El
Cerro de Belén en Caldono, en el Cauca, fue durante años una trinchera y un
punto de mira clave para tomarse el municipio. El ejército y las Farc lo pelearon
como una garita obligatoria para ataques y defensas sucesivas. A los pies
estaban los habitantes del pueblo rogando frente al azar de los tatucos y los
peligros de las ráfagas indiscriminadas. El cerro estaba prohibido para sus
habitantes, cercado por minas, advertencias, prohibiciones. Luego de cinco años
de la firma del acuerdo entre el gobierno y las Farc es difícil entender las
dimensiones de la guerra en esos pueblos. Identificar los personajes como
combatientes, imaginarlos con el fusil al hombro, encontrar la crueldad cuando
ejercen sus nuevos oficios.
Hace
una semana estuve dos días en Caldono y Silvia visitando uno de los ETCR y varios
proyectos productivos de los excombatientes. Subiendo al Cerro del Belén en
compañía de víctimas y del párroco del pueblo, nos encontramos con dos mujeres
que caminaban hacia la cima. Farid, uno de nuestros acompañantes, nos dijo que
eran dos de las exguerrilleras con mando en esa zona: “Comandantes duras”. Sentadas
en un kiosco, en lo alto del cerro, nos recibieron con sonrisas algo tímidas.
Parecía increíble que en la figura y la historia de esas dos mujeres estuvieran
la estrategia de las tomas, las órdenes de los disparos, las heridas, la
crudeza del combate. La realidad después de la guerra parece tan inofensiva,
tan pequeña frente a la dimensión de los daños.
Las
dos mujeres hablaban con las víctimas y con el párroco en el tono de quienes reconstruyen
una historia común. “Este era el primero que nos quería dar cachetadas cuando
llegamos a la civil”, dice una de las excombatientes señalando a Farid. Y él recordaba
que llevó a una de ellas a una escuela para hablar de culpas y daños: “Fue el
primer perdón que se pidió en el pueblo, en medio de la charla ella ofreció disculpas,
de manera espontánea, sin que eso estuviera pensado”. De algún modo han
terminado en el mismo bando. Fueron 57 tomas al casco urbano en algo más de
treinta años.
Cuando
bajábamos encontré un casquillo de una bala de fusil. Llegué a pensar en una trampa
para el visitante, un souvenir para ponerle
color a su historia. Pero ese cerro no tiene como mentir. Nos despedimos y las
excomandantes bajaron para buscar su moto y volver a sus rutinas en el
activismo social o las tareas para el avance de los proyectos. ¿Esas dos
mujeres hicieron parte del grupo que puso en jaque al Estado y marcó nuestras
decisiones políticas por más de dos décadas? Esa imposibilidad para ubicarlas
en el escenario de la guerra tiene que significar algo, tiene que marcar alguna
conquista del acuerdo luego de cinco años.
Cerca
del 80% de los votantes del plebiscito del 2 de octubre de 2016 en Caldono le
dijeron SÍ al acuerdo entre el gobierno y las Farc. En el proceso de entrega de
armas muchos se enteraron de que familiares y vecinos hacían parte de milicias
o columnas guerrilleras. Sin saberlo compartían la cotidianidad desde los
extremos de una guerra a muerte.
Pero
los homicidios han crecido en el departamento luego de la desmovilización. La
guerra dejó negocios, experiencias, resentimientos que no se olvidan fácilmente.
En una pared en una esquina de la plaza de Caldono encuentro una oferta de
empleo: “Capacítese y obtenga empleo, hágase profesional en seguridad privada.
Para hombres y mujeres.” Una joven apuntando con un revólver acompaña el
pequeño pasquín. Y los resguardos pelean a los jóvenes que disidencias y mafias
intentan reclutar. Han pasado cinco años. Hay nuevas oportunidades y nuevas
amenazas, no se avanza fácil por esas trochas, pero se ha salido de lo que
parecía un atasco imposible.