Entre narradores, comentaristas deportivos y algunos aficionados al fútbol por televisión se ha expandido una idea que pretende igualar a las barras con los combos delincuenciales. La generalización busca convertir el barrismo en un delito y aislar de cualquier contacto con la sociedad a los jóvenes que agitan sus trapos y ponen a cantar a los estadios. Según el prejuicio ambiente las barras se deberían separar de los “hinchas decentes”, de los clubes y de las entidades públicas con una malla electrificada que corone una filosa serpentina de acero: “Confinar a los vándalos”, es la consigna que se oye todos los fines de semana luego de que los noticieros repiten alguna escena de violencia entre hinchas.
Según el reciente Plan Decenal de Seguridad, Comodidad y Convivencia en el Fútbol 2014-2024, realizado por el gobierno con apoyo de la Dimayor, autoridades regionales y policía, en Colombia hay unos 50.000 jóvenes, la mayoría menores de edad, pertenecientes a 25 barras de equipos de la A y la B. Esos jóvenes son vistos muchas veces como una preciada mano de obra para los líderes del crimen organizado en las ciudades. Convertir una barra en una mafia, al estilo argentino, donde manejan parqueaderos en los alrededores del estadio, microtráfico, clientela para políticos oportunistas, jóvenes dispuestos para las vueltas más bravas, chantaje a jugadores y directivos es un asunto sencillo para quienes manejan combos en las ciudades. Tienen plata, fierros y un prestigio rudo que convence a muchos pelaos de los barrios. El peor de los errores que pueden cometer el Estado, los equipos, los aficionados y los medios es entregar ese rebaño áspero al dominio de los ilegales, aislarlos para que otros los acojan. Muchas administraciones municipales lo han entendido y han hecho trabajo social que para algunos resulta impresentable, logrando legitimidad para el Estado y la exigencia de una responsabilidad colectiva para las barras.
Hace poco se oyó el estribillo descalificador de buena parte de la prensa luego de un artículo, mentiroso y malintencionado, que hablaba las boletas que Atlético Nacional le entrega a la barra Los del Sur. Desde junio de 2011, cuando desaparecieron en Colombia las mallas que separan a los hinchas de la cancha, los directivos de Nacional se reunieron con los líderes de la barra para planear una estrategia. Cerca de 150 jóvenes de Los del Sur se pusieron una camisa naranja y asumieron el compromiso de defender la cancha, de hacer autocontrol, de servir como anticuerpos a esa masa de 9000 hinchas en la tribuna sur del Atanasio. Palomino marcó el 3-1 frente al Tolima en los últimos minutos y se fue a celebrar frente a Sur, la avalancha parecía inevitable, pero la cadena de los jóvenes de naranja logró parar esa marea para muchos incontrolable. Ese día los llamaron alcalde, presidente del club y comandante de policía a felicitarlos. Entonces nació una empresa de logística que se encarga de hacer un trabajo de regulación al interior. No se trata de asumir funciones de la policía, solo de evitar que la policía tenga que intervenir. Ahora algunos de los jóvenes antes más belicosos cobran 30.000 pesos por partido, sienten un compromiso distinto al del tropel y entran anotados en una lista del club. La empresa ha trabajado en logística de eventos de diferentes al fútbol. Eso es lo que a muchos les parece un descaro. Según ellos sería mejor que ‘Memín’ u otro bandido fuera el contacto para el “trabajo social” de las barras.
Los jóvenes son los principales protagonistas del fútbol en los estadios. Una brecha entre comentaristas más cercanos al El Dorado que al abismo de las tribunas de hoy pretende acabar con las barras negándoles su importancia para los problemas y las soluciones. Mientras la policía de Bogotá reporta 53 riñas cada hora en las calles, se pretende condenar a las barras como un fenómeno de violencia intrínseca. En ocasiones jugar rana en la tienda puede ser más peligroso que ver fútbol en la tribuna.