miércoles, 5 de marzo de 2025

Una especie en expansión



 

La jovialidad es su primera máscara. Van sonrientes de cara al sol, alegres en la lluvia, festivos en las noches, activos en las madrugadas. Una nueva especie hecha para disfrutar cada momento. Saludan sin saber saludar, se sorprenden por lo más simple, prueban un nuevo sabor y muestran un gesto infantil. Apenas están aprendiendo a caminar. Por momentos parecen sufrir de cierta estupidez que los sujeta y los libera.

La austeridad es el segundo embozo. Las chanclas de los nuevos misioneros, las camisetas desteñidas, el agua como única bebida. Parece disfrutar de una muy cuidada frugalidad. Ni siquiera se atreven a las gafas oscuras. Un banano es su principal fuente de energía y a su ascetismo solo lo mancha el protector solar.

Para el tercer disfraz eligen la tontería. Una ingenuidad que busca apoyo y protección. Ponen la mano en el hombro de sus anfitriones y caminan un poco a ciegas. Se confunden y entregan un billete de más, tropiezan embelesados con los letreros de SE VENDE, se toman seis cocteles porque no saben interpretar un 2 x 1.

Muy pronto un repentino apetito los lleva hasta un lazarillo de confianza. La ficha local les hace perder el halo de tontería y van mostrando sus caras. Comienzan a diversificar en sus gustos, ahora un poco más leves y refinados. Están más serios y más erguidos. Prefieren el ruido y el regusto de los frutos prohibidos. Los dólares son su carta de presentación, las sonrisas han pasado a ser una moneda de baja denominación.

Y de pronto llega el misterio. Saludan de paso y aparecen en la noche, pardos con el tintineo de las llaves. Solo dejan oír el ruido tras la puerta blindada de su albergue. En la noche un revoloteo de motos y carros sombríos tocan su timbre y entregan el santo y seña. Las mensajeras salen a recibir los encargos. Casi siempre son dos jóvenes calcadas: caminan y visten igual, muestran una misma actitud obsequiosa, entregan un cortejo recién pago.

En el último paso de su metamorfosis han adquirido la sinceridad de la soberbia. Exhiben sus perversiones con altanería, intimidan con el silencio de sus intermediarios locales, se codean con las mafias. De vez en cuando regresan a las chanclas y todavía son capaces de dejar escapar arrebatos de jovialidad. Pero lo normal es que exijan diligencia para sus urgencias: llaman a la puerta del vecino porque han botado sus llaves, negocian con el ceño fruncido, reclaman subordinación. Esa sobradez los puede llevar a la muerte. La traición de los contactos locales, el desprecio de sus acompañantes, los apetitos que se cruzan y resultan fatales.

La semana pasada me topé con un espécimen en su etapa más avanzada. Entraba al edificio acompañado de dos jóvenes cubiertas con gorros lanudos, infantiles, con orejas largas que colgaban a lado y lado de sus cabezas. Lucía una calva roja que resplandeció cuando le tomé algunas fotos. Estaba furioso porque le apuntaba con mi teléfono. Sub ió escoltado por las jóvenes con sus capuchas, el trío estaba indignados por mis insultos que respondieron a los suyos. En diez minutos dos policías estaban en su puerta. El hombre había liberado a una de sus asistentes, muy seguramente desprovista de cédula. Salió afanada con sus salchipapas en una caja de icopor. Bradley atendió a los policías con el disfraz de la tontería y la amabilidad.

En la mañana reapareció con uno de sus lazarillos, revisando la conexión del gas, mostrando una laboriosa tranquilidad. En la noche ya estaban las luces de la fiesta en la ventana y el domiciliario en una moto sin placas en la puerta del edificio. Las jóvenes, iguales pero distintas, subían y bajaban, hacían de porteras provisionales, miraban con desprecio a las especies locales.

Con la plaga hemos topado.

 

 

 

 

lunes, 3 de marzo de 2025

Los juegos del hambre

 Libros Alcaná

Libro Voces de Chernóbil De Svetlana Alexievich - Buscalibre

 

La tierra negra fue una condena para Ucrania. La tierra fértil que los soviéticos veían como una salvación colectiva hizo que murieran de hambre casi cuatro millones de ucranianos. La tierra y la cosecha fue un arma contra el nacionalismo que según Stalin buscaban señalar y combatir el poder comunista. Los campesinos de Ucrania comenzaron a ser señalados de traidores, luego tomaron peores nombres: parásitos, sanguijuelas, lobos… Había llegado el tiempo de los koljoses, los propietarios de tierras, campesinos que araban con un caballo, debían entregar todo a las granjas colectivas y alimentar a la nación con su trabajo solidario. Para eso debían trabajar duro y cumplir las metas de producción impuestas por los comisarios rurales. Pero ni la tierra ni el sudor podían entregar tanto y comenzó la persecución contra esos ladrones y holgazanes, contra la codicia de esos malditos.

Las mujeres escondían un poco de trigo en las ollas y las requisas de la policía llegaba hasta esos granos. “Para el poder soviético lo primero era el plan: ¡cumple el plan! ¡Entrega la cuota fijada, la provisión! En primer lugar, el Estado. La gente: un cero multiplicado por cero”. Para Stalin, para el policía y el contador del Koljós los campesinos odiaban el país del socialismo y querían su fracaso. Esos hambrientos eran una amenaza, su flacura y su desgano podían poner en jaque al ejército más poderoso. Molían los huesos para hacer harina, cazaban ratones, cocinaban las suelas, hacían caldos con los dientes de león, las campanillas, los cardos. “Niños con las cabezas pesadas como balas de cañón, cuellos delgados de cigüeña, en las manos y en los pies se veía cómo se les movía cada huesito por debajo de la piel, esqueletos envueltos en piel, una gasa amarilla”.

Pero no se trataba solo de un plan fallido, de un mal cálculo sobre las semillas, el clima, las plagas y la ambición humana. Era también una manera de acabar con la amenaza de Ucrania, con las revueltas crecientes, con una lengua y una cultura que no quería asimilar la gran idea de un imperio. “Podemos perder a Ucrania”, escribía Stalin a uno de sus colaboradores en una carta fechada el 11 de agosto de 1932. Infiltrados en el partido comunista de Ucrania, agentes polacos, espías contra revolucionarios amenazaban. El hambre se usó entonces como arma para una purga necesaria. Se prohibía que los hambrientos fueran a pedir pan a las ciudades, solo querían avergonzar a la patria del socialismo. Holodomor (muerte por hambre) han llamado en Ucrania a ese genocidio ocurrido a comienzos de la década del treinta. Había que dar un golpe aplastante a los “campesinos” ucranianos, así entre comillas escribía Stalin la palabra cuando se refería a esos saboteadores. Las actuales tropas rusas en Ucrania han destruido en Mariupol el monumento a las víctimas de esa hambruna. Esa memoria hace parte de la identidad ucraniana y de su resistencia frente a Rusia. Hay millones de cadáveres bajo esas tierras fértiles.

“El hecho es que Stalin tenía el grano. Por tanto condenó a esa gente a morir de hambre porque así lo quiso. No quisieron socorrer a los niños ¿Era Stalin peor que Herodes? Me pregunto si es posible que hayan sustraído deliberadamente el pan y el gano para matar deliberadamente de hambre a la gente. No, algo así no pudo ser. Pero luego pienso: ¡así fue, así fue! Y enseguida: no, no puede ser…”

No importa la memoria del genocidio que aquí recoge algunas frases del libro Todo fluye de Vasili Grossman, las tierras negras deben ser de nuevo tierras rojas. Lo otro es vieja literatura y archivos apolillados. Dos imperios quieren un nuevo rumbo bajo otras banderas.