Conozco desde hace más o menos quince años los ires y venires de una de las llamadas ollas en la ciudad de Medellín. No digo que sepa cómo funciona por dentro la maquinita de jíbaros de esquina y su recua de pillos alardosos que sirven como grupo de amenaza y protección, pero al menos tengo idea de los movimientos que se ven a simple vista y de la reseña permanente por la vía del rumor. El sitio no es ningún antro en los extramuros de la ciudad, queda al frente de la Academia Antioqueña de Historia y a unas cuadras del Centro Colombo Americano, en el cruce de dos vías principales en el centro. Un busto de Manuel del Socorro Rodríguez ha hecho que se conozca como el Parque del periodista. Para vergüenza de algunos y sorna de otros.
Hace unas semanas el Presidente Santos dio la orden de acabar con veinticuatro ollas reconocidas en las principales ciudades del país. Se atrevió además a entregar un plazo perentorio: en sesenta días deberían estar desmanteladas. Los comandantes de policía no saben si reír o llorar, y el consejero para la seguridad ciudadana tiembla mirando el calendario y el bochorno que se avecina.
A finales de los noventa la olla del Periodista era solo una plaza menor. Bastaban cinco personas para dominar el negocio y solo uno de ellos marcaba el protagonismo con sus muecas y su aire de reyezuelo enfierrado. Un día las cosas pasaron a mayores y los dueños fueron desbancados a plomo. El líder del pequeño grupo todavía guarda en su cuerpo varios recuerdos de esa toma hostil. Ahora, gracias a su antigüedad, se le permite trabajar frelance vendiendo sus cosas y sus cozos. Sirve además como consultor de la plaza cuando los nuevos dueños, demasiado impetuosos, se sobrepasan en su monopolio como fuerza de ventas. “No calienten el parche, dejen esa vuelta así, sin peleas, sin visajes”, es el mantra de su experiencia como curtido expendedor.
La plaza tiene rotación en su administración más o menos cada año. La última vez el cambio en la composición accionaria se dio por medio de un comando que llegó armado de bates y fierros, y sacó corriendo a la líder del grupo. Una mujer que se mostraba implacable con la competencia, con los clientes desobedientes y con algunos “indeseables” de la zona. Durante su reinado los jíbaros no esperaban a ser llamados con un guiño sino que acosaban a cualquier transeúnte como si fueran vendedores de playa en Semana Santa. En sus manos quedaban los arreglos por el rayón de una moto o la pelea entre dos borrachos. Digamos que a su actividad principal se sumaban sus dotes como conciliadora en equidad.
Pero toda situación, por mala que esté, es susceptible de empeorar. Los nuevos amos han incorporado nuevas tecnologías: ahora tienen un perro que acosa de oficio o por instigación a todo el que no les gusta. Y la última vez que intervinieron para separar una pelea de mujeres, utilizando cuchillo para facilitar el triunfo de una de las pugilistas, demostraron ser mayoría en el Parque. Ante la intervención comedida de un pato, saltaron hombres desde todas las esquinas: unos con pinta de pillos, otros de clientes, otros de jipis, otros de dueños de negocios, de vendedores ambulantes. A esa hora el Parque tenía más jíbaros que potenciales compradores.
Mientras tanto, la policía hace una pantomima cada dos o tres meses. Los jíbaros son los primeros en enterarse. Ese día no llegan. Y los agentes cumplen la cuota al montar a cinco o seis consumidores hasta la jaula rodante. Nadie que haya visitado el Parque durante dos meses desconoce los protagonistas y la lógica del negocio. Jíbaros y policías son solo la válvula de esas ollas inevitables.