miércoles, 9 de marzo de 2022

El factor K

 



La bomba atómica era un rumor y una esperanza. La salvación frente a una guerra que se había alargado demasiado y la venganza frente al dolor y el orgullo de las grandes potencias. Especialmente una manera de cumplir el discurso de Franklin D. Roosevelt el 8 de diciembre de 1941, en el pleno del Congreso, un día después de ataque japonés a la base de Pearl Harbor en Hawái: “No importa cuánto tiempo nos tome superar esta invasión premeditada, el pueblo estadounidense con su honrada fuerza triunfará hasta la victoria absoluta.” Ese objetivo se lograría con el lanzamiento de la bomba atómica en la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando el radiotelegrafista a bordo del Enola Gay dejó su mensaje luego del resplandor sobre Hiroshima: “Todo perfecto. Éxito en todos los aspectos. Efectos visibles superiores a los de Alamogordo”.

En el avión las cosas no habían sido igual para los doce tripulantes. Sus impresiones fueron grabadas para fines “científicos” cuando todavía estaban en el aire. El diario de Robert A. Lewis, el copiloto, subastado por 37.000 dólares en 1971, dejó una línea que los libros han recogido por años: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Para todos era imposible medir las consecuencias. En 1975, Robert Caron, el artillero de cola del Enola Gay, soltó una idea que da cuenta de cómo los años reconstruyeron las ciudades atacadas y algo de la memoria de la operación en la que había participado treinta años atrás: “A nadie se le ocurrió pensar entonces que no todo el mundo no consideraría héroes”.

La bomba atómica era también una certeza. Estaba claro que marcaría el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde Postdam los aliados habían enviado un ultimatum con trece condiciones al cuartel general del ejército imperial. Hablaba del “umbral de la aniquilación” y “la devastación del suelo japonés”. Japón negó esa posibilidad con un discurso del primer ministro donde sobresalió una palabra: “mokusatsu”, que se tradujo como no hacer caso, dejar pasar, despreciar con silencio. Las cosas quedaban en poder del presidente Truman, pero al parecer la decisión estaba muy clara y el respaldo del primer ministro británico Winston Churchill: “…así debe juzgarse en el futuro la decisión de usar o no la bomba atómica para obligar a Japón a rendirse. Hubo acuerdo unánime, automático e incuestionable alrededor de la mesa de negociaciones”. La bomba era “un milagro de liberación” según la conversación en esa mesa con las mismas cartas, podría terminar la guerra con “uno o dos estallidos violentos”.

En ese momento fue imposible encontrar una palabra que intermedia entre una rendición y una negociación aceptable para los japoneses. La bomba era también una incógnita, no se sabían exactamente sus proporciones. Dos aviones soltaron al mismo tiempo sus aparatos de medición como acompañantes del Factor K.

Cerca de un año antes de tomar la decisión, Truman estuvo reunido en la Alemania ocupada con Churchill y Stalin. Salió a dar una vuelta por el Berlín destruido. Después diría que era una buena “demostración de lo que puede ocurrir cuando un hombre se endiosa”.

Buena parte de la historia del desarrollo y operativo que comenzó la era atómica está contada en el libro del autor galés Gordon Thomas llamado Enola Gay. Se ve tan lejana la explosión que el libro se lee como una novela de espionaje y solo las fotos de Hiroshima y los relatos de algunos sobrevivientes traen un poco de realidad. Ahora parece que el mismo botón está a la mano. Hay menos secretos, la lista de las armas atómicas están en Wikipedia y las centrales nucleares en Ucrania parecen sirenas de advertencia. De nuevo un solo hombre.

 


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