El domingo es una especie de encrucijada moral. Muchas veces el recién levantado, en ese día por inventar, se debate entre ocuparse de los remordimientos del fin de semana, rumiar algunos estragos nocturnos; o más bien amargarse con las labores que promete el lunes y su carga de crueldades, visitar los trabajos aplazados, la certeza del despertador. El descanso prometido es entonces una cima que deja a un lado el precipicio del remordimiento y al otro el abismo de las tareas no hechas. Por eso el domingo entrega esos silencios que se alargan y recuerda esas promesas largamente incumplidas.
Ese día viejo, lleno de premoniciones, tiene entonces una importancia especial para definir el carácter de ciudades, familias o individuos. Entrega una idea clara de cómo se comportan los humanos cuando se enfrentan a las afugias de ese sobresalto que algún dios despiadado puso en nuestro camino: “ninguna obra harás tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ningún animal tuyo, ni el extranjero que está dentro de tus puertas”.
Los últimos domingos he encontrado escenas que tal vez describan un poco el alma de la ciudad donde vivo. En las mañanas luminosas y abatidas he visto largas filas a las puertas de los lavaderos de carros. Humanos ávidos de agua a presión y espumas para sus camionetas blancas o sus automóviles plateados ¿Será una penitencia, será la religión de la limpieza, será una forma de consuelo? Veo la gente parqueada a la espera de su turno y pienso en la abulia de una parte de la humanidad frente al tiempo y al mundo. El domingo tiene que ser un día feroz para empujar a algunos conductores a pararse una o dos horas a la espera de que el espejismo del último modelo brille como debe brillar. Y me imagino que cobran por esa extraña forma de expiación, porque me niego a pensar que sea una diversión. Queda un consuelo: a esa misma hora dos jóvenes laboriosos brillan las latas de un bus alentados por sus humos y su música. El trabajo también puede salvar.
Razón tenía Roberto Arlt cuando decía que “Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esa cosa tan complicada que se llama mundo”. Y también cuando reniega de ese día insoportable donde “prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un de profundis en el crepúsculo de un día nublado”.
Más tarde, ya en la noche, me he topado con las iglesias rebosantes, por las puertas se asoma la espuma de los feligreses más jóvenes, dedicados a recordar alguna hazaña de la noche anterior o a conspirar contra sus padres y sus profesores. Al interior, bajo esa luz lúgubre y el incienso asfixiante, está el ánimo silente y adormilado, la triste esperanza que será desatendida, el remordimiento o el simple miedo. La pequeña capilla se me hace un vaso turbio de mala conciencia. La angustia hace que el corazón toque las paredes del estómago. Y pienso que todavía les falta ver el noticiero de la noche. Es seguro que muchos de ellos lavaron el carro en la mañana.
También he visto ese desangelado grupo que se come un helado en una mesa a manera de placebo contra el aburrimiento, y a quienes sacan a su perro y lo contagian de ese paso lánguido y llorón. Tal vez más tarde tienen que preparar un examen para el día siguiente. Pero hay algunos valientes que deciden aplazarlo todo una vez más, y juntar el domingo y el lunes, poner en el mismo día los remordimientos y los afanes del trabajo, hacer del lunes una proeza y hacer del domingo una pequeña fiesta para ver al mundo languidecer con los ojos brillantes. De ellos será el reino de los días muertos.