jueves, 27 de septiembre de 2007
En la oficina del fiscal
Pensaba gastar mis setecientas palabras en una loa a los monjes budistas de Birmania, a su marea de azafrán entre los monzones y a su bandera ilusa como cualquier nirvana: “La bondad ganará siempre”. Una alucinación movida por el hambre. Diez mil monjes descalzos que esconden su plato vacío del favor de arroz y pan que ofrecen los militares, con la actitud de una bandada disidente y altiva, merecían una hoja periódico para el piso de su jaula en Asia.
Pero una inoportuna diligencia judicial me sacó del cuento budista, poniéndome de frente con otro tipo de pájaros: mirlos de garra fina, coloridos y peligrosos. El asunto comenzó con una carta de citación a la fiscalía para responder por una presunta injuria contra Luís Pérez Gutiérrez. Desde los tiempos de una travesura adolescente no visitaba uno de esos cenicientos palacios de la justicia. Chirridos de impresoras entre corredores, pisos enteros clausurados, abogados que se preguntan la hora en el túnel de las escaleras. He visitado edificios lúgubres de apostadores venidos a menos, de impresores sacando sus últimas copias, de coleccionistas feriando sus sellos. Pero la alegría de ver un antiguo hotel convertido en una tétrica fortaleza de folios y barandas se la debo a un político experto en comparecencias penales. Fue casi una visita guiada.
El ofendido llegó unos minutos tarde a la audiencia de conciliación. Acompañado de un abogado de película mexicana, con camisa y corbata rosada y un prendedor dorado con la balanza de la justicia en la solapa. Las gafas oscuras estaban en el bolsillo, listas para usar en las horas de descanso profesional. El demandante lucía el gesto grave de quien ha sido mancillado, además de su traje impecable y sus mancornas redondas, trenzadas de oro, con una perla en el centro. Mientras se tomaban los datos de los presentes el candidato demandante fingía dedicar su atención a un cuadro del quijote colgado en una de las paredes de la oficina. Para demostrar que además de las marrullas legales tiene tiempo para los deleites estéticos.
Una vez iniciada la audiencia la fiscal le preguntó al ofendido por sus pretensiones. El hombre, con ceño compungido que casi llegaba al ojo lloroso, afirmó que yo había “destruido su dignidad” y que debía devolvérsela. Pregunté por el decir específico con que había logrado semejante agravio y la fiscal me leyó una parte del expediente. En un reciente artículo titulado Repugnancia electoral dije que Luís Pérez resultó un fiasco como alcalde de Medellín, y agregué que era un candidato demagogo y frívolo. Dije también que me gustaría que los electores de esta ciudad asociaran su nombre al unto y al abuso, porque considero, como uno de los habitantes de este valle, que sus actuaciones como alcalde fueron muchas veces abusivas y muchas veces dudosas, dignas de ser miradas con desconfianza por los electores que ya una vez mordieron el anzuelo brillante de sus promesas.
Se me ofrecieron como alternativas la retractación o el compromiso de no referirme al ofendido hasta pasado el 28 de octubre. Tocará incluir un nuevo adjetivo para el compungido candidato. Resultó cínico, además de todo. No me puedo retractar porque guarde con celo una memoria de su amplia colección de pifias. Por acción, por omisión, por descuido, por gusto. Es mi opinión como ciudadano sometido a los poderes del gobernante y creo que tener una opinión sobre un político es un derecho elemental. He enumerado varias veces sus desastres de soberbia, sus números magros, sus escándalos profusos y no quiero repetirlos. También se dolía el expediente de que yo lo hubiera llamado demagogo, y en un giro de genialidad decía que lo había rebajado hasta las alturas de Nerón, culpable de entretener a su pueblo con pan y circo. Resulta que Luís Pérez no sólo es demagogo por prometer lo que no depende de sus poderes y lo que no tiene respaldo en la lógica pública, sino que además tiene la osadía de refrendar sus promesas ante notario. Un demagogo con aires formales que cree que la administración municipal es un asunto entre el elegido y sus votantes. También dije con un toque de frivolidad que era un personaje frívolo. Y creo que sus gustos de príncipe de reinas de belleza lo confirman, además de sus propuestas cercanas a la ciencia ficción y de sus elegancias de pingüino, un poco impostadas y un mucho patéticas.
Al final dije que era imposible que yo renunciara a referirme a un candidato, que debía hacerlo muy a mi pesar. Porque los candidatos no pueden imponer el silencio de los periodistas por la vía judicial. Al menos eso fue lo que me dijeron mis profesores de derecho sin prendedor de oro en la solapa. Ya en la despedida el abogado de gafas oscuras en el bolsillo pidió una constancia de su comparecencia en la pequeña comedia. Miró a su poderdante y le dijo entre dientes: “Para poder cobrar los honorarios”. Los deje riéndose con la malicia de las urracas.
martes, 25 de septiembre de 2007
Un poco de patria, un poco de droga
La mal reputada Colombia ha cultivado en las últimas décadas una nueva obsesión, una angustia adolescente que la distrae y la tortura. No pasa una semana sin que se duela por lo que se dice de ella y sus gentes en el exterior. Todos los días intenta pulir su imagen internacional y revisa con devoción, como un horrendo Narciso, su cara en el espejo de los periódicos del mundo. Intenta pulir los modales de sus asesinos y sus traficantes con hazañas de ciclistas y patinadores, con trofeos de cantantes, caminatas de modelos y robustas exposiciones.
Hace unos años el complejo de patria maldita nos llevó hasta extremos patéticos. Resulta que en Italia se pusieron de moda unas camisetas con leyendas que recuerdan a Pablo Escobar y su oficio. Los jóvenes comenzaron a salir a la calle con el nombre del capo más sanguinario de la historia en sus espaldas: “Cocaína de Pablito”, “Pablo Escobar – El duro”, “Narcotráfico”, “Brazo de la muerte”. Imagino que los muchachos caminaban con aire de Corleones con semejante respaldo, desafiando al mundo con El Patrón en su T-shirts. Jugando a los chicos malos por la módica suma de 30 Euros.
A Colombia no le gustó el chistecito. La única mula que reconoce internacionalmente es la de Juan Valdez. Y a Catalina Sandino. Tanto que el portavoz de la embajada en Roma presentó una queja ante el gobierno italiano por considerar que la narco-colección constituía una apología del delito. Además, la embajada regaló 1000 camisetas con un dibujo de Fernando Botero para contrarrestar la imagen negativa de la moda que eligió como icono a un mafioso brutal. ¿Pensaría el embajador Fabio Valencia en el cuadro que el maestro Botero donó al Museo de Antioquia donde se representa la muerte de Pablo Escobar? ¿Sería ese el elegido para la indignada campaña de reivindicación nacional? ¿Se habrá quejado el gobierno italiano cuando a Pablo Escobar le dio por bautizar su sabana africana en Doradal con el nombre de Hacienda Nápoles?
Algunos buses en Medellín tienen en la plaqueta que anuncia sus recorridos el Barrio Pablo Escobar como destino. Es extraño ver ese nombre marcando un lugar de la ciudad. Pero no se trata de incitación a la violencia o de apología del delito, es sólo un hecho cumplido, el recuerdo de una realidad extravagante y atroz. Será imposible que Colombia niegue la paternidad de un mito sangriento y que su nombre no se asocie con el de su forajido más célebre, pero no le corresponden vergüenzas por haberlo padecido. Sólo un desorden y un dolor que nadie entiende. Incluso podríamos recriminar a los ciegos puritanos que nos han embarcado en una guerra contra demonios de polvos y yerbas. Yo sé que las embajadas aburren por momentos y que las visitas a los museos cansan. Pero el celo de la delegación colombiana por la vestimenta de unos jóvenes escandalosos es un síntoma de falta de oficio que raya en la ridiculez.
Y así estamos todos, cargando un complejo adolescente y agitando banderas y logros nacionales. Diciéndole al mundo que no somos tan malos como ellos creen. Regalando flores y frutas. Mostrando el mapa, las mochilas y los sombreros de iraca. Pintando mariposas amarillas, ensalzando vacunas dudosas y entregándoles las llaves de nuestras ciudades a cronistas deportivos. Regalando tintos y porros a dos manos.
Ahora el asunto acaba de renovarse con un documental sobre Colombia rodado por un nieto de Luis Buñuel. Se han visto apenas dos minutos de su correría y ya estamos de nuevo avergonzados hasta los lamentos. La embajadora Noemí Sanín ha prometido invitar al atrevido con toda su familia a Colombia para mostrarle algún parque natural y demostrarle así que se equivoca de cabo a rabo. La camioneta blindada de Wilson Borja es la locación que se alcanzó a entrever, y según dice Eduardo Escobar, el hombre del sombrero retrató al país con un perfil cercano a la Camboya de Pol Pot. “Las carreteras de Colombia se cierran a las cuatro de la tarde y las calles están vacías a las nueve de la noche bajo el imperio del terror”, dice el señor Borja. Es claro que ahora tenemos un nuevo enfrentamiento entre quienes se dedican a vender retratos hablados de nuestros males y virtudes. De un lado están los que se sienten en las calderas del infierno y del otro los pregoneros de milagrerías, para tomar prestadas las palabras del poeta. Colombia se convirtió en la patria de Uribe Vélez, en su realización, su hija tuntunienta; y se habla de ella para condenar o canonizar al padre fundador de hace cinco años. Y ya sabemos que los partidarios convencidos son buenos sermoneros y malos retratistas.
Pero a mi juicio el verdadero problema de la mala imagen colombiana, de nuestras vergüenzas perpetuas, no está dado por lo que dicen los diarios extranjeros y las gentes extranjeras. Al fin y al cabo los periódicos son una colección de estruendos y es lógico que algunos de los nuestros salpiquen algunas segundas páginas. Tampoco nosotros sabemos de Ucrania mucho más allá de su candidato a la presidencia supuestamente envenenado por el gobierno. Suponemos entonces un país de espías despiadados. El verdadero problema lo planteó hace poco un libro de Eduardo Posada Carbó titulado La nación soñada. Allí queda claro que los colombianos pensamos de Colombia cosas mucho peores que las que intuyen los más enconados de nuestros críticos internacionales. Y la postura que nos condena tan fuertemente no viene de las clases populares, como una respuesta espontánea e irracional al mensaje los noticieros de televisión, proceden por el contrario de lo que Posada Carbó llama “los eruditos”: Escritores, pintores, comentaristas de opinión y académicos, entre otros.
En el 2004, Fernando Botero, luego de donar una serie con cuadros de algunos de nuestros momentos más trágicos, dijo con tono de pesadumbre por el exceso de tema: “La tragedia que atormenta y agobia a Colombia es de tal magnitud que ha invadido mi trabajo”. En 1960 García Márquez afirmaba con contundencia: “La novela de la violencia es la única explosión literaria de legitimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia.” Luego de una exposición sobre arte y violencia en el Museo de Arte Moderno de Bogotá un profesor de colegio le diría a un periodista que había salido con miedo, y remataba: “tanto de mí mismo como de lo que nos hemos convertido como sociedad”. Según Posada Carbó hemos confundido los retratos de la violencia con la identidad nacional, como si fueran un espejo de nuestra personalidad bárbara. Y por esa vía nos hemos resignado a autoinculparnos como una “sociedad enferma y asesina”.
Los periódicos de todos los días, los nuestros, no los foráneos, repiten la condena en tono lírico o indignado. Comencemos por el extremo del incendiario mayor. Fernando Vallejo ha dicho en sus días de aire tierno: “Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, a los curas, a los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos”. Pero no son sólo los arrebatos del pirómano. Eduardo Escobar un poco menos drástico ha repetido hasta el cansancio su sentencia: “Somos un país asesino dedicado al corazón de Jesús”. Y si quieren revisar el diario de hoy encontraran una condena de segunda instancia: “Para confirmar la melancólica verdad, es decir, que los colombianos nos matamos cada día desde la primera estrella hasta el último sol en una orgía fraternal…” Para pasar del diagnóstico nadaísta a las palabras de uno de nuestros anfitriones de hoy, oigamos a Héctor Rincón luego del terremoto de Armenia: “Cuando no somos nosotros lo que nos canibalizamos, es el dios de los colombianos que nos está recordando que lo merecemos”. Y si el dios nos castiga con razón, el editorialista de El Espectador con alma de curandero moderno, pregunta por la posibilidad de encontrar los genes “en particular que inciden en nuestra propensión a las masacres y el secuestro”. Pero estoy dejando por fuera a un implacable de vieja data. Alberto Aguirre grita desde su tribuna de Cromos: “Qué vergüenza pertenecer a esta sociedad, estar aquí incrustado”. La responsabilidad individual ha terminado entonces por diluirse en medio de las los cantos y los lloros de las culpas colectivas. Luego del collar bomba que mató a Elvia Cortés en el año 2000. Antonio Caballero escribió en su columna: “Da lo mismo conocer la identidad de los asesinos ya que en el fondo aquel era el collar de la muerte, que como una guirnalda de flores, nos vamos colgando los colombianos los unos a los otros en un ritual macabro.” Lo clave era aceptar que ese collar lo colgaron “unos colombianos u otros colombianos, y si no, los colombianos restantes”. Incluso un presidente en su discurso de posesión, dijo citando a nuestro Nóbel: “Nos matamos unos a otros por la ansias de vivir”.
Así que mientras peleamos porque nos dicen mafiosos en el exterior, nos empeñamos en graduarnos de asesinos sin remedio en el interior. Todos al tiempo, sin diferenciar entre las víctimas y los victimarios. Un estudio realizado por Myriam Jimeno Santoyo, citado por Posada Carbó, concluyó que al contrario del discurso erudito que se empeña en la patología social y la tara colectiva, en los sectores populares la violencia se identifica con un “origen personal”, con problemas que tienen un contexto cierto y unas causas con posibilidades de ser descubiertas.
Un estudio más reciente, realizado por la Universidad de los Andes y en particular por Mauricio Rubio, sugiere que la violencia “impulsiva y rutinaria”, esa que nos condena a todos como asesinos en potencia, como ciudadanos irascibles que disparan como si parpadearan, es el menos extendido de nuestros males. Y que por el contrario las muertes de nuestras cifras oficiales están dadas por “la consolidación de unos pocos, muy pocos, criminales y agentes violentos con un gran poder, ante los cueles el ciudadano se siente amenazado, inerme y desprotegido”. Y la cifra final para la reflexión es bien diciente. Si cada uno de los homicidios que se comenten en el país es ejecutado por una persona distinta, apenas el 0,1% de la población sería homicida.
Creo que la invitación de Posada Carbó a pensar en un concepto de nacionalidad que pueda desligarse de la cantaleta del país enfermo y homicida, es un gran punto de partida para identificar nuestros males verdaderos, para pensar en las culpas ciertas y no en cantos generales a nuestra maldad general. Nada peor que un país que se autoflagela sin reflexión al interior mientras se disculpa con aires patéticos en el exterior.
En este momento la ciudad más violenta de nuestro país es Buenaventura. Y eso no convierte a sus habitantes en unos malvados repentinos. Solo nos dice que los grupos armados tienen intereses claves en esa región, y que los envíos de drogas desde el pacífico han convertido a Buenaventura en una encrucijada donde los mafiosos cobran y pagan con vidas.
Estará bien entonces terminar esta pequeña reflexión con una anécdota inicial del libro de Eduardo Posada Carbó. Cuando una señora en una cena elegante en la Universidad de Oxford, al saber su nacionalidad le preguntó: “¿Cuándo van a ustedes a dejar de de matar a nuestros jóvenes con sus drogas?” Posada Carbó quiso responderle con serenidad inmarcesible: “¿Cuándo van ustedes a dejar de consumir drogas y de financiar así a las organizaciones criminales responsables de tanto asesinato en Colombia?”. La cordialidad exigía otra respuesta y Posada Carbó se fatigó en explicaciones, hasta que al final uno de los asistentes a la cena, ya cansado, le dijo: “Lo felicito por su patriotismo”. Tal vez la respuesta lejana a la cordialidad sea una de nuestras nuevas obligaciones, y tal vez debamos volvernos desvergonzados para desprestigiar la lucha impuesta contra las drogas que nos obliga a nuestras mayores desgracias. Si la cocaína flota en la atmósfera de las ciudades europeas como no va flotar en nuestros ríos de frontera. Escoltada por unos cuantos cientos de muertos.
Es tiempo de que respondamos a nuestras inquietudes internas y a los cuestionamientos que vienen desde afuera, con la premisa inicial de una frase sencilla y soberana que nos enseñó el historiador Jaime Jaramillo Uribe: “Somos un país americano de termino medio con predominio de la orientación civil del Estado y la política”. Y ojala sigamos siéndolo, sin dejarnos empujar hacia supuestas salvaciones, hacia terapias para enfermos, por culpa de la mala conciencia colectiva, la vergüenza y el lirismo repetido que nos condena sin razón y sin recato.
jueves, 20 de septiembre de 2007
Moravia
Los dos morros bajos, separados por un arrume de laberintos y una quebrada, hacen parte de un extraño recodo, una pequeña anomalía geográfica que rompe las líneas calculadas que intentan las ciudades. Un nudo visto entre los hilos de cotas y calles que entregan los mapas. Hace algo más de 40 años el paisaje era bien distinto: un cerro bajo y un descampado junto al río, una promesa para quienes cambiaban el campo por El Bosque: nombre de la estación de tren que daba la bienvenida a la ciudad. La pared del rancho fundador servía de cuota inicial al segundo rancho, de apoyo necesario, y las piedras y el cascajo en la orilla del río daban trabajo desde la primera mañana.
Después el botín rancio de las basuras levantó el segundo morro y alentó el revoloteo de las carretillas y la señal de un humo negro sobre la cabeza de los moravitas. Más tarde la Terminal de buses y la plaza Minorista le entregaron nuevos atractivos a lo que ya era un barrio, un panal deslucido que despertaba recelos. Las aglomeraciones de pobreza son iguales en todas las ciudades, desde la Londres de Dickens hasta la Bombay de Naipaul: “Pasamos junto a bloques de pisos, enmohecidos y mugrientos; ciénagas, desagües; pedazos de tierra pardusca; polvo, niños, y por todas partes, las chabolas y los chamizos contiguos con techo de harapos…oleadas de seres humanos que invadían Bombay sin cesar…” Si cambiáramos Bombay por Medellín, Naipaul serviría de cronista de nuestra aldea.
Muy pronto Moravia se convirtió en un embudo interesante, una fortaleza que daba vueltas sobre sí misma, amurallada por basuras como ciertas ciudadelas imaginarias de Calvino. Allí estaban, un poco desarregladas, un poco raídas, todas las promesas y todas las desdichas de la ciudad. No era necesario cruzar sus fronteras. Moravia era una maquinita hechiza. Funcionaba con sus engranajes toscos, sus tiendas y sus areperías, sus pillos y sus líderes, sus talleres y sus galpones de cartón; eso la hizo tan propensa a los cortos circuitos, a los incendios de todo tipo. El bando de un morro se enfrentaba al bando del otro, bajo los motivos ineludibles del azar, las pequeñas codicias y las variadas escuelas de gatillo.
Pero eso no la hacía menos atractiva: Moravia seguía siendo un extraño tesoro. Los lotes podridos y los ranchos inclinados se anhelaban, aparecían en los sueños, se disputaban con ofertas o extorsiones. La Bombay de Naipaul nos sirve de nuevo para apreciar el valor de los ranchos que compadecemos a la distancia: “En un callejón de clase obrera cerca de la estación del ferrocarril -detrás de los tenderetes de vivos colores, unos de fruta, otros de relojes baratos, otros de fruslerías para las mañanas de domingo, brillantes objetos de feria-, un simple apartamento podía costar doscientas cincuenta mil rupias, o sea diez mil libras.”
Ahora se ha logrado convencer a más de 3000 familias para que se olviden de su dudosa joya. Para que cambien su morro amontonado por una verdadera montaña a todo el frente, en el occidente de nuestras laderas. No fue fácil. Toda tierra resulta entrañable después de unos años. Y Moravia tenía la ventaja de ser un pequeño reino autosuficiente: peligroso, sucio, atiborrado… Pero tan acogedor como las opciones únicas. Quienes ya están viviendo en La Huerta, en la montaña al occidente, miran su morro viejo con nostalgia, buscan el bus que los lleva hasta la orilla del antiguo basurero, visitan a sus vecinos y cuentan sus historias como si vivieran en un país lejano. Se podría hablar de un exilio feliz. Unos banderines de lata en lo alto del Morro de basuras, donde antes estaban los ranchos, sirven de estandarte a la antigua fortaleza.
martes, 18 de septiembre de 2007
Historieta del Che
A propósito del día D para la cita de Chávez y Reyes, el 40 aniversario de la muerte del Che en Bolivia, va una pequeña viñeta del héroe y villano.
Desde que me entregaron un billete de tres pesos acuñado con la figura del Che Guevara, quedé convencido de la inexistencia del personaje. Ese papel de valor sospechoso fue signo suficiente para advertir la falsedad que había detrás de toda la historia de milagros y martirios. Su estampa de Cristo altanero coronado por una estrella se me reveló como demasiado atractiva para ser cierta. Era seguro que los comunistas habían notado nuestra debilidad por los superhéroes y habían construido uno a su manera, con pulmones débiles y vocación de mártir. Un paladín místico y masoquista.
La historia se convirtió entonces en historieta, y el guión del engaño demostró ser impecable de principio a fin. Al comienzo el valiente se muestra algo débil dentro de la tropa de justicieros, se ahoga, camina lento y hasta se le niegan los poderes corrientes del fusil: “...dado mi estado asmático que me obligaba a caminar a la cola de la columna, se me quitó la ametralladora Thompson que portaba. Como tres días tardaron en devolvérmela y fueron los más amargos que pasé en la Sierra”. Al igual que los inicios de todo campeador los del Che están colmados de peligros grandiosos y muertes inminentes: “Un huracán de balas se cernía sobre nuestro grupo de 82 hombres. Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me di a mí mismo por muerto. Le dije ha Faustino desde el suelo, me jodieron...” Pero es ahí donde debe aflorar todo el temple del personaje, el hombre frágil debe mostrar sus quilates morales y asumir el posible fin con la serenidad de un iniciado: “Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska”.
Las heridas del titán resultaron veniales, quiere retomar su lucha, se siente enaltecido por ese bautizo de fuego y sabe que muy pronto llegará la recompensa de poderes y la imposición de su emblema: “Se firmó la carta en dos columnas y al poner los cargos de los componentes, Fidel ordenó simplemente: ´ponle comandante`, cuando se iba a poner mi grado. El símbolo de mi nombramiento, una pequeña estrella, me fue dado por Celia junto con un reloj de pulsera”. Con la buena estrella sobre la frente y los buenos tiempos de su reloj maravilloso se logra el triunfo sobre el tirano de la isla. El comandante ya despide rayos fulminantes e hipnotiza con discursos fraternos. Una vez liberado su primer objetivo se lanza en busca de nuevos pueblos desvalidos. El héroe ahora es consciente de sus poderes, ha comenzado a crecer un aura extraña a su alrededor. Los campesinos que habitan las montañas donde se desarrolla el nuevo capítulo lo miran con “una bien sazonada mezcla de miedo y curiosidad”. Fumando pipa en su hamaca el comandante escribe: “La leyenda de la guerrilla crece como espuma; ya somos los superhombres invencibles”.
Los creadores del cómic saben que es necesario que el superhéroe se muestre benévolo con sus archi enemigos, la fuerza de su brazo debe ceder en ocasiones ante la dulzura de su espíritu. “... a las 17 pasó un camión del ejercito con dos soldaditos envueltos en frazada en la cama del vehículo. No tuve coraje para tirarles...los dejamos pasar”. Una debilidad momentánea lo enaltece frente a los ojos de sus seguidores.
La alimentación del personaje no es asunto corriente dentro de los episodios de la invención. Dado su carácter sobrenatural el héroe debe alimentarse con manjares extraños. La carne de caballo lo dota de un oído agudo y de una agilidad especial, los corceles de la tropa sirven como cargueros y alimento. Pero en ocasiones se hacen necesarios algunos cocimientos más poderosos: “Al anochecer vinieron los macheteros con las trampas, un cóndor y un gato podrido, todo fue a parar adentro...”
Cuando el héroe cumple 39 años los autores de la trama comienzan a pensar en el final: “ He llegado a los 39 y se acerca inexorablemente una edad que da qué pensar sobre mi futuro guerrillero”. El día anterior a la muerte del personaje los libretistas entregan varios presagios oscuros. El Che se encuentra en una quebrada con una vieja pastora de chivas (se dice que su canción favorita era el famoso tango La pastora), la vieja es acompañada por una hija enana y tiene todo el aspecto de una bruja maligna. Al otro día se cumple la sentencia: el héroe muere a manos de un sargento que debe emborracharse para poder disparar contra la leyenda.
El 14 de junio pasado el personaje habría cumplido 79 años. Pero los creadores de la historieta supieron ponerle fin en el momento justo, antes de que se marchitara la estampa del osado adalid. Sabían que un guerrillero artrítico, con tiro flojo, resulta ridículo y no es creíble sino en algunas realidades delirantes.
jueves, 13 de septiembre de 2007
Empatías peligrosas
En enero del 2006, cuando el Polo Democrático intentaba organizar su lista al Senado, la puja por el número 1 en el tarjetón puso en evidencia la ya famosa pugna partidista entre un bloque de izquierda moderada y uno más duro, con inclinaciones al rojo, rojito. En ese momento Gustavo Petro era el representante de los que caminaban hacia el extremo y María Emma Mejía jugaba su carta por los inclinados al centro. Se habló como ahora de grandes divisiones pero Petro se encargó de dar un diagnóstico de realpolitik: “Hay un problema de egos por un número”. En la reciente consulta para elegir candidato a la alcaldía de Bogotá Mejía y Petro ya compartían el bando de los moderados, y la lucha entre los amores propios era cosa de una apuesta anterior. La posición frente a los posibles votantes y la ubicación en el partidor del Polo se ha vuelto más importante que la Posición con mayúsculas.
Ahora las declaraciones de Petro sobre las FARC, y las de algún vocero enmontado sobre Petro, han vuelto a poner sobre el tapete de las primeras páginas la división del Polo, la diferencia de talante y de énfasis para condenar los crímenes guerrilleros y reaccionar frente al coqueteo que pica el ojo desde la mirilla. El ruido y las declaraciones encontradas tienen de nuevo su origen en cálculos electorales, en estrategias y carreras tempranas con la línea de llegada en el 2010. Y en alguna neurosis que Uribe a impuesto sobre la oposición.
Un sector del Polo se dedica a repetir la lección con tono neutro, con la abulia del estudiante que hace la bendita plana: “Condenamos la actuación de las Farc, desechamos y repudiamos la lucha armada, censuramos y reprobamos todos los crímenes de la guerrilla…” Incluso el vocero más torpe de ese sector se atreve a decir, desde la desvergüenza, que ellos no son “ni amigos ni enemigos de las Farc”. Parece que luego de 8 años de gobierno durante los cuales la palabra “guerra” a marcado la pauta electoral, un grupo del Polo tiene intenciones de apostarle a la palabra “paz” para la próxima elección, y para eso intentará dejar abierta una puerta de empatía con los hombres de Marulanda. Ya Pastrana nos dio una muestra de cómo pueden terminar esos juegos de señales, esos delicados reproches.
Carlos Gaviria, bien sea por alergia uribista o por estrategia política, considera que el Polo Democrático debe enfilar baterías contra las ambiciones desmesuradas del proyecto del Presidente Álvaro Uribe antes que contra los delirios sangrientos de las Farc. Los electores del Polo tendrán que encargarse de decirle que en ocasiones las Farc hacen obligatoria la actitud beligerante e histriónica del Presidente. Y que tal vez sea necesario compartir alguna frase del discurso de Uribe para lograr alejarse lo suficiente de los métodos y los fines guerrilleros, y hacer imposible cualquier indicio de ambigüedad respecto a la lucha armada. Cuando Petro dice que las Farc no son una fuerza revolucionaria y que llevan 6 años centrando su supuesta discusión política alrededor de la libertad de las personas, está desechando cualquier cálculo que incluya las posturas y los intereses de Raúl Reyes y compañía, y pensando únicamente en quienes participan en la democracia en Colombia. El Polo tiene que renunciar a hacer política pensando en la reacción de quienes desdeñan todos los métodos democráticos. Y darse cuenta que el miedo a untarse de la retórica uribista puede llevarlo hasta las orillas de la oratoria escabrosa de las Farc. Hacer un coro con Uribe respecto a las Farc no es un pecado de lesa ideología y eludirlo con devoción puede ser un error irreparable en busca de votos y credibilidad.
miércoles, 12 de septiembre de 2007
Curtimbre
viernes, 7 de septiembre de 2007
En bicicleta de fruta
Los viernes son un día de pedal duro para el equipo de la frutera Los socios en los bajos de la Plaza Minorista de Medellín. Los billares y las cafeterías anisadas del centro necesitan provisión doble de pasantes: limones, mangos, naranjas, cocos y piñas por bultos para pasar el aguardiente que se irá copa a copa. Dos bicicletas negras, a las que paradójicamente llaman carniceras, y tres ciclistas más afiebrados que aficionados se encargan del reparto. Héctor Ríos es el capo escuadra de Los socios a la hora de mover carga. Dice que forzando un poco el motor le puede montar hasta 200 kilos a su furgoneta para una etapa llana. Cuando Héctor no está moliendo cadena en el trabajo se dedica a asuntos muy distintos, casi opuestos: cambia la bicicleta de fruta por la de ruta, sube los 14 kilómetros del Alto de Santa Elena y hace una etapa de 80 o 100 kilómetros por los pueblos del oriente, para soltar las piernas. La rutina es sencilla: Bicicleta liviana entre la niebla de 5 a 9 de la mañana y bicicleta pesada entre el humo de 10 a 4 de la tarde.
El viernes 27 de julio estaba entregando un pedido cuando lo llamaron a la frutera. Le dejaron una razón escueta: “Que se venga pa` Barranquilla a correr la Vuelta a Colombia”. El socio que estaba en el apacible turno del teléfono le dio la noticia con desgano, casi con rabia: “Es que no respetan al deportista: que se venga, como si fuera pa` un paseo. Le digo pues que pa` que yo corra La Vuelta me tienen que poner masajista, médico, meteorólogo, madrinas…” El que llamaba a Héctor para hacerle la dudosa propuesta era el dueño de un equipo hechizo con avisos varios en el maillot: Estudio T.V, la Novena millonaria y el número de un candidato al concejo de Bogotá. Luego de un pequeño forcejeo por teléfono Héctor logró que los patrocinadores pagaran el hotel y la alimentación. Mejor dicho, la pensión y el corrientazo, no más de 40.000 pesos por jornada. Al comienzo la oferta se limitaba a los pasajes, la mecánica, los uniformes y la inscripción a la Vuelta. El sábado 28 era el prólogo contra el viento de La Arenosa. A las 5 de la tarde del viernes Héctor ya estaba en la Terminal con su cicla fletada en un bus estrenando ruedas, a las 8 de la mañana ya estaba en Barranquilla y a las 11 estaba rodando para desentumecerse antes de su salida a las 2 de la tarde. “En el bus no dormí pensando en la carrera: correr una Vuelta a Colombia....”
La Vuelta de Ríos, como lo conocen los que lo conocen en el paquete de profesionales, era simplemente para buscar fugas y mostrar camiseta, para sostenerse y trabajar para algún compañero que estuviera fuerte, para soñar y sufrir: tándem obligado del ciclismo. “Yo comencé la Vuelta pensando etapa por etapa, el primer día ni siquiera me imaginaba la llegada a Bogotá”.
Al comienzo el asunto marchó bien, los ciclistas con la camisa de T.V. Estudio, la Novena y el candidato se hacían ver, diputaban algún embalaje, intentaban una fuga cerca del final. Tanto que en La Vega, llegando a mitad de carrera, el aspirante a Concejo los invitó a almorzar y le dio 40.000 pesos a cada uno de los que quedaban en fatiga. Pero la Vuelta estaba hecha para fundir a Botero y muy pronto los que no tenían vocación de alpinistas se fueron despidiendo. El campeón del mundo lo había dicho entre burlas y desconsuelo: “No faltó sino que nos pusieran a subir el Cocuy”. Así que el masajista del equipo de Ríos cada día tenía menos trabajo. Cuando la vuelta llegó a Medellín quedaban 4 y cuando subió a Salgar, qué montañas, qué filos, qué montañeros, la nómina del equipo estaba bien reducida: Héctor Ríos # 137, Antioquia, 36 años. “Dos compañeros llegaron fuera de límite y ´el boyaco` estaba jodido de la rodilla. El dueño del equipo llegó diciendo que lo retiraba, el hombre estaba bravo, que salíamos ya pa` Medellín. Yo le dije que yo no me iba, no sabía si firmaba la planilla al otro día, pero yo acabando de llegar no iba a coger carro pa` la casa”.
Un compañero le dio el consejo providencial antes de irse: “Ríos usted está andando mucho. Dígale a la gente de Une a ver pa` qué lo necesitan”. Ya por la noche Ríos había decidido que seguía por su cuenta, al fin y al cabo la diferencia no era mucha. Después de cruzar la meta seguía con las mismas obligaciones: buscar dormida, lavar los uniformes y la bicicleta y comprar del propio bolsillo la alimentación de carretera: “Yo tengo el viciecito de llevar platica pa` la calle. En el lote ya saben quien lleva la menuda, eso cuando toca parar a fresquiar se para”. Héctor le insinuó a Raúl Mesa, el técnico de Une, sobre su nueva condición de desempleado, de ciclista Freelance…Armstrong, como dijo algún gracioso en el grupo. Quedaron en que ya verían, o sea en nada.
De Salgar a Pereira Ríos se dedicó a trabajar para Une, se puso al frente para controlar las fugas, dio manija con todo de Pipintá hasta Santa Rosa y llegó remando a la meta. “Y allá ya me recibieron como un ciclista de ellos, desde ahí comencé a correr la Vuelta como profesional. Yo viví dos vueltas, una de aficionado y otra de profesional”. Héctor habla largo de las jarras de jugo, del bufé, del “Rebul” en vez del agua en bolsa, del uniforme de T.V. Estudio limpió en la mañana. Se ríe restando las estrellas de su hotel en Pereira de las de su pensión en Salgar. “Y trabajar para el campeón, yo nunca creí que yo fuera a ayudarle a Santiago. Yo me lo encontraba mucho entrenando por Oriente, nos cruzábamos, el venía de Las Palmas y yo de Santa Elena. No veo la hora de encontrármelo después de lo de la Vuelta, de saludarlo después de lo que pasó: como un colega”. Botero le responde a Ríos con una sentencia desde una orilla distinta: “Ese hombre no vive de la bicicleta sino para la bicicleta”.
Con su nueva coloca a Ríos se olvidó de todo. No llamó a la casa en 8 días ni se le ocurrió llamar a saludar a los socios que lo daban por desaparecido. Su única preocupación era bultiar al comienzo de las etapas y correrle a la “pata e`caucho” -el policía de la vial en moto que arrea al colero- en los asensos finales. “Sólo un día tuve detrás a la ´pata e` caucho`, pero no me desesperé, cogí paso, alcancé a uno que tenía como a 500 metros y me zafé de esa compañía. Y me encantó ese silencio tan berraco en esa carretera.”
Llegando a Bogotá, 20 kilómetros antes de coronar el Alto de Rosas, Ríos se bajó de la bicicleta con toda tranquilidad y llegó a la meta en un carro de Une. Faltaron menos de 70 kilómetros para coronar los más de 2200 de La Vuelta. La rodilla izquierda lo sacó de la carrera. Se puso a pensar que no podía llegar cojo al trabajo, que ya había hecho suficiente y lo esperaba el engranaje de la carnicera: “Es que yo nunca me había tirado tan duro, yo he corrido 5 clásicos, pero uno casi siempre va a rueda, no jalando el grupo como loco.” Ríos dice que se bajó feliz, que es lo más grande que ha hecho en la bicicleta, su mayor orgullo como ciclista que empezó paisajiando, saliendo con su socio de la frutera a conocer pueblos, a acampar con las ollas debajo del sillín. No se quiso quedar para la contrarreloj final, prefirió cuidarse de la nostalgia de ver la premiación desde su palco de retirado satisfecho. Esa misma noche cogió bus para Medellín. Esta vez sí logró dormir en el camino.
jueves, 6 de septiembre de 2007
Candidato en escena
El nerviosismo de las campañas electorales, su teatro frío y cómico, suele convertir a los candidatos en figurines temblorosos: levantan las manos, ríen, ensayan su mirada inocente frente al inocente espejo, amplían las mangas de la camisa copiando el gesto de los ilusionistas y vocalizan. Porque hablar, lo que se dice hablar, poco, muy poco. Pero lo peor es cuando los candidatos no logran disimular sus colmillos debajo de la sonrisa del guasón.
Para el martes que pasó estaba programado en la Universidad Nacional un foro con los candidatos a la alcaldía de Medellín. La Universidad definió los temas, preparó un banco de preguntas y me invitó a participar como interrogador, para que usemos las palabras justas de una vez, porque a un político en campaña hay que preguntarle desde la desconfianza, no desde la complacencia. Mi papel entonces era el de dar sugerencias puntuales sobre algunas preguntas, formularlas según mi estilo, sin traicionar el interrogante planteado de antemano, e intentar una contrapregunta que obligara a los candidatos a salir del libreto de sus volantes de campaña. Un minuto antes de comenzar se me informó que había dos candidatos molestos con mi presencia y que incluso uno de ellos había planteado la posibilidad de retirarse antes que tener que responder mis preguntas o mirar mis ojos de basilisco. Se decidió con la desidia de Salomón, y mesa, membrete y vaso de agua fueron sacados según la voluntad del interrogado. Pase sin afanes a la tras escena y goce de mi vaso de agua sin pagar por él con el sudor frío que implica todo careo.
Pero no dejo de encontrarle inconvenientes a la pataleta de Luis Pérez Gutiérrez, a sus necesidades de hacer una campaña que no tenga más que demagogia por escrito y con notario, grandilocuencia sin derecho a réplica y alardes de ciencia ficción metropolitana sin que se pueda dudar de la verdad de tanta belleza. Luis XIV decía en sus instrucciones a Dauphin: “Los príncipes, en todos los Consejos, deben tener como primer objetivo examinar lo que puede darles o arrebatarles el aplauso del público”. Los políticos tienden a pensar como los príncipes, tienen necesidades similares, pero han perdido poderes y aura de intocables, y es deber de la prensa, de las universidades, de la sociedad en general intentar apartarlos de la argucia oratoria, cercarlos, imponer las condiciones del comprador desconfiado. El elector debe usar siempre el monóculo del joyero. Y el candidato debe saber que su posición le exige aceptar las condiciones de quien examina la garantía, no imponerlas. Si el político no responde cuando está sometido a la humildad que impone el peregrinaje electoral, que se puede esperar de sus razones y sus argumentos al momento de empuñar el cetro: evasivas, manipulaciones, rabietas palaciegas.
Luis Pérez Gutiérrez argumentó que algunas de mis columnas anteriores contenían insultos contra dos candidatos y que mi posición política era evidente a favor de uno de los 7 en carrera. Debo decirle que mis columnas referidas a él y a otro aspirante han sido para cuestionar sus actuaciones como alcaldes de Medellín. Resulta que los candidatos a reincidir no deben responder sólo por sus propuestas sino por sus ejecutorias pasadas. Pérez tiene serios cuestionamientos que llegan hasta las sanciones en firme de la Procuraduría General, y si mencionar sus sombras es suficiente para imponer el veto y el silencio rabioso, pues tendrá que dedicarse a hablar con sus copartidarios o a preguntarse y responderse en la postura del pensador, como hacen algunos megalómanos.
El candidato habló también del equilibrio y la imparcialidad. Pero es imposible que quien escribe columnas de opinión hable desde el fiel de la balanza, opinar implica tomar partido y los políticos deben responder sobre todo a sus opositores. Los imparciales en política son los apolíticos y esos no preguntan, miran hacia otro lado, ríen despreocupados y firman planillas que los políticos ponen en sus manos.
La verdad a mí tampoco me gustó encontrarme con Luis Pérez Gutiérrez y su séquito de grito y taconeo, pero la democracia impone sacrificios, dudas que es mejor resolver desde el teatro electoral. Lástima que uno de los actores protagónicos haya hecho una escena de melodrama cuando le correspondía un diálogo de improvisación. Y lástima que la Universidad haya dejado un tachón de última hora en el libreto.
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