Nos hemos acostumbrado a mirar los ejemplos edificantes, a visitar y
copiar las ciudades que nos enseñan su orden institucional, su civismo y su
pirotecnia urbanística. Pero muchas veces puede resultar más aleccionador el
escenario de ciudades donde la estructura de las bandas armadas se ha
convertido en gobierno, y los “funcionarios” andan de gorra, tenis Nike y
responden a un palabrero que hace de “alcalde menor” sentado en un caspete. El
periódico digital El Faro publicó hace una semana un especial sobre la
extorsión en las calles de San Salvador.
Una de sus crónicas, Los bichos
gobiernan el centro, explica como en menos de cinco años las pandillas
tomaron el control económico, policivo y social del centro histórico de la
capital. Convirtieron las calles en un laberinto señalado según los tatuajes de
quienes pueden caminar y cobrar las extorsiones. Torcieron los caminos, ya no
se puede andar derecho para ir de un sitio a otro, toca seguir el curso sinuoso
de sus acuerdos y sus riñas. De una cuadra a otra cambian los dueños, los
códigos y los precios. Todo comenzó en 2007 con el cobro a los taxistas y los
vendedores informales. Los vendedores eran la red natural del Centro y sus
asociaciones habían negociado con el gobierno y construido su propia seguridad
durante décadas. Las pandillas dominantes en la zona utilizaron esa organización,
la infiltraron, podría decirse: “Uno de los grandes aciertos de las dos
pandillas es que son parte del entramado viejo del Centro, del de los
vendedores. Salieron de ahí. Son hijos, hermanos, padres, primos, cuñados de
vendedores. Crecieron ahí, cerca de un canasto, y luego fueron llegando más de
otros lugares, atraídos por sus cómplices”. Los ‘bichos’, como llaman hoy a los
pandilleros que cobran y vigilan, eran cargabultos, vendedores de confites y meseros
de almuerzo corriente por las calles del centro hace unos años.
San Salvador ha llegado al extremo de tener que suspender la recolección
de basura en las noches por toques de queda decretados por las pandillas. El
alcalde de la capital, Norman Quijano, reconoce que ha tenido que cancelar inauguraciones
las amenazas de los palabreros. No se trata de una organización que actúa
agazapada y a la que es imposible descifrar. Trabajan a la vista de todos, despachan
todos los días desde la misma silla como si fueran oficinistas. Cuando el autor
de la crónica, Oscar Martínez, le pregunta a un comerciante formal si conoce a
quienes mandan en su cuadra, si sabe sus nombres, si los podría señalar a la
policía, el hombre responde con un resignado, “Claro, claro, sí, sí, sí,
podría, pero no se puede”. Las pandillas han terminado por convencer a la
sociedad y al gobierno de su invulnerabilidad. Incluso uno de los comerciantes
formales que cerró su negocio por los cobros semanales confiesa que pensó en
matar a alguno ‘bicho’, pero “no se puede hacer nada. Impotencia. Si yo los mato,
voy preso, porque a mí sí me acusaría un montón de gente. A él, aunque lo vean,
nadie dirá nada. No se le ve solución.”
Las pandillas comenzaron por los más débiles, los vendedores de esquina y
ambulantes, después coparon a los organizados, y al final, cuando tenían el
control, les cayeron a los comercios legales. La persistencia es la mayor de
sus virtudes, los muertos y los capturados son reemplazados inmediatamente sin
que su organización sufra ningún sobresalto. También son flexibles y negocian
descuentos, cuotas, planes de pago. “Con la pandilla se negocia como se negocia
con el gobierno”.
En Medellín pasan cosas parecidas en algunas zonas del centro de la
ciudad. Y hace unos años una asonada de vendedores informales demostró que el Estado
es frágil y carece de legitimidad frente a esa organización natural. Además, la
Subsecretaría de espacio público ha tomado las mañas de los extorsionistas y en
algunos casos actúan como ‘bichos’ con chaleco oficial. De vez en cuando vale
la pena mirar para abajo y dejar de perder la mirada sobre los futuros
malecones.