El 9 de
julio de 2020 miles de personas protestaron en Argentina contra la cuarentena
decretada en marzo para detener la expansión del Covid. “La cuareterna”, la
llamaban los manifestantes que gritaban contra el gobierno nacional y las
restricciones a la libertad que consideraban arbitrarias. Las consignas y
respuestas a los medios se repetían: “el gobierno nos quiere pobres”, “No
podemos dejar de trabajar, la salud es importante pero la economía también”,
“¿cómo vamos a estar 110 días encerrados? No somos ricos, tenemos que
trabajar”. En agosto y septiembre del mismo año hubo nuevas protestas, cada vez
más grandes y con más variados reclamos y rechazos al gobierno de Alberto
Fernández y a Cristina Kirchner. Un estudio de la facultad de psicología de la
Universidad de Buenos Aires, publicado luego de 158 días de confinamiento,
entregaba un balance de enfermedades sociales sin vacuna: “La clase media se
rebela y los pobres sufren de depresión grave”.
Los
datos de la economía iban empujando los males de la salud mental. Un poco más
de un año después del inicio de los aislamientos, solo Buenos Aires, 21.000
locales había cerrado y apenas un tercio pudo revivir con la liberación tardía.
En 2022 había un millón de pobres más con respecto al año anterior. En julio de
2021, Argentina era el peor país del mundo para soportar la pandemia según un
ranking publicado por Bloomberg. Entre los indicadores estaban la calidad de
vida y el progreso de las reaperturas. Mientras en Europa los colegios cerraron
en promedio 200 días, Argentina tuvo a niños y jóvenes sin clases en salones
por 322 días consecutivos. En medio de todo, los argentinos, de por sí adictos
al psicoanálisis, se entregaban a citas crecientes por video o teléfono con sus
terapeutas.
El 30 de
septiembre de 2020, unos días después de la última protesta contra el encierro
con el que gobierno decía salvar vidas, se publicó el libro Pandenomics, escrito
por Javier Milei. La introducción es una diatriba contra las “cuarentenas
cavernícolas” y la obsesión del gobierno por convertir a los ciudadanos en
“esclavos de la salud pública”. Según Milei, se habían perdido las proporciones
entre las consecuencias del virus y los daños de los cierres. Milei reclamaba
contra ese gobierno que “utilizaba el miedo como una forma de control social”.
El encargado gubernamental del manejo de la pandemia, Sergio Cahn, decía en
televisión: “O estás a favor de este modelo o estás a favor de la muerte”.
Además, el autor criticaba las políticas económicas de un gobierno que ya venía
con dos años de recesión y compromisos de pago por sus inmensas deudas.
Milei
compara el encierro con un delito de lesa humanidad que deja dos alternativas
al ciudadano: (i) enfrentarse al Estado y morir de hambre. (ii) rendirse frente
al Estado. De algún modo, el ahora presidente electo se convirtió en un
divulgador de los “daños colaterales” de los confinamientos, en un agitador
contra la “cuareterna”, en un crítico feroz del gobierno y los abusos de las precauciones.
Y su melena comenzó a despertar atención y simpatía en los más jóvenes. Desde
esos lejanos días el autor del libro parecía haber entendido un papel nuevo
para defender la “libertad, carajo”: “En la marcha del 20
de junio, por primera vez desde que tengo memoria, todos reclamaron por el
derecho de propiedad, la libertad y que se les permitiera trabajar. Por primera
vez una multitud en la Argentina defendió valores liberales.”
Algunos
periodistas y profesores han dicho que sin la pandemia no habría Milei. Su
figura y su discurso crecieron de la mano del crecimiento de la pobreza, en un
país con comorbilidades graves frente al Covid, y del control muchas veces
abusivo, político e ineficaz. Los riesgos de meter al león en cuarentena.