La
costumbre ha comenzado a borrar algunas de las escenas y las reflexiones que
creíamos iban a marcar la pandemia. Dramas que parecían ofensas al sentido de
humanidad y ahora son certezas cotidianas, palabras que definían supuestamente
un momento asombroso hoy son lugares comunes para resaltar ingenuidades o
desvaríos, filosofías de cuarentena que no resistieron ni los cuarenta días de
rigor. Las películas, las novelas, los documentales del futuro se centrarán en
los terrores más sonados en periódicos y noticieros. Lo que será el teatro
perdurable de la pandemia no es exclusivo de ciudades más frías, más pobres, más
hacinadas, más dadas al desafuero. Estalla cada tanto en la prensa local de
Suecia o India.
Esta semana
se anunció en Medellín una escasez de oxígeno y al mismo tiempo la necesidad de
usar contenedores refrigerados para dar tiempo suficiente a los crematorios.
Esas alarmas recuerdan lo peor que ha pasado en Manaos y Guayaquil. En enero se
acabó el oxígeno en la capital del Amazonas en Brasil y las pipetas comenzaron
a viajar por rutas fluviales desde Venezuela y algunos estados brasileros.
Cuatro días siguiendo la ruta de los barcos desde los hospitales mientas un
mercado negro de cilindros comenzaba a rodar por la ciudad y los familiares
atendían a los pacientes en las casas con sus provisiones recién compradas. Los
cilindros se vigilaban por los guardas que acostumbramos ver acompañando a los
carros de valores. El alcalde de Manaos, hasta hace poco el presentador de un
programa sensacionalista de la televisión local, se escondía en las alocuciones.
Luego de la primera noche sin oxígeno la ciudad enterró 213 personas por Covid.
La crónica de un periódico brasilero dice que los enterradores compararon la
jornada con las vividas luego de grandes motines carcelarios. Ahora varias
ciudades de la India viven días parecidos en busca de oxígeno. Y en los
hospitales se cierra un poco la llave para todos los pacientes en espera de la
producción prometida para el día siguiente.
Los ataúdes
de cartón marcaron el peor momento de Guayaquil en abril de 2020. Tal vez la
primera ciudad de los horrores en América Latina. Los cuerpos con un letrero en
las afueras de las casas y los funerarios apurando las recogidas y las familias
pagando los servicios lo más rápido posible para evitar la pérdida de las
cenizas. Pero la confusión en cuatro hospitales deja un saldo, hoy, un año después,
de 227 cuerpos sin identificación en contenedores. Los familiares se hacían
pasar por trabajadores funerarios para intentar comprobar la identidad de sus
muertos. La escena de la película está en la reciente crónica de la BBC: una
foto de la piyama vía WhatsApp fue la prueba que un forense le envió a una
mujer con incertidumbre sobre el cuerpo de su mamá. Con la promesa de que la
borraría.
Las
novelas europeas tendrán los ambientes de las casas de ancianos: “Las cosas
terribles ocurren en silencio”. En ciudades de Suecia, Inglaterra, Italia,
Bélgica… Los primeros meses de la pandemia asolaron los ancianatos, allí vivían
cerca de la mitad de los muertos por Covid en los primeros meses. Salvar los
hospitales con atención improvisada en los hogares de ancianos fue el pecado
original en Europa. Asilos abandonados por “cuidadores” con contratos recientes
y abrumados por las muertes.
La
memoria tiene ese viejo vicio de guardar lo peor, y si por casualidad lo
olvidamos, ya vendrá recreado con lujo de detalles. Lloraremos frente a la
película el llanto ahorrado en las noticias.