La nueva “epidemia” de
drogas en Estados Unidos llega con la firma de los médicos y el resplandor de
las farmacias. Las ollas oscuras del crack son una alucinación del pasado. Ahora,
los muertos por sobredosis aparecen en sus camionetas recién tanqueadas o en
sus casas de los barrios en las afueras de las ciudades en el noreste, el medio
oeste, en los estados del sur. Ahora los políticos hablan de prevención y la
sociedad ha pasado del repudio y el temor a la compasión. “Esta crisis quita
vidas. Destruye familias. Destroza comunidades por todo el país”, dijo hace
poco menos de un año el presidente Barack Obama al referirse a las muertes por
sobredosis de opiáceos recetados y heroína. Los dolores crónicos, la ligereza de
los médicos, la ambición de las farmacéuticas, la angustia existencial de los
jóvenes, el tedio de los barrios podados y los centros comerciales han llevado a
confundir el consumo de pepas con la ingesta de golosinas.
Cada año se pueden prescribir
260 millones de fórmulas médicas de opioides en los Estados Unidos. El 45% de
los adictos a la heroína también consumen analgésicos opioides recetados por su
médico de confianza. Según el Centro para la Prevención y Control de
Enfermedades (CDC), desde el año 2000 la tasa de muertes por sobredosis
relacionadas con opioides se ha duplicado. Cada día mueren 78 norteamericanos
por sobredosis de opiáceos, sean empacados en la caja de los analgésicos o administrados
en la jeringa encubierta de la heroína. Igual el cerebro no hace las
distinciones que hacen la DEA, los jueces o los moralistas de turno. Hombres
blancos, no hispanos, entre 25 y 44 años son las víctimas más frecuentes.
Los últimos videos de
padres drogados, inconscientes en sus carros, mientras los hijos intentan
soltarse el cinturón en la silla de atrás, se han convertido en una escena nueva
de la pesadilla de los adictos en Estados Unidos. Esas historias que hoy asombran
a los políticos, los periódicos y las redes sociales tienen un precedente con
semejanzas muy claras en la historia de Europa a comienzos del siglo XIX. El
opio se había convertido en un arma eficaz para desafiar a la burguesía,
alentar el espíritu, curar las frustraciones de las mujeres encerradas y tratar
todo tipo de dolencias. Los médicos habían encontrado un comodín infalible, tal
vez no curaran definitivamente a sus pacientes pero estos los seguían visitando
con devoción. Berlioz, De Quincey y toda una generación de artistas y
diletantes utilizaban el opio para sus introspecciones y sus paseos
fantasmagóricos por la ciudad; pero también estaban los pacientes adictos,
fuesen poetas, mujeres histéricas o niños. Samuel Taylor Coleridgde, por
ejemplo, comenzó tratando su rodillas hinchadas y su digestión rebelde: “por
medio de un malhadado curandero (…) y a resultas de esa perniciosa forma de
ignorancia que es el conocimiento a medias de los médicos, fui inducido a
consumir narcóticos, no en secreto sino abiertamente y con el entusiasmo de
quien ha encontrado una gran panacea…” El láudano era tan corriente que se
administraba en gotas, compresas y se recetaba a las esposas de los primeros
ministros aun estando embarazadas. Y había al menos diez marcas de jarabes
calmantes para los niños. Si la hija de Jeb Bush fue arrestada hace unos años
por intentar comprar opioides con receta falsa, el rey Jorge IV del Reino Unido
murió en 1830 medio loco por el efecto de sus 100 gotas de láudano cada tres
horas y su sobremesa de brandy y oporto. “Es la era manifiesta de las nuevas
invenciones, para matar a los cuerpos y salvar a las almas”, escribía Lord
Byron.
Se habla de la plaga de
los Millennials, y aunque parezca
increíble estos pueden evocar a las damas victorianas de hace casi dos siglos y
a los poetas románticos. Pero era otro mundo, no había selfies.