Todos los días se oyen injurias
contra el fardo de los libros que acumula polvo y remordimiento de lectores en
las bibliotecas personales. Ya no es tiempo para los baúles, se dice, y no hace
falta más que una simple ventana electrónica para cargar los recuerdos de tinta
y las deudas a algunas páginas. Es posible que tengan razón y que esas filas
ordenadas no sean más que un fetiche algo presuntuoso. Comprar un libro es
siempre una promesa contra el tiempo, un boleto incierto para buscar un poco de
soledad y silencio. Al comienzo el lomo del nuevo ejemplar brilla sobre los
demás e impone las obligaciones de un primer reconocimiento: se usa el pulgar
para dejar correr el abanico de las páginas, se buscan señales particulares, se
toma un párrafo al azar. Si luego de tres o cuatro semanas no ha recibido
atención constante, se hace necesario buscarle un lugar en el catálogo general.
Allí comenzará a ser una seña acostumbrada y una posibilidad que es a la vez
consuelo y resignación: “aún no lo leo pero lo tengo a la mano”.
Poco a poco una buena
parte de la biblioteca personal se convierte en una promesa incumplida. Pero los
libros evitan los reproches y el radio, los periódicos, el twitter y la
televisión se encargan de acrecentar su timidez. Llega el momento en que la
biblioteca entrega un espectáculo tan
triste como la pecera mohosa que sobrevive junto a la puerta. Hasta que viene
la pequeña conmoción que obliga a tirar al suelo el peso de las estanterías.
Entonces lo que era un orden sobre el que ya parecía estar todo saldado se
convierte en un reguero de memorias, olvidos, subrayados, papeles sueltos,
dedicatorias, poemas premonitorios y apostillas a la realidad. Ahora se
entiende la importancia de esa carga absurda de papel. Es necesario mover esos
tomos, pasarles un trapo, someterlos a una nueva clasificación que implica
ascensos y ofensas. Solo si un bendito tapete mugroso que debe ir al basurero
nos obliga a moverlos, podremos renovar nuestra curiosidad y nuestra oración de
lectores. Una carga que nos alienta.
En medio del afortunado
siniestro la tinta de los periódicos se cambia por el polvo que cubre los dedos
y anuncia las novedades. No queda más que maldecir el mundo que nos ha obligado
a bucear en los contratos de basura de la administración Petro para olvidar El
Nuevo Mundo que aparece en las cartas de Americo Vespucio. Y desechar las
diatribas de prensa contra Stalin, ahora que se cumplen 60 años de su muerte,
para leer Koba el Temible de Martin Amis, y ver cómo se perseguía a los hambrientos
por guardar un trozo de pan detrás de los tréboles que harían de ensalada. También
se puede evitar pensar en las visitas de Roy Barreras a Cuba y leer las
opiniones de Enrique Santos en 1985 acerca de las Farc y su sincero compromiso
con la “actividad política con todas las de la ley”. Y oír con algo de sorna a Maduro
en su discurso de enterrador cuando asegura que el imperio ha atacado la salud
del comandante, luego de hojear El Chavismo al banquillo de Teodoro Petkoff y descubrir
que el anti imperialismo es un discurso reciente en las arengas de Hugo Rafael,
dictado por Fidel cuando Bush se empantanó en Irak.
Antes de que pase un año tiraré
todo al suelo de nuevo para intentar otro orden. Y sacudirme de la maldita
actualidad que apolilla los libros y la conciencia, que adormece mientras
creemos estar alertas.
Descripción muy acertada de nuestros acercamientos y lejanías con los libros. La última oración me hizo poner un pause en las noticias y hojear nuevamente un libro que me espera hace ya más de 1año.
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