martes, 30 de marzo de 2010
Pastiche vallejiano
Encontrarse de frente con el personaje de una novela, ese ensueño hecho de palabras, esa mentira que dice caminar y maldecir, es un regalo desmesurado para el simple lector, un dulce mareo de irrealidad. Y si el tropezón tiene lugar en el atrio de una catedral, en el altar de un parque marihuano y alucinado por el tinto en ayunas, cercado por travestis de civil esperando su hora sobre lo que fue la quebrada La loca, atestado de viejos desmemoriados jugando a los memoriosos y de emboladores embolatadores con su cajita a manera de maletín, pues la revelación fantasmal tiene todavía más gracia y más vuelo. Ahora no es solo es el muñequito que el escritor echó andar con su cuerda de palabras el que muestra sus arrugas sino también el mismísimo teatro que se eligió para las chácharas.
Estoy parado sobre las escalas que conducen a la catedral metropolitana en el parque Bolívar en Medellín. De pronto las flautas del órgano alemán de la iglesia deciden hacerle competencia celestial al pregón de vendedores y redentores de megáfono que camina el parque como almas en pena. Todas las almas del parque van en pena menos los borrachos de alcohol de farmacia que ríen o duermen en las bancas que puso hace cien años la Sociedad de Mejoras Públicas. De pronto aparece, caminando por el centro del parque, mirando con ternura al caballo de bronce y con furia al maldito jinete, al cobarde caraqueño, Fernando Vallejo. Pasa desapercibido, como si de verdad fuera un hombre y no esa sombra de palabras y rabietas que habita el parque Bolívar en la novela El don de la vida.
Parece que las puertas de la catedral lo encandilaran con su promesa de sombra. El personaje sabrá perdonarme el oxímoron tan flojo. Ahí está, entonces, parado en el umbral de ese templo levantado en honor a “Cristo Loco”. En relativa paz, silencioso y repitiendo sus pensamientos de personaje de novela: “¡Qué bella la catedral y qué reconfortantes sus canónigos! Entro a veces en las tardes a hurtadillas a oírlos cantando vísperas… huyendo del sol de afuera entro a mendigarles un mendrugo de su dicha en la penumbra de las altas bóvedas…En Medellín, que el sol calcina, la catedral es un oasis de frescura. La amo.”
Y a mí me dio por mendigarle un minuto al personaje, por el embeleco de oírlo hablar para no tener que comprar sus libros pirateados a diez mil pesos en los semáforos de Medellín, por el descaro de aprovecharlo para una entrevista ya que tenía una cámara a la mano. Y fue posible, el personaje respondió siguiendo el libreto: “Y cuánto me pagan por la entrevista, porque a usted le pagan por eso o no. Usted se gana el sueldo por ponerme a trabajar.” Al fin compré el libro para repasar el regaño en la voz baja de la lectura: “…me aterra la vejez. Convertirme en el más viejo de esta ciudad y que me hagan homenajes por mis cien años y andar espantando a los periodistas como a una nube de moscas”.
En esas llegó el primer muchacho a saludarlo: “Entonces qué Fernando, bien o no”, con esa cadencia arrastrada, entre tierna y amenazante que usan los aprendices de pillo que merodean el parque. A mí no me pareció ninguna belleza sobrenatural, un pelao común y corriente. Un cruce de manos por lo bajo y la despedida. Pero le llegó el momento de pedir cacao al personaje, como si fuera uno de los loros que tanto ama y que han vuelto a los árboles de Medellín. “Usted que tiene cara de joven, tiene un minuto de celular que me regale”. Le presté mi teléfono con un aire de burlona venganza. Ahí estaba cuadrando sus citas desde mi celular después de haberlo oído decir en la novela: “Ahí van pegados a esos aparaticos imbéciles los bípedos zafios de esta raza tarada caminando como zombis parlantes”.
Se despidió risueño y dobló por una de las esquinas de la catedral. Ya no sé si creerle cuando escribe disimulado en El don de la vida:
-“Pero dígame una cosa maestro: ¿Cuándo usted dice yo en sus novelas es usted?
-No, es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé”.
viernes, 26 de marzo de 2010
Único round
El día de la inauguración de los juegos suramericanos se formó un túnel de aplausos desde la estación Estadio, donde llegaban las delegaciones guiadas por su porta estandarte, hasta las puertas del Atanasio Giradot. La simple caminata de los deportistas generó lágrimas y vivas entre los aficionados. El público, cámara en mano, grababa a los atletas saludando y los atletas, cámara en mano, grababan al público aplaudiendo entre escalofríos. Los cínicos que tomaban cerveza en los alrededores se reían de la amable turba entregada a los olímpicos de Medellín 2010. Y así ha sido en casi todos los escenarios: filas para ver entrenar a los gimnastas, multitudes siguiendo la lucha olímpica, niños de colegio que le piden autógrafos a los esgrimistas bolivianos. Por los altoparlantes el Metro de Medellín recomienda cederles el puesto a los atletas y las viejitas se paran con dificultad para que los pesistas se sienten. Las niñas de logística les hablan con las pestañas a sus anfitriones y los taxistas se lavan los dientes tres veces al día. Sin embargo, todo ese ambiente de confraternidad olímpica y empalagosa montañerada desaparece al entrar al escenario de boxeo. En la puerta los policías decomisan las correas y los encendedores. Las chicas que anuncian los asaltos son saludadas con frases impronunciables. El rito del box conserva sus símbolos poéticos: los combatientes se paran sobre un cuadrado de polvo blanco antes de subir al ring, lo que es un simple sacudirse la arena de las zapatillas con algo de talco, parece la ceremonia de un duelo místico. Y conserva también los gestos gallardos que lo libran de la simple riña: al terminar el combate los boxeadores van primero a recibir un saludo y una palabra de la esquina rival. Pero en la tribuna gratuita las cosas son a otro precio. En la pelea entre un colombiano y un venezolano de 67 kilogramos la gente se enloquece: “Dañalo, daña esa gonorrea”, grita mi vecino de grada que es ejemplo de moderación. Ahora estamos en una pelea de gallos en un coliseo de Sabaneta. En el primer minuto y medio de pelea los púgiles han entregado todos los golpes y toda la técnica, ahora se fajan en un bonche que hace que los jueces a lado y lado del cuadrilátero hundan los botones rojos con desesperación. En el momento de mayor frenesí una parte de la tribuna inicia un grito sorprendente para alentar al colombiano Cesar Villarraga: “Uribe Uribe, Uribe…” Los jueces se miran y se ríen pensando en la anécdota que contaran de regreso. El colombiano resulta vencedor y sobran los chistes entre aplausos y rechiflas: “sea varón”, grita un ingenioso desde lo alto de la tribuna. Luego de la campana del último combate los fieles del boxeo vuelven a portarse como si estuvieran saliendo de la iglesia.
martes, 23 de marzo de 2010
Familias en acción
Hijos, primos, sobrinos, hermanos, ahijados, padres, esposos, cuñados… De verdad parece que el tarjetón de nuestra política fuera uno de esos viejos mosaicos de familia o un árbol genealógico intrincado e incestuoso como el de los Buendía. Para que vean que no me voy por las ramas les pongo un ejemplo con anécdota literaria: María Fernanda Valencia, la candidata a la cámara por Bogotá que se quedó vestida, es hija de un ex-gobernador del Magdalena amigo de patio de escuela de García Márquez. Y así puede saltar uno de gajo en gajo buscando historias domésticas por casi todo el Congreso.
Las pasadas elecciones demostraron que una buena parte de nuestra política es todavía un asunto de clanes, un subgénero de la mnemotecnia colectiva en el que algunos apellidos, ilustres o deslustrados, llevan una ventaja de años en pasacalles, verbenas y sede política con deposito de materiales. Sin jugar al investigador, por simple y llana curiosidad, me dediqué a meter la mano a ciegas en la bolsa negra de los elegidos al Congreso para buscarles un ejemplo de familia. Qué cantidad de esposas abnegadas limpiando el nombre de sus maridos, que conjunto de madres amantísimas apoyando el susurro de la vocación en sus hijos, qué bandada de sobrinos vengando la persecución contra sus tíos políticos, qué manada de primos arrimándose y empujándose hasta el honor de las curules. Solo las famiempresas de confecciones tienen más sillas y más máquinas que las tribus de emprendedores electorales.
Comienzo mi aburrido crucigrama de apellidos con las grandes electoras. Dilian Francisca Toro recibió hace años el testamento de manos de su esposo Julio Cesar Caicedo. Hace ocho años el ex-senador decidió que la política era cosa de mujeres y le dejó el campo a los agüeros de su señora. Olga Lucía Suárez Mira recogió las banderas de su hermano muy ocupado en recoger el cobro de los pasajes de Bellanita de Transportes. Teresa García Romero, la hermana de Álvaro García, será la encargada de empujar al Inpec para que el “Gordo” se sienta como en casa. Maritza Martínez Aristizabal buscará desvirtuar las acusaciones contra su esposo Luis Carlos Torres por concierto para delinquir. Es su revancha. Ese ruido injusto en su propia sala le hizo perder hace unos años la gobernación del Meta. Piedad Zucardi sabe que los abogados son costosos y que no puede quedarse en la casa mirando para el techo. Su esposo Juan José García ha perdido en abogados lo que había ganado en el servicio público. Arleth Casado de López también es un ejemplo de amor por los votos. Luego de la condena a su esposo Juan Manuel López Cabrales se puso la camisa roja y estuvo cerca de superar los guarismos del hombre de la casa. Entre esas señoras sumaron casi 600.000 votos para sus hogares y sus variados partidos políticos. Pero también hay matrimonios con la suerte trocada. Doris Vega Quiroz, la esposa del desparpajado Luis Alberto Gil, sacó apenas 36.891 votos y se quemó. Sospecho que el señor se puso cicatero la semana antes de las elecciones.
Dirán que me quedé en las señoras sabiendo que hay un sobrino de Mario Uribe elegido en Antioquia, hijos de ex-gobernadores de Cesar y La Guajira con buena estrella, hijo de ex-gobernador de Santander con suerte de perros y retoño de Enilce López con el carisma de un gato chiquito. Y se me olvidaba la pobre hija del ex-alcalde Curi de Cartagena que se quedó con el pecado y sin el género. Y faltan datos de otros municipios.
Está bien, entendiendo que ser familiar de un político no es un delito, pero es sin duda una oportunidad para cometerlo.
viernes, 19 de marzo de 2010
La milla olímpica
El ministerio del poder popular para el deporte es un nombre muy largo. Pero bueno, es normal, la República Bolivariana de Venezuela también tiene sus garabatos de más. Con dificultad se acomodan en las sudaderas de los atletas venezolanos semejante cantidad de letras sumadas a la constelación de estrellas de su bandera.
Por estos días los representantes del deporte popular lucen su estampa por una elegante quebrada de la comuna 14 en Medellín. La comuna de El Poblado. Se hospedan en el hotel Dann Carlton a solo unas cuadras de los bares y las discotecas de la Zona Rosa. Es el cuartel general del equipo bolivariano. Muy lejos de los edificios de la villa que serán vivienda popular y muy cerca que lo que Chávez llamaría la oligarquía local.
El traslado de 20 minutos en Metro hasta los coliseos, las dudas sobre el comportamiento del público en las estaciones, los apenas cuatro días de hospedaje para los atletas antes de sus pruebas y las preguntas sobre la comodidad de las habitaciones hicieron que la delegación bolivariana desdeñara el ambiente de la villa deportiva. Me alegra por la comodidad y el trato a sus deportistas, es algo que siempre se aplaude. Pero parece más un desaire al entorno de amistad y competencia que implica la pequeña aldea olímpica. Que los combatientes uniformados por el ministerio popular de deporte, los jugadores de la revolución proletaria, se excusen de ir hasta los ranchos recién pintados en el barrio la Aurora por quedarse en la milla recién levantada de El poblado, es ya una pequeña descortesía. Diremos que solo les importa el oro.
martes, 16 de marzo de 2010
Marihuana fariana
En el comienzo fue la marihuana. Los narcos eran apenas unos amos folclóricos y despreocupados en los tierreros de la Guajira. Pastores de cabras que se habían mudado a la agricultura. La telenovela La mala hierba se encargó del primer retrato en 1982. A pesar del escándalo, el Cacique Miranda, capo y protagonista de la historia, despertó una sencilla simpatía. Mientras tanto, en el sur, las FARC sembraban lo mismo con más silencio, con su típico riego a goteo. El Cauca ha sido siempre potencia marimbera: Caldono, Caloto, Tacueyó, Toribio son nombres sonoros en las cartas de los Coffee Shops en Amsterdam.
Más tarde los resplandores de escama de la coca hicieron que el tráfico de marihuana se convirtiera en simple transporte de legumbrería. El negocio siguió siendo igual de próspero pero ya un marimbero es mucho menos que un cebollero. Entonces las noticias que trataban sobre la marihuana en Colombia cambiaron de dirección, tomaron un rumbo constitucional por decirlo de algún modo. Al revisar el archivo de noticias del diario El tiempo en los últimos 20 años, se encuentra que los picos informativos relacionados con la marihuana están en 1994 y 2009: los años de la despenalización por parte de la Corte Constitucional y la penalización por parte del Congreso arriado por Álvaro Uribe.
Pero de cuando en cuando reaparecen las noticias con la hierba empacada, dedicadas ya no a la polémica constitucional sino a la logística de los vendedores. Un gran decomiso, un policía descrestado con un yogurt vegetariano, la pata roja y verde de una paloma mensajera con pedidos en La Picota hacen que la marihuana vuelva a sonar. El protagonismo de los últimos días ha estado marcado por los sembrados cannabicos a cargo de las FARC. La semana pasada se promocionó con toque de corneta el decomiso de 20 toneladas de hierba en el Cauca. El encargado de la operación dijo que era el más grande decomiso en la historia del país. Es lógico que no sepa que en el 93 se incautaron 40 toneladas en Piojó, Atlántico, y que en el 91 fueron apenas 28 toneladas en San Onofre, Sucre, y que en un contenedor en Cartagena se encontraron los mismos 20.000 kilos en 1997. Cada tanto cae una paca grande.
Pero la noticia no quedó ahí. Dos días más tarde nos contaron que las FARC están retomando sus raíces marimberas. Según la versión, el Sargento Pascuas, guerrillero en edad de merecer los dolores de la artritis, es el jefe del negocio en el Cauca y tiene bien organizado un sistema de franquicias. Es el socialismo del siglo XXI.
Lo más gracioso es que las FARC tienen un tierno video educativo sobre la marihuana. Comienzan con las advertencias sanitarias: “El uso excesivo puede crear adicción y hacer del fumador de marihuana una persona apática y ensimismada, con poco interés en los demás y en la sociedad.” Luego viene el llamado a la conciencia social: “La venta de marihuana que muchas veces hacen los jíbaros está cada día más ligada a la mafia paramilitar… Cuando tú compras marihuana, tu plata pueda terminar en manos de estos asesinos.” Para el final están las recomendaciones prácticas: “Las FARC recomienda que frente a este tipo de substancias, debe haber una conducta responsable. Consideramos que nunca se debe mezclar el uso de alcohol o marihuana con las actividades políticas como marchas, mítines y protestas. En las filas guerrilleras no está permitido el consumo de marihuana.” Resulta llamativo que los consejos de las FARC como cultivadores y vendedores de marihuana pudieran pintarse en las paredes de los cuarteles policía.
martes, 9 de marzo de 2010
Temblores líricos
Detrás de los arrumes de escombros que dejan los terremotos viene siempre una lluvia de tintas para contar la tragedia. La aguja de los sismógrafos traza sus picos sobre el rollo blanco y los cronistas siguen el zigzag por las calles intentando un retrato del drama. Las ciudades destruidas y sus habitantes dejan siempre una historia similar. No se puede culpar a los corresponsales de dejar un ripio con palabras repetidas.
Dos crónicas viejas de terremotos se superponen en algunas páginas a las imágenes y las historias que nos han contado luego de los remezones en Chile y Haití. La primera inauguró las publicaciones periódicas en Colombia con un titular escueto: “Aviso del terremoto sucedido en Santa Fé de Bogotá el día 12 de julio de 1785”. Cuatro entregas dieron noticias sobre los destrozos en las iglesias y los edificios públicos, sobre las carencias materiales y los dolores espirituales y sobre las medidas del “zeloso gobierno” de turno. Al comienzo del aviso se hace una referencia inevitable a lo que podríamos llamar la memoria telúrica que deja la experiencia del “espantoso terremoto”: “impresión que sin duda durará mucho tiempo en los corazones piadosos, que se compadecen de las desgracias del próximo, como en los que inmediatamente han sufrido los daños padecidos”.
No faltan las noticias milagrosas en las ruinas de las iglesias: la “muger preñada” que salvó su vida entre los escombros del coro y los hombres piadosos que salieron ilesos “del hueco de un confesionario”. Pero también hay que decir que la virtud católica ayuda pero no es garantía. Otra mujer que hacía ofrendas a la virgen de la salud “fue llevada por la divina providencia para ser trasladada al cielo”.
La ciudad desbaratada y hambrienta no encuentra más oficio que caminar acompañando a sus santos. En el centro, bajando del barrio Egipto y del cerro de Guadalupe venían los religiosos cargando “los abogados especiales de los temblores”, acompañados de numeroso pueblo, cantando el rosario y las letanías. Otros, acaso más materialistas, comenzaban la especulación con los ladrillos, las tejas y las maderas traídas de Faca y Sibaté. Mientras un italiano práctico intentaba apuntalar los edificios importantes los obispos españoles soltaban su “platica exortatoria a la reforma de las costumbres, que es sin duda medio eficaz para contener los amagos de la divina justicia.”
La segunda crónica está a manos de un poeta estremecido en el San Salvador de 1917. Porfirio Barba Jacob estaba en una se sus convalecencias cuando se desató un terremoto acompañado de erupciones volcánicas en la capital centroamericana. “Horror, Horror”, escribe el poeta entre párrafo y párrafo, como una sencilla señal de separación. El ruido hace pensar “en cañones gigantescos o en carros arrastrados por caballos locos sobre la superficie de una ciudad minada por subterráneos próximos a desplomarse…” Luego tenemos las caminadas de los fantasmas por la ciudad, la sed que hace a los hombres exigir agua al maldito cielo, la procesión descreída en medio de las réplicas, las patrullas para “garantizar el orden contra ladrones y pícaros de todo tipo”. Los pobres celando sus ruinas entre el pantano y los ricos velando las propias sobre el hermoso césped del Campo de Marte. Y el poeta no puede olvidar sus vicios: “Nunca he comprendido, como entonces, la dolorosa analogía que hay entre un diamante y una lágrima”.
En la calle todos hablan del Apocalipsis. Morirían a causa de los gases mortales que emanaban de El Jabalí, un volcán joven e inocente que fue culpado del desastre en los primeros días; se abriría la tierra para tragarse a la ciudad; bajarían los ríos de lava para ocultar los desastres y acabar los dolores. Por momentos el poeta parece creer que no hay mejor remedio: “¡Qué los montes se den unos contra otros! ¡Que el aire se encienda y nos consuma como leves pajas entre sus llamas!”
Pasan los días y algunos habitantes se atreven a rayar una ironía contra la naturaleza. “Como si quisiesen vengarse, sonriendo, del volcán negro y de su triste hazaña”. Las carpas improvisadas con sábanas tienen leyendas en sus batientes puertas de entrada: “La Delicias”, “Apaga y vámonos”, “Terribles Meneos”, “Jabalí D’Or”.
martes, 2 de marzo de 2010
Sentencia condenatoria
En los últimos 10 meses escribí dos columnas que intentaban un retrato sumario del ambiente de cuchicheos y declaraciones formales que rodea un proceso penal. Una vista sobre la angustia que preside los pasillos de los palacios de justicia, sobre la aburrición trágica de las barras oyendo el zumbido del expediente. Se acusaba a 9 militares del homicidio agravado de un joven de 25 años en uno de los filos de Medellín, cerca del barrio La Sierra. Las versiones de los hechos saltaban del enfrentamiento armado y abatimiento de un miliciano de las FARC a la ejecución extrajudicial de un vendedor ambulante de varitas de incienso y bolsas de basura.
Hace unas semanas se dictó fallo condenatorio contra los 9 militares. Deberán pagar 26 años de cárcel cada uno como coautores del crimen. La sentencia deja algunas lecciones y algunas esperanzas que buscaré apeñuscar en esta página al lado de un sorbo de intriga policiaca.
En este caso los militares hicieron su trabajo exactamente al revés: se aliaron con una banda de barrio para buscar beneficios mutuos a cambio de la vida de un civil indefenso. Luego de 5 años de proceso se pudo establecer que los militares le habían incautado un fusil a la banda Los Cucas que se dedicaba a extorsiones y robos en el sector de La América. Luego de algunas idas y venidas se llegó a un “pacto de caballeros”: los soldados devolvían el fusil y los pillos les entregaban unos pesos y un “positivo”. Diego Alfonso Ortiz Muñoz, con sus revoloteos de vendedor, sus problemas de drogadicción y su nula pleitesía a los mandones, resultó ser el personaje perfecto para el cruce. Me aventuro a inventar las palabras de Los Cucas para describir a la víctima: “un chichipato que está es pagando”. Lo montaron a un Mazda blanco con engaños, lo entregaron a los soldados y luego de 4 horas que son un misterio y una tortura para la imaginación, el pelao apareció tirado en una zona semirural, con tres tiros propios y una gorra y un changón ajenos.
Una marquilla de Puma desprendida de su camiseta, sin una gota de sangre, recogida por casualidad por un hombre del C.T.I y su linterna, es uno de los hitos del proceso. Sirvió para demostrar un forcejeo previo al homicidio. Y la desproporción del enfrentamiento: 180 disparos de los militares contra tres casquillos del changón. Luego de la prueba de absorción atómica la mano derecha del joven padre de dos hijos no tenían rastros de haber disparado sino restos de Plomo, Bario y Atimonio: los componentes de las varitas aromáticas. La escena mal armada y el rompecabezas chueco de las declaraciones de los soldados terminan por demostrar que el homicidio de un civil con antecedentes de drogadicción y violencia intrafamiliar era algo que no merecía mucha atención. Un teatro apenas mediocre.
La prueba reina la entregó un prestamista gota a gota entre amigo y víctima de Los Cucas. Tres años después del homicidio, cansado de ver las caras de los hijos de Diego Alfonso Ortiz, decidió contarle a la fiscalía lo que sus compinches de turras y negocios le habían dicho una tarde de tienda: “Le entregamos ese hijueputa a los soldados y lo mataron y le pusieron un changón esos hijueputas”.
Solo la suma del valor y la terquedad de algunos logró develar el crimen desmañado de los militares. La familia jugó al detectivismo durante 5 años, la fiscalía fue firme y convincente, la procuraduría vigiló con agallas y los jueces buscaron construir una certeza suficiente. El último día de audiencias la mamá de Diego Alfonso maldice con los labios apretados: “Me mataron a mi muchacho, se lo llevaron pa’ allá arriba y me lo mataron estos hijueputas”. Un insulto a cambio de la indemnización que no quiere cobrarles a los asesinos de su hijo.