Los novelistas no pueden ser impermeables a la realidad y mucho menos a la ficción de la política. Solo algunos eligen un dogma y deciden la fidelidad como final feliz. Vargas Llosa fue un caso atípico por su temprana disidencia frente a la revolución cubana -supo huir de esa Fidelidad- que alentó a toda la gran generación de escritores latinoamericanos. También por su intento fallido en la política electoral que lo hizo el escritor americano más “comprometido” de las últimas décadas. Al parecer apoteosis de la política, el éxito de su reacción al gobierno de Alan García, lo deslumbró. Pero sabía que había sellado un pacto con el diablo. Y también por sus últimos años donde reveló simpatías con la extrema derecha lejana del ideal liberal que defendió en sus discursos finales.
Cuando tenía apenas treinta años y ya era algo más que una promesa de las letras latinoamericanas, siendo un marxista convencido, decía que después de la injusticia lo que más detestaba era el dogmatismo. Muy pronto demostraría que no era una simple declaración. Pero al mismo tiempo decía que la política en el Perú, donde el 50% de la población no votaba, era una caricatura. Terminó haciendo parte de esa caricatura en 1990, donde perdió en una elección en la que votaron el 78% de los peruanos.
La correspondencia compartida con García Márquez, Cortazar y Carlos Fuentes deja algunas pistas sobre los primeros desencantos políticos de Vargas Llosa. Los cuatro veían la revolución como un hecho formador para América Latina y pasaban por La Habana como por una especie de isla encantada, una avanzada mundial por la igualdad y la soberanía. Iban, bebían un poco de esas aguas sagradas y rendían cuentas. Hasta que llegó el Caso Padilla y la invasión soviética a Checoslovaquia que Fidel apoyó.
Heberto Padilla, escritor y crítico de la revolución, fue detenido durante 37 días por el régimen. Al ser liberado cambió sus reproches por una autocrítica que terminaba con elogios renovados a Fidel y compañía. Era claro que se trataba de una impostura inducida: “Nadie me hará creer ahora que esa pía estancia de un mes y medio en la policía imbecilizó milagrosamente a Padilla… Lo cierto es que los han hecho decir mentiras grotescas e innobles”. Son las palabras de Vargas Llosa a Carlos fuentes en una carta de mayo de 1971. Vargas Llosa había estado tres meses antes en La Habana y había oído a Padilla hablar de crisis económica, la represión y el poder creciente de las fuerzas de seguridad. Muchos de sus compañeros de lucha siguieron la línea del verde oliva y Vargas Llosa decía tener la sensación de haberse vuelto loco, “porque lo que me parecía horrible y trágico a muchos amigos les resultaba no solo comprensible sino hasta justificable”. Se dolía que García Márquez no hubiera abierto la boca y que Cortazar hubiera dejado todo en una tristeza silenciosa.
Desde sus días de adolescencia en el Leoncio Prado, un colegio militar que es protagonista de La ciudad y los perros, Vargas Llosa aprendió a desconfiar de los uniformes militares. En sus cartas también descreía de la dictadura inclinada a la izquierda en el Perú de comienzos de los setenta. Elogiaba sus propuestas y su quiebre contra las viejas oligarquías, pero no podía con un país “literalmente ocupado por coroneles, mayores, capitales y tenientes”. También compartía sus críticas a las “taras y la demagogia del indigenismo y el criollismo.”
Esos cuatro profetas de América Latina creían haber encontrado el alma universal de lo americano, la atención del mundo, las verdades de unas sociedades que apenas comenzaban a entenderse y a contarse. Y tenían una isla como atalaya para confirmar las posibilidades históricas. Vargas Llosa, para bien o para mal, fue el menos impermeable a la realidad, el más maleable y el más político. Un militante de sí mismo.