Los especialistas en los trabajos de la muerte no se hacen de un día para
otro. No se trata solo de saber usar las armas e intuir las emboscadas. Desde
los primeros días, cuando apenas se reconoce la sensibilidad del gatillo y se
espantan los miedos, es necesario un poco de anestesia natural contra los remordimientos
y los escrúpulos: poco a poco el odio y la paranoia van entregando la
autorización a los verdugos consumados. Ya se han olvidado las primeras
motivaciones para matar; ahora se trata de un oficio simple, del encargo a un
carnicero. Así trabajan los mercenarios, venden su capacidad de mantenerse
vivos mientras matan, enseñan sus técnicas al mejor postor, exhiben un
carácter, hacen ver pequeños a sus enemigos.
Muchos de los señores de nuestras guerras, hombres que apenas llegan a
los cuarenta años, han acumulado sus muertos en bandos diversos. Primero usaron
algunas franquicias importantes y luego, poco a poco, armaron su propio
ejército. Aquí no importan bandos ni brazaletes, en esas luchas largas los
guerreros se confunden, hacen parte de un mismo ejército, de una misma estirpe.
Se disparan entre ellos y si tienen la suerte de sobrevivir se dan la mano en un
trato futuro. Dos de los nombres mencionados hace poco en los principales prontuarios
cuentan bien la confusa historia de las matanzas en Colombia.
Alias Guerrero, que recién entrega sus armas en Trujillo bajo la chapa de
Los Rastrojos –tal vez pronto se convierta en gestor de paz-, entró a la guerra
a los 16 años, usando la cédula de su hermano para incorporarse a la Brigada
XVII del ejército en Urabá. Cuando pillaron su trampa y le quitaron el
uniforme, un compañero de armas lo recomendó para ser guardaespaldas de los
Rodríguez Orejuela. Pero el hombre no estaba hecho para labores defensivas y
buscó refugio en el Bloque Central Bolívar donde se convirtió en un fuerte
peleando en Putumayo y Caquetá. Los Paras se desmovilizaron pero él sabía cuál
era su proyecto productivo y se enroló en la guerra entre Rastrojos y Machos.
Chirrete, un perro tuerto, es su más fiel compañero.
Alias Leo está llamado a ganar el apoyo de los combos en Medellín para la
marca de Los Urabeños. Comenzó en el EPL, en Urabá, luchando bajo la consigna
de una estrella roja. En 1991 una singular desmovilización acercó a algunos
miembros del EPL a la casa Castaño, que les hacía la guerra en Turbo y Apartadó.
Don Berna y Juan de Dios Úsuga hicieron un tránsito parecido, desde la
revolución hasta la lucha antisubversiva, para terminar con un ejército de
narcos y asesinos a sueldo. Y contactos en los altos sótanos.
Son apenas dos historias que completan las de los milicianos del M-19
reunidos en los campamentos de paz de los años ochenta en Medellín, convertidos
meses después en sicarios y dinamiteros del Cartel. O de Don Antonio, Doble Cero y Tolemaida, que pasaron de los
cursos de lanceros y los viajes al Sinaí a manejar los frentes de guerra más
activos de los paracos. Qué decir de
Cuchillo, que pasó por el Ejército, el Cartel de Medellín, trabajando para
Rodríguez Gacha, las Autodefensas y luego, bajo el ala del Loco Barrera, íntimo
de los comandantes guerrilleros en las épocas del Caguán, fue socio de las
Farc. La pólvora, las balas, la coca, los hombres se mezclan entre muertes y
traiciones por el camino de caños y ríos. Las fichas se revuelven solas en esa
bolsa negra de la guerra.