Hemos pasado de la indignación por
los hechos a la furia frente a las opiniones. Antes se rabiaba por la ineptitud
de los funcionarios, la venalidad de los contratistas, el cinismo y la falta de
coherencia de los candidatos, ahora se oyen las matracas y las cantaletas de
clanes fascinados más por las ideas contrarias que por las propias. Parece que
hoy se tienen más claras las discordias que las afinidades, se piensa por
reacción, se practica algo parecido a la filosofía de la represalia.
Esa permanente crispación frente a
los decires ajenos es también una dolencia asociada a la solemnidad. Parece que
tomamos demasiado en serio el parloteo insomne de las redes, las noticias y la
prensa. Bien vendría darle una mirada a los bien conservados Ensayos de
Montaigne, ensayos también en el sentido de ser simples intentos, ejercicios
muchas veces predestinados al error. Era esa una de las virtudes del primer
hombre moderno, según algunos de sus admiradores. Tener sus pensamientos por
provisionales, llenar sus páginas de expresiones como “quizá”, “hasta cierto
punto”, “creo”, “me parece”, palabras que “suavizan y moderan la aspereza de
nuestras proposiciones”.
Tal vez la frase más inquietante de
Montaigne para los lectores de estos días sea esta declaración sin principios:
“Ninguna propuesta me asombra, ninguna creencia me ofende, por mucho contraste
que ofrezca con las mías propias”. Hoy parece una renuncia inaceptable, un
vacío de razones, un abandono simple y llano. Montaigne hablaba sobre todo de
las opiniones y reflexiones filosóficas, ese era el centro de sus intereses y
sus conocimientos, pero por supuesto hablaba también de inquietudes políticas e
inclinaciones religiosas. Ahora nuestras pugnas son sobre todo electorales, ni
siquiera fundamentalmente políticas o ideológicas, hemos permitido que el más
vulgar de los escenarios cope toda la atención.
Montaigne sentía fascinación por el
sentimiento de la extrañeza, visitaba los “monstruos” de la época, personas con
malformaciones, para intentar encontrar un sentido humano distinto, para
conocer criaturas por fuera de las categorías conocidas. Pero siempre descubría
la misma humanidad y terminaba aceptando que la rareza más grande e
incomprensible estaba encerrada en su cuerpo, se sorprendía de sus cambios de
opinión y de la fragilidad de sus estados de ánimo: “Mi pie es tan inestable e
inseguro, me encuentro tan vacilante y dispuesto a resbalar, y mi vista es tan
poco fiable, que en ayunas me siento otro hombre que después de comer. Si me
sonríe mi salud y la luz de un precioso día, soy un hombre estupendo; si tengo
un callo que me duele en el dedo del pie, soy hosco, desagradable e
inaccesible”.
Buena parte de nuestras controversias
se han convertido en una competencia de descalificaciones, unos pleitos que se
alimentan más de la bilis que de la burla. Batallas que buscan golpes de
desprestigio. Montaigne destacaba los peligros de un concepto de la época que
justificaba la brutalidad en la guerra, el “furor” de los combatientes hacía
normal que no se contuvieran y que la piedad pudiera ser olvidada. Ese mismo
“furor” hace olvidar hoy toda obligación de compostura y valoración de ideas en
el debate de nuestras coyunturas.
El poeta irlandés Thomas Moore
escribió una especie de oración al sereno escepticismo que puede servir como un
pantallazo obligado antes de entrar al tinglado de las redes sociales: “Cuando
pasan las olas del error / qué dulce es alcanzar al fin tu puerto tranquilo, /
y suavemente balanceado por la duda ondulante / sonreír a los tenaces vientos
que guerrean afuera”
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