Los periodistas y los curiosos de ocasión se detienen frente a la puerta coronada
por el número 401. La chapa está rota y la madera del marco astillada. Los
flashes revientan contra la puerta entreabierta y maltrecha. Los fotógrafos
registran el detalle como si fueran peritos de la policía judicial. Tal vez alguno
haya guardado un pedazo de madera como reliquia. Pasan 10 segundos y nadie se
atreve a entrar, están bajo un umbral imposible, frente a la entrada a una gruta
magnífica y tenebrosa: la última guarida de El Chapo Guzmán. “Entre, entre…”,
dice la voz ansiosa de una mujer a quien otra voz femenina responde con un
nuevo desafío: “a ver…abre tu y te seguimos…” Todavía pasan algunos segundos para
que alguien se atreva a abrir la Caja de Pandora. Al entrar encuentran un
desorden de cremas y ropa sucia en los cuartos, una silla de ruedas en el
corredor, pepinos, bananos y granadillas en la cocina. Quien graba no puede
detenerse en los detalles, brinca de un lado a otro, todo lo insignificante le
parece revelador.
Es imposible evitar una sonrisa compasiva al ver pasmo general ante el
ripio de las rutinas y el brillo de la superstición que dejó El Chapo Guzmán:
la maravilla de sus bañeras que daban paso de las burbujas a las cañerías, las
declaraciones de sus cazadores fracasados sobre sus vínculos con el presidente,
las canciones a su rancho en la Tuna. Hace más de veinte años estábamos mirando
con el mismo asombro el mobiliario y las leyendas de Pablo Escobar bajo el
desastre de tejas donde cayó. Hemos pasado de los mitos a la colección de
mafiosos olvidables luego de la última extravagancia. Hombres como Fritanga que
pueden convertir su captura en una comedia. ¿Quién recuerda ya que El Loco
Barrera le regateaba unos pesos a su proxeneta de confianza poco antes de ser
capturado? ¿O que Sebastián tenía en su finca de El Totumo 24 relojes y 24
fusiles como cábala o simple coincidencia?
Han pasado cuatro años desde que Julio Scherer, fundador de la revista
Proceso, visitó a El mayo Zambada en uno de sus refugios en el monte. El hombre
hablaba como un chamán mientras Scherer miraba asombrado: “El monte es mi casa,
mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es
buena, el cielo no… A veces el cielo niega la lluvia.” A pesar de los muertos, los
cambios de gobierno, el primer cumpleaños de las autodefensas nada ha cambiado
en México respecto a sus narcos míticos. Todavía un aire de irrealidad rodea a
los capos. El Mayo Zambada lleva 44 años en el negocio y no conoce la cárcel.
Es el gran compadre de El Chapo y en esa ocasión confesó que vivía con miedo. Le
reprochó a Scherer la historia del matrimonio de El Chapo con la joven reina
del fríjol y la guayaba. Proceso reseñó la fiesta, con 7 avionetas para músicos
e invitados especiales y un ejército que llegó en 200 motos para cercar el
pueblo. “Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él
se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado”, le dijo mientras
almorzaban. También le dijo que eso de Forbes y los mil millones de dólares
eran tonterías.
Las palabras sencillas de Zambada solo lograron hacer crecer su figura. El
mismo Scherer le recomendó una gorra para la foto en vez de un hermoso sombrero
blanco que le restaba personalidad. Y le repitió una frase ya vieja, “en cuanto
a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por
ahí.” Ya se prepara una serie sobre El Chapo Guzmán, la escribe un exnarco
colombiano, Andrés López, es lo que llaman la división del trabajo.