martes, 25 de febrero de 2014

Fantasía corrida









Los periodistas y los curiosos de ocasión se detienen frente a la puerta coronada por el número 401. La chapa está rota y la madera del marco astillada. Los flashes revientan contra la puerta entreabierta y maltrecha. Los fotógrafos registran el detalle como si fueran peritos de la policía judicial. Tal vez alguno haya guardado un pedazo de madera como reliquia. Pasan 10 segundos y nadie se atreve a entrar, están bajo un umbral imposible, frente a la entrada a una gruta magnífica y tenebrosa: la última guarida de El Chapo Guzmán. “Entre, entre…”, dice la voz ansiosa de una mujer a quien otra voz femenina responde con un nuevo desafío: “a ver…abre tu y te seguimos…” Todavía pasan algunos segundos para que alguien se atreva a abrir la Caja de Pandora. Al entrar encuentran un desorden de cremas y ropa sucia en los cuartos, una silla de ruedas en el corredor, pepinos, bananos y granadillas en la cocina. Quien graba no puede detenerse en los detalles, brinca de un lado a otro, todo lo insignificante le parece revelador.
Es imposible evitar una sonrisa compasiva al ver pasmo general ante el ripio de las rutinas y el brillo de la superstición que dejó El Chapo Guzmán: la maravilla de sus bañeras que daban paso de las burbujas a las cañerías, las declaraciones de sus cazadores fracasados sobre sus vínculos con el presidente, las canciones a su rancho en la Tuna. Hace más de veinte años estábamos mirando con el mismo asombro el mobiliario y las leyendas de Pablo Escobar bajo el desastre de tejas donde cayó. Hemos pasado de los mitos a la colección de mafiosos olvidables luego de la última extravagancia. Hombres como Fritanga que pueden convertir su captura en una comedia. ¿Quién recuerda ya que El Loco Barrera le regateaba unos pesos a su proxeneta de confianza poco antes de ser capturado? ¿O que Sebastián tenía en su finca de El Totumo 24 relojes y 24 fusiles como cábala o simple coincidencia?
Han pasado cuatro años desde que Julio Scherer, fundador de la revista Proceso, visitó a El mayo Zambada en uno de sus refugios en el monte. El hombre hablaba como un chamán mientras Scherer miraba asombrado: “El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no… A veces el cielo niega la lluvia.” A pesar de los muertos, los cambios de gobierno, el primer cumpleaños de las autodefensas nada ha cambiado en México respecto a sus narcos míticos. Todavía un aire de irrealidad rodea a los capos. El Mayo Zambada lleva 44 años en el negocio y no conoce la cárcel. Es el gran compadre de El Chapo y en esa ocasión confesó que vivía con miedo. Le reprochó a Scherer la historia del matrimonio de El Chapo con la joven reina del fríjol y la guayaba. Proceso reseñó la fiesta, con 7 avionetas para músicos e invitados especiales y un ejército que llegó en 200 motos para cercar el pueblo. “Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado”, le dijo mientras almorzaban. También le dijo que eso de Forbes y los mil millones de dólares eran tonterías.
Las palabras sencillas de Zambada solo lograron hacer crecer su figura. El mismo Scherer le recomendó una gorra para la foto en vez de un hermoso sombrero blanco que le restaba personalidad. Y le repitió una frase ya vieja, “en cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.” Ya se prepara una serie sobre El Chapo Guzmán, la escribe un exnarco colombiano, Andrés López, es lo que llaman la división del trabajo.



martes, 18 de febrero de 2014

Estado en su sitio







En tiempos de Samper los militares ganaron un gran poder de negociación frente a un gobierno tambaleante. Los oficiales retirados pedían la salida del presidente y los uniformados activos sabían que para asustar al ejecutivo no eran necesarios los sables. Bastaban las botas. Samper les entregó las zonas de orden público a cambio de una baranda para sostenerse y soportó una pequeña rebelión al intentar un despeje del municipio de La Uribe para una posible negociación con las Farc. El general Harold Bedoya le pidió entregar esa orden por escrito y acompañó su exigencia hablando del menoscabo a la disciplina, el honor y la confianza en las jerarquías. Después vino el general Manuel José Bonnet y la lealtad al presidente acompañó a las grandes debacles militares: Las Delicias, El Billar, Patascoy, Miraflores. En medio de las negociaciones y la tensión entre Samper y los militares, el poder civil perdió legitimidad y los uniformados perdieron grandes batallas contra las Farc y los paramilitares.
A la llegada de Pastrana la realidad de la guerra, tasada en militares secuestrados y amenaza de las Farc en las goteras de algunas capitales, hizo que la negociación fuera inevitable. El ejército reconoció el mal momento y en relativo silencio se sumó a la expectativa nacional por lo que pasaría en el Caguán. Pero la tranquila obediencia duró poco y en 1999 llegó la notificación para un gobierno que creía que era posible convencer a Manuel Marulanda con medallitas bendecidas por el Papa. Cerca de 20 generales y 200 coroneles amenazaron con renunciar si no había reglas claras en el despeje y protección frente a los procesos penales contra más de 600 militares. El ministro Lloreda se fue como un mártir civil que protegió a los soldados de un gobierno que le contestaba más fácil a ‘Jojoy’ que al general Mora Rangel, y que estaba ocupado en comprar los primeros pertrechos para la guerra que se venía.
Llegó Uribe y los militares se convirtieron en un símbolo de los atropellos de la guerrilla y en el baluarte político de un gobierno con derecho a matar. La opinión pública había pasado del embeleso de la paz al arrebato de la guerra. Los soldados que en tiempos en el gobierno Samper apenas llegaban a los 125.000, ya filados para la mano fuerte sumaban cerca de 500.000. Una simbiosis de estilo y objetivos hizo que por momentos no se viera mucha diferencia entre los salones presidenciales y los cuarteles militares. Esa mutua confianza, esa entrega incondicional nos llevó a la peor matanza de civiles de la que se tenga memoria en el país. Los incentivos por sangre trajeron los ‘falsos positivos’ y un loco como José Miguel Narváez pudo llegar a la subdirección del DAS.
Santos llegó a la presidencia desde el ministerio de defensa y pagó su parte con la reforma al fuero militar. Una moneda necesaria para poder emprender sin mucho ruido las negociaciones en La Habana. Pero ahora sabemos que los militares se condenan pero no se castigan. Y que han logrado formar una especie de casta rodeada por las historias de héroes y alejada de los controles penales y disciplinarios. Una porción del Estado que se maneja en sigilo y hace pensar en la combinación entre soles y carteles. Parece que la única forma de mirar los cuarteles es detrás de la reja, empinados en posición de firmes.


martes, 11 de febrero de 2014

Esquivar la guerra







El Valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE) en el Perú se ha convertido en la mayor despensa cocalera del mundo. En el territorio de cuatro departamentos, límites entre la sierra y la selva, se producen 200 toneladas de coca cada año. Según los últimos estudios Colombia produce cerca de 300 toneladas por año y en los lugares donde se concentran cultivos y cocinas se multiplica la presencia de guerrillas, bandas armadas y, por supuesto, violencia: Tumaco, El Tambo, Barbacoas, Tibú, Puerto Asis.
Pilotos bolivianos y paraguayos son los encargados de sacar la pasta de coca que producen cerca de 200 laboratorios en el borde de la selva y las montañas de Junín, Cusco, Ayacucho y Huancavelica. La coca viaja al sur, hasta Bolivia, donde pasa el último cedazo para convertirse en cocaína e iniciar el viaje hacia Norte América y Europa. El VRAE, además de mafias y campesinos de tradición cocalera, tiene un reducto de Sendero Luminoso que se mueve entre la decadencia revolucionaria y la bonanza del narcotráfico. El ejército apenas se atreve a mirar desde los helicópteros y los planes especiales para la zona han fracasado. La Impotencia sobre cómo manejar la pobreza rural, los reductos terroristas y el narcotráfico llevó a que un vicepresidente peruano, Luis Giampietri, soltara una solución desesperada en el 2009: “Escuchen bien lo que voy a decir, posiblemente sea una barbaridad, hay que declarar el VRAE en una zona de combate ¿Qué hacen civiles metidos allí que estorban, que dificultan el trabajo y dan pie a que después las ONG"s denuncien a los oficiales de violación a los derechos humanos?” Nadie atendió los delirios de Giampietri.
La gran pregunta -mirando desde Colombia el enclave geográfico que hizo posible que pasáramos al segundo puesto en la producción mundial de coca- es por qué Perú logró sostener una tasa de 8 homicidios por cada 100.000 habitantes mientras se convertía en un gran protagonista del narcotráfico. Y por qué el VRAE a pesar de sus problemas de violencia no se podría comparar con nuestros territorios de guerra en el Pacífico, el Bajo Cauca, el Catatumbo o el Caquetá. Un dato deja clara la intensidad de las desgracias: en los últimos seis años han muerto 90 policías y soldados en la gran zona de producción de coca del Perú. Una cifra menor para nuestros partes militares donde las bajas de cada ataque se cuentan por decenas.
Las respuestas pueden ser variadas. Se podría decir que el VRAE es apenas un primer eslabón de la cadena de la coca donde la acción mafiosa se concentra en la compra del producto a los campesinos. Las purgas se concentran en Colombia y México donde están los dueños de las rutas internacionales y las fortunas. Mejor dicho, Perú se dedica al cultivo y la primera exportación mientras deja a otros las grandes ganancias y las cruentas disputas. Pero también puede ser que el Estado peruano haya dejado pasar, por incapacidad, temor o conveniencia, el tema de la coca. Una parte de la siembra es legal según la legislación peruana. Solo una base militar en la región se dedica al narcotráfico mientras desde 29 bases persiguen a los hermanos Quispe Palomino, líderes senderistas en la zona. La erradicación ha sido una amenaza más que una realidad y el mismo Estado tiene oficinas para la compra legal de la hoja para usos tradicionales. Esa lucha de baja intensidad tal vez ha conducido a una violencia menor a la usual en nuestras zonas de cultivo y procesamiento. Ahora el gobierno habla de erradicación y hasta los alcaldes del VRAE dicen que la gente tiene armas y defenderá sus matas. Ya sabemos lo significa la guerra a muerte. Tal vez baje un poco la producción, pero crecerán la violencia y las acciones de los senderistas como defensores campesinos.






martes, 4 de febrero de 2014

Entre caciques





En el Estado todos los caminos son inescrutables. Cuando se abren las oficinas públicas y los ciudadanos llegan a las ventanillas, cuando circulan las circulares, cuando se persigue un sello y una firma como si fuera la única salvación todo puede tomar caminos inesperados e indeseados. Las leyes se tuercen, las sentencias se bifurcan, las buenas intenciones se convierten en pasto para profesionales de la oportunidad, los incentivos públicos terminan en círculos viciosos. Es solo cuestión de trámite, y de tiempo.
Es imposible negar las bondades del reconocimiento que la Constitución del 91 les dio a los pueblos indígenas. Se trataba de hacerlos ciudadanos y de un merecido desagravio democrático luego de ser tratados, en el papel y en la realidad, como salvajes que debían ser reducidos “a la vida civilizada”. El reconocimiento de los resguardos indígenas era una obligación para lograr que la protección constitucional tuviera linderos y derechos ciertos. La experiencia del siglo XIX mostró que el simple título acompañado de la posibilidad de vender los resguardos convirtió muy pronto a los indígenas en peones.
En 1993 los resguardos lograron una participación en el presupuesto nacional, lo que les dio autonomía frente a las autoridades municipales y puso un señuelo para los cazadores de rentas. Luego, en 1997 la Corte Constitucional le dio contenido a un convenio de la OIT firmado por Colombia en 1989 y puso las condiciones para la consulta previa a la realización de obras, la expedición de leyes y la explotación de recursos naturales que pudieran afectar sus territorios y su cultura. Ya había un fortín con reconocimiento social, recursos propios y posibilidad de levantar talanqueras jurídicas. El sueño de los políticos de pueblo y los intrigantes titulados y sin penacho.
De modo que los resguardos y los indígenas comenzaron a multiplicarse. Los ecos de la Pacha Mama se juntaron con las promesas de un poderoso dios con acciones en las oficinas públicas. Es cierto que el proceso de reconocimiento y las metodologías de los censos llevaron a muchos a identificarse o reconocer un origen olvidado o vergonzante. Pero también es cierto que abundan los actores con la mochila recién comprada. Entre 1993 y 2005 los resguardos indígenas crecieron cerca de un 120% en Colombia. Los últimos datos hablan de 796 resguardos reconocidos legalmente. De modo que durante los últimos 20 años se crearon en promedio 25 cada año. El Incoder y el Ministerio del Interior se han turnado la responsabilidad de esos reconocimientos. Según el Dane, entre los últimos dos censos la población colombiana tuvo un crecimiento de 18.8 personas por cada mil, mientras la población indígena creció 80.2 por cada mil. Cada vez es más frecuente que campesinos y colonos decidan convertir sus Juntas de Acción Comunal en resguardos indígenas. Ser indio paga, parece ser la consigna de muchos.
Nadie se extraña entonces que con la llegada de la primera volqueta para construir el tramo 3 de la Ruta del Sol hayan aparecido, por artes chamánicas, 13 capitanes representando a sus comunidades. Los “indígenas” se han vuelto expertos en resoluciones, papeleos, votos, vetos y cálculos políticos. Tiene poder hasta para decidir el mantenimiento de una vía entre San Antero y María La Baja. Cambian becas por permisos y van de tú a tú con los caciques de Planeta Rica, por decir algo.