Cuando la casa todavía está como si la hubieran sacudido con rabia, como si un histérico hubiera estado buscando sus secretos en los cajones, con botellas entre los libros y el buey del pesebre decapitado, aparece la pareja de policías, uno negro y uno blanco como corresponde al lugar común de los patrulleros. Nunca había visto unos curiosos exhibir tanta desidia: caminaron por encima de las montañas de toallas y sábanas, miraron para el techo en busca de pruebas y cuando llegaron a la puerta rota redactaron su sentencia: “Ahh, es que hay que reforzar la seguridad”. Antes de salir, el patrullero negro, parrillero y segundo de esa pareja sonámbula, se encontró un revolver diminuto, un llavero viejo desenterrado del fondo de un cajón. Lo cogió con envidia y soltó su gracia para no pasar en blanco: “Bueno, pero al menos dejaron el revolver”.
Despedimos a los policías para comenzar el inventario. Nunca había pensado en los poderes de evocación que puede despertar un robo. Las fotos de un paseo olvidado tiradas en la cocina, la boleta de una visita a la Quinta de San Pedro Alejandrino encima del escritorio, un prendedor con el escudo del colegio en el patio. Cosas imposibles de encontrar, pequeñas constancias que vamos guardando contra la desmemoria, diarios desordenados que un ladrón se encarga de subrayar. Y la nostalgia terminó por vencer la rabia.
En la mañana llegó la hora de acudir a la fiscalía. Los ladrones, desconsiderados, te dejan en manos de las autoridades. El funcionario de turno se burla de mis aires de investigador porque llevo una bolsa que estaba cerca de la puerta y que parece incriminar a un vecino con afición a fumarse los dedos. Me dice que es mejor esperar hasta el lunes para poner mi denuncia, que me relaje y disfrute.
Una excursión por las prenderías de la Calle Bolívar sirve como entretenimiento: itinerario obligado para un iluso. Los dependientes me miran con compasión, anotan las señas de mis chécheres y siguen especulando sobre los partidos del domingo. Un curioso me pregunta por los detalles del robo detrás de la reja de su compraventa, quiere amenizar su cerveza con una historia así sea repetida. Le cuento mi pequeño caso y me lo dice muy claro: “Cómo así, usted sabe quién fue: ahh no mijo, mándele a decir con Juan y Pedro que está en problemas, que pilas, que por ahí hay unos fulanos que no lo quieren ni poquito”. Fue el primero pero no el último en recomendarme poner algo de presión sobre el sospechoso. Incluso hubo quien me puso a disposición a Juan y a Pedro.
El lunes me encuentro por fin con la pericia de una mecanógrafa en la fiscalía, hago mi relato con presunto implicado y la señorita me dice con alarmante sinceridad que vuelva al día siguiente para que mi asunto no se traspapele. El martes me dedico a poner cara de ternero huérfano frente a las secretarias, a dictar mi número de denuncia de puerta en puerta. El miércoles tengo una cita para una audiencia de conciliación con el supuesto ladrón que he denunciado. Yo mismo debo llevar la hoja de la citación a su casa y gastar un pedazo de la tarde con los nervios de punta de su mamá, tomando tinto y consolándola. Entre dientes la señora me dice que ha interrogado a su muchacho sin lograr ningún resultado.
El viernes espero en vano su comparecencia mientras mi vecina de silla me cuenta las hazañas de su marido bígamo: que el hombre se cree un Chayanne, que lo volvió a encontrar luego de dos años de pesquisas, que es un pobre diablo. Hay dos tipos de denunciantes, los que rumian su amargura de juzgado con la mirada perdida en los zapatos y los que llenarían folios con el dictado permanente de sus desventuras.
A estas alturas las secretarias me saludan con una sonrisa de familiaridad e intentan un consuelo: “Ayy, Don Pascual, yo no sé si va encontrar sus cosas, pero historias para escribir si tiene”.
En la nueva cita del lunes aparece el supuesto ladrón. Me cuenta sus días sin un peso, me jura y rejura su triste inocencia, me habla de sus noches en el hotel Rivoli y sus baños de gamín en las carpas junto al río, me muestra las cicatrices de su pierna muerta que le impide cargar un televisor. Mis sospechas se van venciendo frente a la sarta de lamentos. Reacciono y mientras oigo su retahíla en muletas pienso en un dicho que le sirva de anillo a sus dedos quemados: “Primero cae un mentiroso que un cojo”, me río sin dientes mientras mi supuesto ladrón sigue con el inventario de su última semana, su semana santa.
Llega el momento de la audiencia, la fiscal nos explica que la secretaria se equivocó, que el delito de hurto calificado no es conciliable, que el proceso sigue su curso, que disculpen. Faltó poco para que denunciado y denunciante volviéramos a la casa en el mismo taxi. Desconsolados.
viernes, 14 de diciembre de 2007
martes, 4 de diciembre de 2007
Por decisión dividida
Me impresionó el Chávez perdedor de la madrugada del lunes. Nunca creí que una derrota electoral pudiera ser un sedante tan fuerte y tan eficaz. Un Chávez hablando entre susurros, como si no quisiera despertar a la mitad de los caraqueños derrotados que lo oían entre gallos y más de media noche. Chávez pronunciando una oración fúnebre de apenas cincuenta minutos en vez de su show de variedades de más de tres horas. Felicitando a sus opositores, entre nostalgias y consejos de prudencia, como si no fueran oligarcas, enemigos del pueblo, malvados imperialistas. Sus ánimos de campeón invicto de los pesos pesados que acaba de perder por decisión dividida una pelea estelar alcanzaron para que dijera en tono sencillo que estaba dispuesto a reanudar su papel ante las FARC como un “modesto mediador”.
Se sabía que Chávez era un actor, un fanfarrón de película que canta boleros y dispara al aire, un bandolero con ínfulas de Salomón. Pero nunca lo había visto interpretando el papel de un perdedor melancólico y noble, del hombre pausado y pacífico que cuenta sus cuitas frente a sus amigos de turno. Esa será sin duda una escena corta porque su discurso dejó espacio para pensar en la revancha: “No lo logramos, por ahora”, dijo recordando sus pensamientos luego del golpe fallido que lideró 1992.
Es claro que el escenario será cada vez más incomodo para sus pretensiones de ser el protagonista de la segunda parte de la famosa película cubana de los sesenta. Lograr el apoyo popular a posiciones ideológicas extremas no es asunto fácil, la dictadura del proletariado por medio de las elecciones no camina ni con jornadas laborales de seis horas y populismo cantante y sonante: los recalcitrantes, los exaltados, los incendiarios siguen siendo una minoría así se aticen con petróleo y lemas de la lucha de clases.
El más reciente informe del Latinobarómetro, la encuesta continental donde se interroga a 1200 personas en cada país sobre asuntos políticos y sociales, pregunta por la intensidad de los conflictos entre ricos y pobres. Para sorpresa de todos Venezuela está en los últimos puestos cuando se habla de “agudizar las contradicciones”, para decirlo en la jerga que corresponde. Muy cerca de Panamá y Uruguay, últimos de la tabla de pugnacidad, y muy lejos Ecuador y República Dominicana, punteros indiscutidos en la percepción de la lucha de clases. Mientras el promedio latinoamericano dice que un 75% de los habitantes de la región consideran grave o muy grave el conflicto y las dificultades entre clases sociales; los venezolanos marcan un moderado 68% mientras marchan en direcciones opuestas por la Avenida Bolívar.
Cuando se habló de apoyo a la democracia los venezolanos también dieron una pista acerca de los resultados del referendo del 2 de diciembre. Está bien que la palabreja se presta para interpretaciones carias y que hasta Putin puede ser un demócrata convencido. Pero cuando el 67% de los venezolanos dicen apoyar la democracia -un segundo lugar en el continente detrás de las ideales mareas costarricenses- resulta complicado conseguir mayorías para legitimar un poder de poderes durante décadas. El dato más interesante para ver la política de los vecinos está dado por una cifra media en el espectro ideológico. Cuando se les pidió a los venezolanos que se situaran entre los extremos del 0, como posición más a la izquierda, y el 10, como posición más a la derecha, la operación dio un 5,3 muy cercano al centro de la balanza. Así que el grito de batalla parece cambiar un poco: moderados del mundo, uníos. Hasta la Victoria Siempre.
Para el final de su pequeña homilía Chávez eligió un texto de Bolívar que exalta la voluntad popular y entrega a los votantes una sapiencia digna de sabios. Resaltó la necesidad de convocar al soberano frente a las incertidumbres. Por lo pronto deberá renunciar a ese oráculo tan infalible como voluble. La propuesta negada no se podrá presentar en lo que resta de su gobierno y Chávez deberá acudir a mecanismos cercanos a los Fujimori y lejanos a los de Jean-Jaques Rousseau.
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