Nuestras
ciudades viven desde hace décadas una guerra absurda y caótica entre jóvenes.
Miles de pelaos con realidades paralelas terminan siendo víctimas o victimarios
por razones que se confunden con azares. El barrio donde crecieron, la cercanía
con la esquina donde parcha un combo, la necesidad de probar finura o el recelo
entre dos duros pueden pararlos en los extremos de un duelo a muerte del que
casi siempre resultan dos perdedores. Según un estudio publicado el año pasado
por el Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia de Medellín
(SISC), en la ciudad fueron asesinados 57.385 jóvenes entre los 14 y los 28
años en las últimas tres décadas. El 56% del total de homicidios en la ciudad
tienen cómo víctima a un joven en ese rango de edad. Y si tuviéramos la
posibilidad de conocer a los victimarios, muy seguramente un porcentaje igual o
mayor estarían en la lista.
“Nací
como muchos otros no soy el único / en medio de disparos de revólver y fusil en
medio de regueros de sangre. / Oh san sangre / que te acabaste de coronar de
santidad en el siglo veinte / Me enseñó desde pelado la vida como es la vida”.
Los versos son de Helí Ramírez, poeta del barrio Castilla que contó la calle y
sus caídas como nadie lo ha hecho hasta ahora. No muchas veces se hacen
esfuerzos desde las entidades del Estado para entender esa guerra no declarada,
esa lucha por rentas menores, estatus y defensa del barrio que deja miles de
muertos cada año. El testimonio de cincuenta menores de dieciocho años que han
ejercido violencia homicida sirve como marco al estudio mencionado, una
búsqueda de las motivaciones y los factores de riesgo de la violencia homicida contra
jóvenes en la ciudad.
Lo
primero es que rara vez se habla de reclutamiento forzado para entrar a los
combos en los barrios. La lógica se da una manera más sutil. El consumo y la
venta de drogas sigue siendo una de las clásicas formas de enganche. Niños que
comienzan su consumo antes de los 12 años se hacen cercanos a la dinámica de
las ollas y muy pronto son los “cachorros” del parche. No es difícil pasar de
cliente habitual a jíbaro de oficio. La deserción escolar es otra decisión que
impone nuevas lógicas, rompe con el mundo infantil e impone los retos de los
adultos a una edad en la que es imposible el criterio para medir riesgos. Niños
que desde los 14 años logran su independencia económica apoyados en los combos.
El salón de clases es casi siempre un mundo que genera desconfianza y algo de
respeto al bandidaje. Los sentimientos de rabia y venganza que genera la
violencia ejercida contra la familia es otro de los impulsos claves a la escena
de la ilegalidad. Las “vueltas” en el círculo familiar también entregan la
posibilidad de entender muy pronto esas dinámicas, estar cerca a las armas y
elegir referentes que patronean, que son los “señores” en el barrio. La
tolerancia social a los grupos ilegales (hay comunas en Medellín en que el 30%
de la gente dice acudir a los combos para resolver conflictos) también hace más
sencilla la incorporación de los jóvenes. Los jóvenes “regentes” son vistos con
simpatía y respeto, como portadores de un liderazgo social y un orden
necesario. Las fronteras invisibles también hacen que los jóvenes tengan una
muy limitada movilidad y conocimiento de ambientes distintos. Ese “encierro”
empuja muchas veces a una defensa desproporcionada de su entorno. Además, en
esa vida que muchas veces se restringe a la relación con su combo, pequeños
malentendidos adquieren una dimensión de vida o muerte.
Muchas
veces, más que cámaras de seguridad, se necesita una mirada atenta a los
entornos juveniles.