Al
final el miedo fue uno de los protagonistas. Logró que la gente se atrinchera
con armas tan peligrosas como ridículas, que los medios amplificaran ataques
falsos e inminentes, que la policía corriera tras las hordas imaginarias
alimentadas por Twitter y WhatsApp. Miles de llamadas a los números de
emergencia en Cali y Bogotá confirmaron el pánico colectivo. Las pesadillas sociales
pueden ser tan ciertas como las de los niños que se desatan como un eco en un
cuarto oscuro.
Las
redes sociales se han convertido en una realidad en el bolsillo para exacerbar la
política y privilegiar a los radicales. Los algoritmos enfocan a los extremos
como una forma de mantener la atención de los usuarios. Pero no es solo un tema
ideológico o partidista, también pueden inventar realidades callejeras, prender
alarmas, generar inercias en las porterías de las unidades residenciales: “Nos estamos convirtiendo en seres mucho más
emocionales y tribales en nuestras formas de identidad”, decía el año pasado
Jamie Barlett, uno de los tantos analistas de esa inmensa tómbola de noticias y
rumores dirigidos.
En Cali
las autoridades hablaron de una “operación avispa” de desinformación que hacía
correr a los policías de extremo a extremo tras las sombras que llegaban por
redes. El testimonio de una ciudadana que cayó en la histeria colectiva del
jueves describe la realidad una vez logró separarse un poco de la escena: “En
la portería mi sorpresa fue enorme: hombres y mujeres estaban armados con
cuchillos, bates, tubos y hasta espadas ninjas (…) Muchos blandían sus bates y
tubos al aire, de un lado a otro, como si estuvieran descabezando un muñeco
imaginario. Pero no había pruebas de que los vándalos existieran, solo había
rumores e imágenes confusas de supuestas tomas y ataques”. El balance final fue
claro: No se presentó ningún robo en viviendas y no hubo asalto a unidades
cerradas. Esa verdad no impidió que Bogotá repitiera la ficción al día
siguiente.
En la
madrugada del sábado, alguien en Twitter (también por ahí pueden moverse lúcidas
reflexiones) recordó un pasaje de La mala
hora. En esa novela lluviosa en un pueblo costeño los pasquines en las
paredes, los rumores que aparecen pegados en las puertas y desaparecen en la
mañana, comienzan a generar recelos, animadversiones, amenazas. Son
señalamientos de infidelidades, robos, viejas cobardías.
En la
novela se discute si los pasquines son una estrategia organizada, si el autor
es uno o son varios, si es hombre o mujer. “Nunca, desde que el mundo es mundo,
se ha sabido quién pone los pasquines”, le responde el ayudante del juzgado al
juez. Y las damas de la sociedad católica le piden acción al alcalde que
desestima los pasquines llamándolos “papelitos”. Y el cura dice que es “terrorismo
de orden moral”. Hasta que el alcalde decreta el toque de queda y organiza
rondas civiles de vigilancia y ordena a la policía disparar a quienes estén en
la calle luego de las ocho de la noche y no se detengan. Y comienza la cacería.
Cuando
el alcalde les anuncia a dos jóvenes que deberán presentarse la noche como
reservistas y recibir un fusil para hacer cumplir el toque de queda decretado
por la proliferación de pasquines, el peluquero que los acompaña responde con
tono de burla: “Más bien una escoba. Para cazar brujas, no hay mejor fusil que
una escoba.”. Los mismos palos que alzaban los vecinos en las porterías en Cali
y Bogotá.
Los
mensajes en las redes son los nuevos pasquines, y no necesitan riesgos
nocturnos ni engrudo, un botón es suficiente: “ENVIAR”.