Mauricio Funes, presidente de El Salvador, comenzó su mandato anunciando
una guerra frontal contra las Maras, pandillas que han derivado en tribus
delincuenciales unidas por pactos de sangre. En febrero de este año los
anuncios públicos y los nombramientos de dos militares retirados en el
ministerio de justicia y la dirección de la policía, anticipan una guerra
frontal. El proyecto que convertía en
delito el simple hecho de pertenecer a las Maras esperaba la aprobación del
Congreso. Todo era crujir de dientes en un país con uno de los índices de
homicidios más altos del mundo.
Un mes más tarde los jefes de la Mara Barrio 18 estaban atentos a la
homilía del capellán del ejército en Cojutepeque, un antiguo cuartel adecuado
como cárcel, y la prensa reseñaba los ánimos conciliadores de esas castas
bárbaras que han marcado a Centro América: “Somos conscientes que hemos
ocasionado un profundo daño social, pero por el bien del país, de nuestras
familias y de nosotros mismos, pedimos que se nos permita contribuir en la
pacificación de El Salvador, que no sólo es de ustedes, sino nuestro
también", decía un aparte de la carta de tres páginas firmada por los
jefes de las Maras Salvatrucha y Barrio 18, antiguos enemigos a muerte.
El gobierno negó desde el comienzo cualquier tipo de negociación. Dejó
los acercamientos entre los bandos en manos de un obispo y un ex guerrillero,
trasladó a 30 cabecillas a cárceles más flexibles y se sentó a esperar con un
ábaco en la mesa del presidente para contar los muertos. La semana que siguió
al 8 de marzo, día en que supuestamente se selló la tregua, los homicidios
cayeron un 53% en todo el país. Hasta el 21 de noviembre El Salvador ha tenido
1528 homicidios menos que en el mismo periodo de 2011, una reducción cercana al
40%. Cuando un reportero le preguntó a uno de los jóvenes de las “familias en
armas” por la tranquilidad ambiente, la respuesta llegó acompañada de una
sonrisa: “Estamos de vacaciones”. La orden de “calmarse” llegó desde las celdas
hasta los “palabreros”, jefes de cada una de las gavillas, y el miedo es
suficiente para que se cumpla sin chistar.
En varios países de América Latina se ha vuelto común que los logros en
seguridad se consigan más desde las cárceles que desde los ministerios. El
gobierno de Funes ha quedado en medio de una encrucijada que no sabe si
celebrar o deplorar: sigue asegurando que no hay pactos ni negociaciones con
los delincuentes y al mismo tiempo exhibiendo el milagro pacificador. La
violencia entre las Maras ha disminuido pero las extorsiones y los atracos
siguen su curso. Según dicen el pacto se limitó a una reducción del 30% en los
homicidios. Ahora los dos mediadores civiles valen más que los ministros que
actúan como simples evaluadores. Un gabinete de analistas.
Las propuestas de las Maras y los conciliadores siguen llegando pero el
pudor del gobierno no permite avances. La lección de Felipe Calderón en México,
quien rechazó siempre cualquier posible contacto con los narcos sigue pesando
sobre el gobierno de Funes. La paradoja es que El Salvador vive un tiempo de
tranquilidad de la mano de dos civiles con acceso a las prisiones y ocho
grandes jefes mareros aburridos luego de diez años de aislamiento. Hasta ahora
la movida del gobierno ha sido simple: hacerse a un lado. En México y en Brasil comienzan a mirar de
reojo el experimento. Para Colombia nada es nuevo, aquí se ha negociado hasta
con el diablo. La pregunta de siempre: ¿a cambio de qué?