Ninguno fuma. Fumaron, en otros tiempos, antes de que las cajetillas
mostraran la imagen de un cáncer de garganta. Todos sienten una especie de reproche
por sus cuidados a las hojas de un arbusto repudiado. Hojas que en realidad son
flores, anchas, pegajosas, elásticas, que no pueden ser picadas por los
insectos y deben conservarse como un pergamino intacto para que sean valiosas. Las
sencillas flores rosadas del tabaco aparecen como una simple anécdota: las hojas
son la cosecha para ir armando las sartas verdes y ocres que adornan el caney. Aquí
no hay bultos ni arrumes. Son agricultores finos, dedicados a cultivar y a
madurar su tabaco, campesinos y artesanos al mismo tiempo. Durante un mes,
luego de la cosecha, deberán velar sus hojas con el calor de canecas humeantes en
las noches frías; templar las cuerdas del caney cada semana, levantar las hojas
maduras, tender las nuevas sartas en lo más bajo, como si lidiaran con un
pequeño velero. Al final, entregan sus hojas separadas por grupos según la
calidad, apiladas en cajas u ordenadas en círculos como tambores.
Miguel José Mantilla vive muy cerca de Girón, donde todos los miércoles se
abre la bodega para la compra del tabaco. La mayor parte del producto va para
Cúcuta y los fabriquines de Piedecuesta donde todavía se tuercen y se enrollan
chicotes y tabacos finos. Su bigote y su risa tímida me hacen pensar en un
candidato perfecto para un nuevo Juan Valdez. Pero el humo de los cigarrillos
no se presta para juegos pintorescos. Miguel me dice que hace quince años no se
veía más que tabaco en la región: “pero comenzó a pagarse mal y dejó de ser
rentable”. Él mismo dejó de sembrarlo durante diez años, cuando aparecieron el melón,
los cítricos, la papaya y el maracuyá. “Este ha salido muy bueno porque la
tierra está descansada”, me dice, mientras señala sus cerca de cinco mil matas
de tabaco. “Ahí donde está había mandarina. El tabaco daña mucho la tierra,
necesita mucho abono y fumigación”. Solo un 20 por ciento de los ingresos de su
parcela vienen del tabaco; casi podría decirse que lo siembra por una especie
de nostalgia por la agricultura con la que creció.
Tres clases de hojas salen de cada cosecha: la capa, la más grande y sana,
que será la piel de los tabacos finos; el capote, hoja de menor valía, para
envolver los chicotes y el interior de los puros de caja; y la picadura, el
simple relleno que debe entregar su humo escondido a los ojos del fumador. Miguel
puede cobrar hasta 185.000 por una arroba de capa bien presentada. Desde su
casa se oye el viento entre las hojas anchas del tabacal. La cocina, un cuarto exterior a la casa, tiene
vista a las promesas del caney y el gran caracolí que da sombra al sembrado. A
solo diez minutos hay un barrio gris con casas de adobe recién levantadas. Uribe
lo montó para los damnificados de uno de tantos inviernos. Parece destruido
pero la gente apenas se está asentando. Rejas, ventas de minutos, papelerías
anunciadas con cartulina y polvo son parte del panorama. Al comparar la casa
del campesino con las de los vecinos del barrio resulta extraño que los hijos
de Miguel piensen más en la construcción y en las motos que en la agricultura. La
ciudad tiende sus trampas así sean deslucidas.
Gustavo Morales también vende sus hojas por fuera del mercado de las
grandes compañías tabacaleras. Las empresas de cigarrillos ayudan con algo de
financiación pero al final pagan todo como simple picadura; no les interesa la
calidad de la hoja y fijan de antemano el precio de las dos cosechas que
compran cada año. A diferencia de Miguel, Gustavo es arrendatario en su
parcela. “Aquí toca metérsele al tabaco. El cítrico que hay sembrado es de la
dueña de la tierra, yo lo trabajo, pero el cultivo propio son mis 18.000
maticas de esto”. Vive un poco más lejos del casco urbano de Girón y dice sin
voz baja que sus hojas seguramente pasarán por debajo hasta Venezuela.
Más de la mitad de la finca está sembrada con tabaco y su cosecha la
cuida un perro recogido hace unas semanas y amarrado al caney. Gustavo y su
familia probaron un tiempo la vida de pueblo en Piedecuesta hasta que una
oferta los llevó de nuevo al campo. La decisión fue celebrada por uno de sus
hijos que peleó con el colegió y buscó refugió en la siembra de tabaco: “a los
jóvenes casi no les gusta trabajar en esto…Encontrar gente que sepa de esto es
difícil, hay que buscar es a los abuelos”. Le pregunto cómo empezó y me dice que
está viendo sembrar tabaco desde que estaba “entre las costillas”.
Cuando la hoja ha madurado y está arrugada en lo alto del caney, llega el
momento de la alisada. Por lo general las mujeres se encargan de esa labor de
selección y disposición final. Aplanchan las hojas una a una con la mano para
entregarlas al trabajo de armado en los fabriquines. Al terminar sus manos
terminan curtidas por un “sarro” pegajoso que se convierte en un compañero
inolvidable: “ese pegote huele como a pecueca y uno mismo se pregunta: ‘¿no
joda pero qué olor tengo?’”. Gustavo todavía logra que su hija haga el trabajo
de alisar, pero sabe que por el pago que le ofrece no durará mucho en ese
oficio y le tocará buscar a las abuelas.
En últimas se muestra orgulloso de lo que hace. Sabe que su trabajo como
tabacalero independiente es una rareza, intuye que lo suyo es el oficio de unos
pocos agricultores que heredaron memoria y terquedad. “Este es un tema de
cuidado”, me dice mientras explica que es mejor regar por debajo que mojar la
hoja, porque eso le lava el aroma. “Es que cualquiera cuida un limón, para eso
está la cáscara, pero no cualquiera cuida una hoja”.
A medida que nos alejamos de Girón bajan los precios que los cultivadores
reciben por su tabaco y aumentan las dificultades. Buena parte de nuestra
pequeña agricultura está ligada a la economía de subsistencia, pero el tabaco
tiene la desventaja de un estigma que impide pedir al gobierno algún tipo de
ayuda técnica y económica. El único consejo que les han dado en años se resume
en tres palabras: “arranquen todo eso”. Aníbal Cadena me recibe con una especie
de espada bajo el brazo. Está picando el tabaco apañado -cortado- en los
últimos dos días. La espada es en realidad una aguja gigante para ensartar las
hojas recién cortadas y colgarlas en el caney. Es ágil con la mano y la palabra,
como corresponde a uno de los fundadores de la asociación de cultivadores de
tabaco de su municipio. Lo acompaña su colega y amigo Ángel Custodio Guevara,
uno de los 307 campesinos que hacen parte de la asociación en Piedecuesta. “Aquí
en el pueblo el 80 por ciento de la economía es tabaco, todo el mundo trabaja
en esto. Usted pa trabajar con el tabaco no necesita estudio ni libreta ni
decir cuántos años tiene… Esto sirve para lo que sirve el trabajo en el campo:
para criar familias sanas”. Aníbal solo siembra tabaco, dice que una vez le dio
por el tomate pero eso resultó muy “aventuroso”: “el tabaco hace la vida más
hermosa, se puede quedar hasta ocho días sin agua”. Una vieja vocación acompaña
el trabajo fluido de esos dos hombres. Dicen casi en coro que aprendieron a
caminar detrás de las matas de tabaco, “recogiendo hojitas entre los
sembrados”, en la época en la que el humo de los chicotes era bueno para todo.
Esperan recibir 130.000 por cada arroba de capa, y saben que sin importar el precio
vivirán el resto de sus vidas cuidando las hojas de siempre.
Mientras Aníbal y Ángel Custodio conversan y pican el tabaco bajo un
caney, Elvia Ramírez, una señora que ronda los 80 años, alisa algunas hojas ya
maduras en un cuarto cercano. Las hojas arrugadas que parecen orugas gigantes
se convierten en pellejos lisos sobre sus muslos, en uno está la capa y en el
otro el capote. “Esto lo hace cualquiera, lo difícil es la selección. Hacía
como tres años que no alisaba, pero es que yo no me puedo estar del balde, se
me hace el día eterno”. Viéndola sola en ese cuarto, alumbrada apenas por un
bombillo, concentrada en sus hojas, con las manos negras por la hiel del tabaco,
pensé en el alfarero de La caverna de
Saramago. Me dice que fumó cuando estaba pequeña, pero empezaron a asustarla con
enfermedades y lo dejó. Está orgullosa de los chicotes de Piedecuesta: “en
otras partes nos podrán ganar por tamaño, pero el de aquí quema blanquito, y
quema parejo, derecho”, dice, mientras celebra la grasa en sus manos porque es la
que le da la combustión a los tabacos.
Desde los despeñaderos que conducen a la vereda El Regadero, en el
municipio de Los Santos, se pueden ver los parches verdes de los pequeños
tabacales entre la tierra roja y los pozos de agua que parecen el volcán
particular de cada parcela. Rodolfo Pedraza está feliz por el aguacero que el
día anterior alivió sus ocho mil matas de tabaco: “Aquí no hay agua, esto es a
la voluntad de Dios”, dice y asegura que su tabaco ha resistido hasta tres
semanas sin riego. Vive con su padre de 95 años y dos hermanos. No hay hijos en
esa casa pequeña con un corredor de tierra sembrado de limones y papayos que
separa las habitaciones de la cocina. Su padre y su abuelo sembraron tabaco
para las grandes compañías; Rodolfo siembra y vende por su cuenta. Hace 25 años
vendió su tierra, aunque se quedó viviendo y sembrando en ella: “le entrego una
cuarta parte de lo que sale a la dueña. Esto no da nada, hay veces que toca
venderlo muy barato, pero qué hago con él, no me lo puedo comer”. Ha llegado a
vender la arroba de capa a 80.000 pesos. Hace unos años vinieron de la
gobernación, le sacaron cuentas a su sembrado y todos los saldos dieron en
rojo: “pero yo qué más voy a sembrar, igual no hay agua”.
Rodolfo vive prisionero de una tierra y una manufactura que se resiste a
desaparecer. Ir desde su finca hasta el casco urbano del municipio puede tomarle
cerca de una hora en carro. En la Mesa de los Santos, que sirve de mirador
sobre su parcela, hay una ebullición de turismo y fincas de recreo. Abajo,
sobre esas tierras calcáreas, el tiempo corre mucho más lento. Terreno apto
para las fábulas y los amos. La memoria de su padre y su abuelo también son
también una especie de condena para Rodolfo y sus hermanos. Al salir de su
finca nos topamos con una fiesta de matrimonio en una vereda cercana donde
matarán 35 chivos para los invitados. La escena sería perfecta para las
quijotescas bodas de Camacho: animales colgados de los árboles, “seis tinajas”
sobre el fuego, “cocineros limpios, contentos y diligentes”, los quesos como
“ladrillos enrejados…”.
Rodolfo nunca logró entender bien qué hacíamos allá preguntando por sus
esfuerzos. Para él es solo sembrar, rogar por el agua, regar un poco, apañar,
picar, alisar y vender. A falta de hijos, contrata dos ayudantes para su
cosecha: “este cultivo es de los que más sacrificio necesitan, y no se saca
nada. Pero toca tenerle cariño, es lo que le da a uno la papa, así sea lo del
diario no más”.
En Piedecuesta las pequeñas casa tabaqueras muestran sus avisos de cien años
y sus máquinas alemanas de mediados del siglo pasado siguen girando. Una
calculadora manda sobre el escritorio de la secretaria y los torcedores usan
sus manos con una agilidad aprendida desde niños. Desde los techos las palomas
miran con los mismos ojos el trabajo que se ha repetido por más de un siglo. La
inercia y la tradición siguen moviendo a los agricultores y los artesanos.