextos donde muchas veces es imposible no ser engranajes de guerras continuadas.

En 2017 el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) publicó un informe llamado Una guerra sin edad. Son más de seiscientas páginas que dan cuenta de casi cincuenta años de menores y fierros. El análisis se da sobre “16.879 registros de reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes”. Las relaciones comunitarias o familiares con los grupos armados, el impulso de las venganzas que dejan sus cortas historias de vida, las simpatías ideológicas, los referentes del poder, el prestigio social, las necesidades económicas son señaladas como algunos de los caminos a las filas.

En esa historia las Farc son los mayores reclutadores y un testimonio de uno de sus comandantes deja clara la naturalidad de ese tránsito. Oliverio Merchán, un jefe del Bloque Oriental conocido como el Loco Iván, cuenta su experiencia estudiantil: “Me encontré a un profesor que había sido profesor mío (…). Siendo él guerrillero me explicó y me gustó lo que me dijo que era luchar contra la pobreza, contra el hambre, la miseria, entonces decidí irme.”

El estudio del CNMH deja claro que por momentos los menores tuvieron un papel protagónico en crecimientos, consolidaciones o nacimientos de algunas estructuras. Los que empezaban como vigilantes o mensajeros en pequeñas tareas también fueron punta de lanza. Las ACCU los usaron como la principal “mano de obra” para sus primeras incursiones en Urabá donde a mediados de los noventa mandaban las Farc. Raúl Hasbún lo contaba con toda naturalidad en 1998: “Si existiera la vacante, inmediatamente se les hubiera dado trabajo, no le hubiera negado su ingreso al frente, porque no había ninguna restricción... Estábamos en una guerra y yo no me fijé en ese tema.”

El ELN armó una parte de su estructura en el sur de Bolívar con hijos de sus bases sociales. Los primeros paras del Magdalena Medio tuvieron a los niños como “provisión” indispensable: el trabajo bien pago y la “seguridad común” era visto como un activo en la región. En las Farc fueron claves los menores en el Tolima cuando se pretendió cercar a Bogotá e indispensable su base más que joven en el Ariari Guayabero y el Caguán. Ahí estuvieron algunas canteras de guerreros. Tanto que en un momento Manuel Marulanda culpa al “mal reclutamiento” de los golpes a las Farc a comienzos de los 2000. El triunfalismo había convertido sus frentes en un carrusel de menores (unos llegaban y otros se desmovilizaban) al estilo “campamentos de verano”. En el año 2003 el pico de reclutamientos por diferentes actores armados llegó a 7.136 niñas, niños y adolescentes.

Con semejante historia patria la lógica simplista del ministro de defensa, cercana a la teoría de los daños colaterales, resulta increíble. No solo muestra la mínima memoria, una triste indolencia por parte de quién fue director del ICBF; sino un craso desconocimiento de la ruta de los menores a las armas, de su condición de víctimas. “Los han convertido, nos toca eliminarlos”, parece decir el ministro. Olvida es que es el país, su historia, las zonas donde crecieron, el que ha hecho imposible una infancia o adolescencia fuera del alcance de la guerra.

 

 

 


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