Cuando todo sucedió el bar estaba cerrado. La reja metálica llevaba 10
días mostrando su peor cara y las chapolas, los murciélagos y las chicharras de
ocasión revoloteaban por el parque cercano, con ansiedad, extrañando los picos
de las botellas de siempre. Adentro, el bar tenía las tripas al descubierto,
estaban cambiando los viejos tubos de barro por el obligado PVC y no se oía más
que el estruendo del martillo y el cincel. De modo que la noticia tomó fuera de
base a los habituales del lugar.
Los periódicos comenzaron con reseñas escuetas. Juan Carlos Bossi, Santafesino
de 67 años, colaborador de la dictadura Argentina y pedido por un juez de ese
país desde 2011 por los delitos de secuestro, tortura, desaparición y
homicidio, fue capturado en la ciudad de Medellín. El nombre familiar, la cara
conocida, los delitos aterradores, el alias de El doctor, el recuerdo de su voz
en la barra, “los vuelos de la muerte”, la sensación de haber sido engañados
por años, la búsqueda de alguna pista atascada en la memoria de esas noches
largas. Juan Carlos Francisco Bossi, el contertulio de los últimos ocho años,
el argentino encantador y parsimonioso, el único cliente que llamaba cubalibre
al ron con coca cola, el vendedor esporádico de carnes maduradas y chorizos
finos, el compañero de farras céntricas de algunos había resultado, según la
justicia Argentina y su recompensa de 32.000 dólares, uno más de los 49
represores prófugos escondidos tras un pasaporte falso o una simple historia
contada al revés a sus nuevos mejores amigos.
Según las carpetas de los juzgados argentinos Bossi actuó como personal
civil de inteligencia del ejército, entre 1976 y 1979 en Rosario. Su alias se
debe a la bata que usaba al abordar los vuelos que tenían como destino final
para algunos Montoneros el Río de la Plata. En la causa contra Oscar Pascual
Guerrieri, jefe de inteligencia en Rosario, un excompañero de “patota”, Eduardo
Costanzo, lo señaló como el hombre que inyectaba y mataba a los detenidos. Se
mencionan los cauchos de los torniquetes como otra de las armas y se habla de
un fusilamiento a 9 secuestrados en junio de 1977. La Quinta de Funes y La
Calamita son los nombres tenebrosos de los centros clandestinos de detención
que aparecen en el proceso.
Cuando Bossi llegó al bar, y a Medellín, había vivido una larga temporada
en Barcelona, escondido de su pasado. En treinta años de refugio catalán casi
había olvidado quién era, había creado con tiempo de sobra su nuevo personaje.
Llegó de la mano de un miembro de número de la barra y se presentaba como exilado
de los horrores de la dictadura Argentina. La luz que confunde en el fondo del bar,
“Las mentiras de la noche”, que dice Gesualdo Bufalino y repite el rayón en la
pared del baño, los hombres acogedores y las mujeres confiadas tras una primera
ronda, los modales extranjeros que son debilidad entre los paisas, el clima
laxo tras el umbral del bar… Todo, en últimas, terminó por convertirlo en un
hombre confiable para unos tragos, la cháchara de siempre, los secretos de la
nueva “patota”, un favor de agencia de arrendamiento y algún amor inevitable.
Bossi terminó siendo uno más en una guarida que hace cerca de cuarenta años
le habría parecido repugnante por libertina y desviada. Algún día, mirando un
afiche, un amigo le preguntó por El Ché, su compatriota, y respondió agrio, “me
cae mal ese barbita, ni médico era”. Otra vez dejó caer un guiño a manera de
chiste cuando la cantinera le reprochó con sorna ser un chico malo después de
una juerga: “Te aseguro bombón que soy más malo que J.”, le respondió picando
un ojo y palmoteando a su compinche. Y hasta mostró sus colmillos un día luego
de un reclamo por un trabajo mal hecho. Luego de la sorpresa algunos lloraron,
otras se dieron un baño de tres horas, los más dramáticos vomitaron y no
faltaron las urracas de la sonora carcajada frente a la inocencia colectiva.
El lugar común de un asesino retirado no necesita una playa ni un paragüitas
de coctel, puede estar a la vista, tras un vaso de ron y un hombre que ha
decidido mirarlo todo con la superioridad de quien esconde la última carta.