martes, 30 de septiembre de 2008
Estatuaria
Una escultura es siempre una crueldad inmerecida, una posibilidad para el escarnio del tiempo y la mofa de los mendigos. O lo que es peor, una coartada para la piedad de unos cuantos ilusos. La memoria del bronce impone responsabilidades que no están hechas para nuestras máscaras. La comedia de inauguración, presidida por un mago oportunista encargado de correr un terciopelo, anuncia el desastre.
A finales del siglo XIX Tomás Carrasquilla, de visita en Bogotá, quedaba herido de muerte bajo la espada del Bolívar de Tenerani: “La estatua de Bolívar es una belleza”, le decía a su familia en una carta escrita con la boca abierta. Que diría hoy viendo a ese Bolívar diminuto en medio de su plaza, un soldadito de plomo tan insignificante. El mejor Bolívar que ha tenido Bogotá, al menos el más peligroso, lo vi hace unos años en las noches de La Candelaria. Alguien había intentado despojarlo de su espada convirtiéndola en un puñal corto y curvo, Bolívar parecía un guerrero árabe arropado con su capa, incluso se veía un poco encorvado y siniestro. Un hombre de El Cartucho le había dado al Libertador un aire de asaltante corriente.
Si eso le puede pasar a la figura del héroe, paladín y mártir en el centro de Bogotá, qué decir de las tristezas y los fiascos que le esperan Manuel Marulanda en su plaza del 23 de enero en Caracas. Colombia debería alegrarse por la posibilidad de ver las cargas que caerán sobre ese monigote de barrio. Lo mejor que le puede pasar es que olviden su nombre, que pasados veinte años los jóvenes del 23 de enero lo llamen el señor de la toalla y escriban el nombre de una hostería sobre su prenda más famosa.
La hipersensibilidad del gobierno y la indignación de la Cámara de Representantes, que intenta declarar persona no grata al alcalde de Caracas por su falta de vigilancia sobre la estatuaria menor, recuerda las tareas de los jefes de las casas de la cultura municipales. Celosos de las medallas y los pergaminos. A quién le importa que cinco caraqueños exaltados jueguen a la exaltación por el más burdo de los caminos. El comentario de un lector en uno de los foros de la prensa fue la mejor sentencia para el bronce de Manuel: “Ahh, pero si ese muñeco ni siquiera se parece a Marulanda, qué bobada”.
Moscú es un escenario privilegiado para la desvalorización de la estatuaria grandilocuente. Un parque, que sus habitantes han llamado museidon, acoge entre la maleza buena parte de la iconografía comunista. Una colección de muñecos de Lenin está apilada al lado de un lago sucio, los maniquíes de Stalin están acostados y sirven de bancas para los jóvenes. Los niños saltan sobre las solapas de Stalin. Los obreros fervorosos se enfrentan contra un revolucionario desnarigado.
Las esculturas han terminado por ser tan inofensivas y tan graciosas que entre nosotros Juanes y Shakira tienen su molde. Y el mismísimo Pibe Valderrama luce su pelo alambrado en las afueras del Eduardo Santos. En Barcelona hay una de Woody Allen que pierde sus gafas cada fin de semana y, hace unos años, una Kate Moss de tres metros haciendo yoga, con las piernas cruzadas sobre la espalda, fue declarada la efigie de estos tiempos. Y un loco norteamericano dedicó toda su vida a esculpir a Caballo Loco en las Colinas Negras de Dakota del Sur. Sus diez hijos intentan ahora, entre cargas de dinamita, terminar las crines del caballo del indio. Cada quien tiene derecho a fundir a quien se le ocurra. Los moldes del escultor le importan muy poco a eso que llaman La Historia.
Proponer una pelea contra una estatua es una verdadera idiotez. Hace unos meses, cuando un loquito decidió decapitar al Hitler de un museo de cera, el director respondió con toda tranquilidad: “Fue un atentado exitoso, aunque lamentablemente con 75 años de retraso”.
martes, 23 de septiembre de 2008
SintraObama
La mirada del Partido Demócrata sobre la situación de los sindicatos en Colombia se ha convertido en la más efectiva de las vigilancias. Una ronda permanente de cifras y reproches que incluso ha llevado al Ministerio de Protección Social hasta la carpa de los huelguistas. Para gritar alguna consigna escondiendo su mueca de fastidio. Mordiéndose la lengua y cruzando los dedos por la espalda el gobierno ha tenido que hacer algunas venias para que el TLC sea una posibilidad. Y los sindicalistas que se dedican a pisar esas tres letras en sus marchas, ruegan para que la negociación sea eterna y la inspección imperialista se mantenga.
En Sabaneta y en La Estrella, dos municipios al sur de Medellín, trabajadores encargados de hacer los moldes de botellas de cerveza, vino y champaña, brindaron hace un año por el desenlace sorpresivo de su huelga de veintiún días. Paradójicamente el patrón es un ciudadano americano llamado Larry Ross que terminó cediendo en su estrategia antisindical por orden indirecta de las mayorías en el Congreso de su país.
En 1999 Mr. Ross le compró a Peldar los activos y los contratos futuros de la producción de moldes y creó una nueva empresa llamada Moldes Medellín. Los trabajadores estaban sindicalizados y el nuevo patrón se comprometió a respetar la convención colectiva y buscar salidas concertadas para futuras negociaciones. Pero resultó que el gringo no era tan manso. Muy pronto creo nuevas empresas dedicadas también al arte de hacer hormas para inflar botellas y fue reduciendo la producción en Moldes Medellín; la única de sus hijas donde los trabajadores estaban sindicalizados y contratados a término indefinido. La hija calavera estaba destinada a la quiebra por la competencia dirigida por su mismo dueño.
Los trabajadores de las nuevas empresas eran jóvenes con contratos a seis meses o vinculados por medio de cooperativas de empleo. Para ellos la palabra sindicato tenía connotaciones subversivas y era sinónimo de despido. Durante un año los trabajadores de Moldes Medellín usaron el anzuelo del fútbol, las botellas de cerveza llenas, la marranada en diciembre y la cantaleta sobre los derechos laborales para romper el molde de sus colegas. Cuando habían logrado algún avance llegaron, en efecto, los despidos para los supuestos líderes en las nuevas empresas. Mr. Ross podía soportar a sesenta y dos trabajadores sindicalizados, ni uno más.
La estrategia llegó a su momento clandestino y los jóvenes ocultaban sus reuniones detrás de misas dominicales, aficiones futboleras y novias improvisadas. Cuando los trabajadores de las tres empresas presentaron los pliegos Mr. Ross desconoció la sindicalización de quienes no pertenecían a Moldes Medellín. Sabía que la ley colombiana lo protegía y que si no había una etapa de negociación que él no tenía obligación de convocar, era imposible que se votara una huelga. Pero la huelga se votó y el gobierno fue incapaz de declararla ilegal por la atención que algunos sindicatos norteamericanos habían puesto sobre el caso. No disturb, era la consigna del gobierno colombiano para sus visitas al congreso gringo. Así que el Ministerio de Protección Social recomendó un arreglo y Mr. Ross se vio obligado a negociar una convención colectiva con trabajadores sindicalizados de las tres empresas.
Los jóvenes empleados de Mr. Ross lograron igualar el salario con el de sus colegas sindicalizados. Además, salieron de la dictadura de los supervisores que elegían según el humor de cada día quien era despedido y quien reportado para un aumento. Ahora hay más de doscientos trabajadores amparados bajo un mismo sindicato. Alguien nos mira. El ojo incómodo del águila yankee ha comenzado a ondear en las banderas con manos empuñadas y engranajes de algunos sindicatos.
sábado, 20 de septiembre de 2008
Obituario
La mirada de los amigos que nos llevan una larga ventaja en años tiene casi siempre un dejo de condescencia, una especie de comprensión que se encarga de marcar distancias y subrayar una amplia superioridad en la biografía y la bibliografía. Sin embargo, desde que recuerdo Miguel siempre miró con la curiosidad del compinche el intento de mis primeros poemas, el afán de las columnas y el embeleco de rabodeají, una revista en internet que se alimentaba regularmente con sus merodeos de polilla sobre legajos, cartas, baúles, anaqueles y periódicos vencidos. A pesar de sus manías de archivero y sus gustos de anticuario Miguel era el menos rancio de sus compañeros de mesa. Tal vez el ron haya ayudado a ese propósito.
Desde el segundo piso de la Biblioteca Pública Piloto, vestido con una bata blanca de laboratorista, Miguel Escobar se dedicó a construir los diarios inexistentes de muchos de los personajes de la cultura en Antioquia. Saltando de los libros contables a los telegramas, de los álbumes familiares a las revistas, de los archivos personales a las crónicas refundidas, logró seguir a los pintores, los músicos y los escritores de comienzos del siglo XX en Medellín. Sabía qué música oían Los Panidas en El Café El Globo, qué película vio Ricardo Rendón antes de tragarse la bala de una Colt, cuánto ganaba Restrepo Rivera en sus años de gerente de la Naviera Colombiana. Como una especie de biógrafo aficionado, Miguel Escobar era capaz de mostrarnos las gracias menores de los personajes que la historia oficial se encarga de alejar entre placas conmemorativas y otros himnos. Conocía además todas las pequeñas inquinas de la villa. Las tensiones con las que la ciudad fue ampliando su centro desde el Parque Bolívar. Los celos de los párrocos, los apetitos de los comerciantes, las letras de cambio de los mineros, las trifulcas de los periodistas.
Su interés por los autores antioqueños nunca tuvo que ver con los virus regionalistas. Su curiosidad sólo respondía a sus gustos de lector y a las pistas que iban llegando a su oficina después de ser descartadas por los inventarios burdos de las sucesiones, las quiebras y otros desastres. Miguel Escobar era una especie de índice infalible del libro desordenado que van dejando las ciudades en sus papeleos mayores y menores. En buena medida fue él quien se encargó de ordenar la bitácora que guarda la Sala Antioquia de la Biblioteca Piloto. Se necesita una devoción extraña por el trabajo y la vida de otros hombres para dedicarse a recoger sus pequeños gustos y a reconstruir el telón de fondo de sus vidas.
Cuando ya estaba retirado de su trabajo de empleado público, dedicado a atender una oficina de embelecos en el conventillo de un parqueadero, siguiendo sus pesquisas sin necesidad de rendir cuentas a las contralorías, se vio obligado a suspender sus colecciones. Hace una semana que Medellín perdió una buena parte de su memoria. Miguel Escobar era el hombre perfecto para las preguntas imposibles.
martes, 16 de septiembre de 2008
Cuentos del desierto
Abderramán Ait Khamouch podría ser uno de los personajes que se agazapan en los Cuentos del desierto del Paul Bowles. Jóvenes sigilosos que dejan el rastro apenas “audible de sus talones descalzos sobre el suelo de tierra”. Niños que se agrupan para correr detrás de la estela de polvo de los buses, cargadores de equipajes en las estaciones que se deben espantar como moscas. Lo mismo que Allal, uno de los personajes de Bowles, Abderramán comenzó a trabajar en cuanto tuvo edad suficiente para sostener un peso sobre su cabeza. Allal era el encargado de traer el agua desde un pozo detrás del hotel donde un griego le daba posada a cambio de sus servicios.
A los ocho años Abderramán trabajaba en Mellab, Marruecos, en compañía de sus cinco hermanos: “Un día me caí al pozo intentando beber agua, y me rompí el brazo derecho. Sólo se les ocurrió vendarlo, así de pobre es mi tierra. Se gangrenó y tuvo que ser amputado.” Las palabras de Abderramán no están en los libros de literatura sino en las secciones deportivas de los periódicos europeos. El joven de veintidós años acaba de ganar la medalla de plata en los 1500 metros en los paralímpicos de Pekín y parece haber leído a Bowles cuando intenta describir los paisajes de su infancia. En los alrededores del hotel en que servía Allal no había nada, excepto un cuartel rodeado de un alto muro rojizo. Y en los alrededores de la casa de Abderramán, en el pleno desierto, en la zona de Merzuga, el panorama es muy parecido: “Donde nací no había nada. Y cuando digo nada, es nada”.
En los tiempos en que Bowles hizo sus primeras travesías por el Tánger, los jóvenes africanos de sus libros escapaban de las vidas cercanas a los documentales de Animal Planet ingresando a las filas de algún ejército, siendo héroes en Argelia o bandidos en las arenas de Sahara. Ahora, es necesario buscar una barca y cruzar un estrecho convertido en prueba de iniciación, en el más común de los rituales africanos de estos tiempos.
Luego de tres travesías con meta en Fuerteventura, España, Abderramán logró completar su viaje. Antes acumuló experiencia en dos naufragios. Trabajaba con el hombre encargado de las excursiones de todos los días y no tuvo que pagar los 1000 euros del tiquete. Los salvajes llegan a “el corazón de las tinieblas” de las ciudades europeas y deben mostrar sus habilidades: “Al llegar a Fuenteventura me escondí cinco días en las montañas, sin comer ni beber. Luego me detuvo la Guardia Civil, fui a un centro de acogida, me escapé a Las Palmas. No me pregunte cómo, pero llegué a Madrid y, finalmente, aterricé en Barcelona.”
Luego vendría otro centro de acogida y el trabajo en un parqueadero. Hasta que un día recordó las carreras. Cerca de las montañas Atlas que bordean la frontera entre Marruecos y Argelia los niños corren por un juego de imitación ineludible. Correr es una diversión productiva, una especie de conexión con el más grande los sueños:”En Marruecos todo el mundo corre para ver si acaba siendo El Gerruj o Said Auita”. Abderramán se refiere a los grandes ídolos del medio fondo en su país. Se inscribió para correr una prueba callejera en Barcelona y logró terminar sólo porque había dejado su morral en la meta y estaba obligado a seguir el paso de los atletas para encontrar el punto de llegada. Ahora su medalla está en el casillero español y dice que sólo regresará a Marruecos de visita.
Su hermano de 15 años acaba de repetir la historia y celebró la medalla de Abderramán desde un centro de acogida en Bilbao.
sábado, 13 de septiembre de 2008
Big bang
El lago Lemán, al que abraza con tranquilidad la ciudad de Ginebra en las estribaciones menores de los Alpes Suizos, tiene sin duda un magnetismo para las grandes aventuras de la razón humana. Sus aguas alentaron la curiosidad y la ambición de Rousseau y Voltaire para intentar una exhaustiva codificación de los saberes del hombre, una traducción razonada de todos los signos del mundo. La enciclopedia fue en su momento un esfuerzo de unos pocos contra la oscuridad de las catedrales y los palacios.
De nuevo los alrededores de Ginebra se encargan de inspirar las preguntas más difíciles y los esfuerzos humanos que buscan privar a dios del monopolio sobre los primeros misterios. Esas nebulosas de las que sólo los sueños nos conceden algunas referencias. Pero mil ochocientos científicos reunidos alrededor de una máquina kilométrica que intenta ver la más diminuta de las partículas, pueden ser, para el común de los mortales, tan oscuros, tan caprichosos, tan esotéricos como un ojo encerrado en un triángulo.
Viendo la alegría de los hombres sobre las pantallas que les entregan la información del acelerador de partículas, me sentí pertenecer a una gran subespecie que a duras penas logra descifrar el funcionamiento de la bombilla de Edison. Mientras los sabios mostraban su regocijo por estar a punto de armar una puesta en escena para el primer momento del universo, controlada por sus botones y su túnel del tiempo de 27 kilómetros; yo me dedicaba a resolver un triste sudoku en el sofá, sumando y restando con indolencia.
Con miedo de perder mi categoría de Homo Sapiens salí en busca de la más elemental de las explicaciones. Recordé que un extraño personaje de Italo Calvino había logrado colarse en los momentos interesantes sucedidos unos miles de millones de años atrás. Las palabras Qfwfq, protagonista de las Cosmicómicas, son una sencilla manera de entender las encrucijadas del Big bang: “Naturalmente que estábamos allí. ¿Y dónde más íbamos a estar, si no? Qué pudiese haber espacio nadie lo sabía. Y el tiempo, ídem: ¿qué quiere que hiciéramos con el tiempo, allí apretados como sardinas? He dicho apretados como sardinas por usar una imagen literaria: en realidad no había espacio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquel donde estábamos todos.”La explosión, que en realidad no puede llamarse tal porque el afuera no existía, hace que el personaje no alcance a despedirse de sus compañeros, convertidos casi todos en radiaciones de diferente calibre.
La ciencia infantil de Calvino fue un consuelo al igual que el descubrimiento de que las casualidades son las mejores aliadas de los sabios de todos los tiempos. También ellos deben agradecer a su ruleta. La teoría del Big Bang, el primer impulso para la catedral de la ciencia en Ginebra, necesitó de la suerte de dos investigadores de la empresa Bell Telephone en la década del 70. Digamos que jugaban con una antena cuando se encontraron con la radiación homogénea de microondas que recorre el universo, una prueba para el modelo teórico que sostenía al Big Bang. Me tranquilice pensando que sólo la coincidencia me ha alejado del entendimiento de algunos grandes misterios.
Así que volví al sofá y abrí un poema del Canto cósmico de Ernesto Cardenal: “Y la galaxia fue tomando forma de flor / como hoy la vemos en la noche estrellada. / Nuestra carne y nuestro huesos vienen de otras estrellas / y aun tal vez de otras galaxias, / somos universales, / y después de la muerte contribuimos a formar otras estrellas / y otras galaxias.”
martes, 9 de septiembre de 2008
Derecho punkero
Cuba es un increíble depósito de anacronismos, un deleite para las nostalgias y la memoria y a la vez un desesperante marasmo de manías y prejuicios. El turista se ríe de la fauna de ascensores soviéticos que multiplican sus palancas y sus botones con una biodiversidad envidiable, y goza con los nombres de los carros rumanos remendados con las prótesis que les donan sus congéneres polacos. Los ventiladores hacen llorar a los escenógrafos y los aparadores a las señoras españolas acostumbradas al Ikea más cercano.
Más allá de la escena de óxido pintoresco están las vejeces que han quedado en los códigos y en las ideas de todo tipo. Hace unas semanas el multitudinario blog de Yoani Sánchez, una especie de tribuna internacional que se enfrenta a la tribuna antiimperialista levantada todos los días para retar a la costa de Miami, se ocupó del juicio contra un punkero cubano que se hace llamar Gorki y se dedica, cómo no, a la burla estridente contra la revolución. Gorki es el único individuo de la especie punkero cubano, un antónimo del hombre nuevo que desafía todas las condiciones de adaptación al hábitat natural. Una de esas extravagancias de la naturaleza.
Pero vamos al juicio que se le siguió en el Tribunal Municipal Popular del barrio Playa, en la Habana. Gorki estaba acusado de “peligrosidad predelictual” por una vecina llamada Heidi, directora del Comité de Defensa de la Revolución y de la Comisión Preventiva de su barrio. Gorki no había cometido ningún delito, pero su facha y sus maneras delataban que estaba a punto de hacerlo: “no participa en las actividades del CDR, no hace guardia y no vota… su conducta social se resume en hacer ruido con su música y molestar a los vecinos”. El hombre llegó esposado al tribunal luego de cuatro días de cárcel y una causa penal suscrita en virtud a los malos presentimientos de vecinos y policías.
Ese tipo de derecho penal que se incubó en la Italia del siglo XIX y tuvo su auge en la primera mitad del siglo XX, que en el código penal colombiano de 1936 mandaba a encarcelar vagos y mendigos antes de que se antojaran de lo ajeno y que dibujaba prototipos de delincuentes en potencia, sigue mandando en los tribunales cubanos con una grosería que desde lejos causa hasta risa. Y me perdonan por la indolencia.
Al final, la joven juez resolvió cambiar la imputación por el sencillo delito de “desobediencia” y cerró el caso con una multa. Ante el acoso de los periodistas internacionales los policías cubanos, “los segurosos”, según las palabras de Yoani Sánchez, decidieron llevar a Gorki en una patrulla hasta su casa. Un desenlace casi tierno para un juicio casi ridículo. Qué pensará Piedad Córdoba de la justicia y la juventud rebelde de la Habana.
El caso de Gorki y su juicio por un delito de lesa extravagancia es una de las caricaturas que nos entrega el comunismo tropical. Pero en todas partes esa especie de derecho penal preventivo, manejado según las artes de la adivinación, comienza a volver de manera más sutil. Francia está discutiendo un plan para fichar a delincuentes potenciales, incluso menores de edad, con un registro que incluye datos sobre la salud, la militancia política, la orientación sexual y el origen étnico de quienes despierten sospechas. En Colombia un congresista con delirios paternales quiere “guardar” a los menores de 16 años en las inspecciones de policía pasadas las 11 de la noche. Por si las moscas. Los gringos torturan en Polonia o en alta mar a los “terroristas” que describe el manual de la CIA. Porque uno nunca sabe. Un burlón me dijo hace un tiempo que los cubanos sólo deben esperar un poco más para volver a estar a la última moda.
viernes, 5 de septiembre de 2008
Es mejor la policía que la seguridad
Los alardes en los escudos de las empresas de seguridad privada, águilas, puños cerrados, ojos omnipresentes, son siempre proporcionales a la arrogancia de sus uniformados. Es más fácil entenderse con las tres cabezas del cancerbero que con las dos cabezas de la tierna pareja que forman un guardia privado y su Rottweiler. En los casos en que el celador está armado de una planilla el asunto se complica. Ahora siente que tiene obligaciones de corte administrativo y se convierte en el más quisquilloso de los escribanos, una especie de superintendente con quepis que sólo deja espacio para la paciencia o la injuria. Es de advertir que la dotación de radios, detectores de metales, pantallas y demás juguetes va restando puntos al déficit de sentido común que se exige en las pruebas de admisión. Los que tienen un audífono que se extiende hasta la boca en forma de micrófono resultan verdaderamente infranqueables. Están blindados.
Según Fenalco en Colombia hay 170.000 uniformados de empresas privadas con encargos diversos, un ejército que todos los días pone a prueba el equilibrio y la resignación de sus compatriotas. Poco a poco nos hemos acostumbrado a la necesidad de sus corbatas y sus ritos maniáticos para cruzar algunas puertas. Sin embargo, desde hace unos años los celadores han venido ganando terreno, ya no se conforman con las porterías de los edificios ni con los atrios de los bancos ni con los pórticos de los aeropuertos, quieren cuidar la ciudad entera regidos por el simple reglamento que les dictan sus patrones. Porque cuando usted la habla a un vigilante de los derechos constitucionales él hombre le muestra los colmillos propios y los de su mascota antes de aplicar su manual de procedimientos.
En Medellín el primer político que entregó las responsabilidades de seguridad pública a las empresas de vigilancia fue Sergio Naranjo. En 1996 contrató celadores para que hicieran el trabajo de la policía en el centro de la ciudad. Una idea peligrosa e inconstitucional, una aberración democrática que cualquier inspector estaría en capacidad de reconocer. En esa época recuerdo que un vigilante algo contradictorio intentaba cerrar el parque San Antonio a las 12 de la noche. Cuando le dije que eso era un espacio público, que él debía encargarse únicamente del cajero electrónico, encontré una respuesta para enmarcar: “Esto es un espacio público pero cerrado al público”.
Más tarde Luis Pérez reincidió en la misma idea. Cuando no se le ocurrían barbaridades propias copiaba las ajenas. Sus llamadas “zonas seguras” también tenían la intención de entregar a los particulares las funciones indelegables del Estado. Poco a poco los delincuentes se dieron cuenta que era una buena forma de legalizar su control sobre algunas zonas de la ciudad. En el 2003 Amnistía Internacional advirtió que miembros de los paramilitares estaban infiltrados en el programa “zonas seguras”.
La reinserción del Cacique Nutibara terminó por complicar el tema. Los negociadores paras Impusieron la idea de que sus guardaespaldas tenían que ser sus hombres de confianza. Y el Estado legalizó su guardia. En julio de 2005 el presidente Uribe pidió a las empresas de seguridad privada que cooperaran en la lucha contra la delincuencia y el sector respondió proponiendo el uso de combatientes desmovilizados en tareas de vigilancia. De modo que el Estado terminó contratando a sus propios enemigos como proveedores de la más delicada de sus obligaciones. Se perdió el control total y por contagio pasamos de los celadores torcidos a los policías untados y a los fiscales turbios.
martes, 2 de septiembre de 2008
Asesinos por naturaleza
Una silenciosa paranoia recorre la campaña presidencial norteamericana. Parece inevitable que los temores secretos de muchos, pesadillas que se alejan con un manotazo de razones, alcancen a tocar de cuando en cuando aguas más ciertas que las de los malos sueños. Se intenta que la palabra asesinato salga del diccionario durante unos meses pero no es fácil. La coincidencia de los aniversarios, las escenas repetidas en las películas, los tatuajes de los fanáticos y las banderas de las sectas se encargan de señalar la página y obligan al repaso permanente de la temida definición. Siempre leída en voz baja.
El primer presagio llegó con las palabras de una figura inquietante, una anciana de ochenta y ocho años investida con las dotes de adivinación que entrega la literatura. No diré una bruja para que no se me mal entienda. En febrero de este año Doris Lessing, Premio Nobel en el 2007, dijo con un tono de tranquila resignación: “Matarán a Obama si llega a ser el presidente norteamericano… Probablemente no duraría mucho tiempo un hombre negro en la posición de presidente. Ellos lo matarían”. Ese plural ambiguo e indefinido es un buen interrogante para el comienzo de la película.
Más tarde aparecerá un estudiante medio loco en un salón de clase en Miami. En medio de un curso para ser garante de fianzas decide levantar la mano y soltar un aporte inesperado: “Si Obama resulta electo lo asesinaré yo mismo”. Luego de la clase los compañeros le ponen la queja al FBI y Raymond Hunter Geisel es detenido bajo el cargo de amenazar al candidato demócrata a la presidencia. Para no intentar nuevos guiones el joven de 22 años le dice a su interrogador que si quisiera matar a Obama usaría un rifle con mira telescópica. Las inspecciones a su Ford Explorer y a la habitación de hotel donde vivía su novia mostraron que Hunter era un fanfarrón con algún respaldo: municiones para un rifle calibre .223, radios de comunicación, uniformes militares, chalecos antibalas, gases paralizantes, una pistola 9 milímetros y un machete. Para completar el perfil digamos que Hunter mecía sus declarados trastornos mentales en el camarote de un velero anclado en Marathon, Florida.
La nota graciosa en medio del tenso ambiente de campaña la puso hace un mes la ex directora de The Washington Times. Durante una discusión en la cadena Fox News, la señora Liz Trotta dijo que una declaración de Hillary Clinton referida al asesinato de Robert Kennedy fue entendida por algunos como una sugerencia de que alguien debería matara a Osama…Muy pronto notó su lapsus y lo corrigió con una frase entre risas: “Ehh, a Obama, Bueno, a ambos si hiciera falta”. Los amigos de las teorías conspirativas dirán en voz alta: “a todos ellos se refería la señora Lessing”.
Pero es hora de que haya algo de acción. Los sueños de un loquito en un velero no son suficientes para animar la cinta. Entonces una camioneta alquilada aparece tambaleándose por una autopista cercana a Denver. La conduce un hombre de 28 años en libertad condicional, animado por un poco de meth para ayudarle a la adrenalina. Su camioneta lleva dos rifles con miras telescópicas, chalecos antibalas, municiones, radios y unos cristales de metanfetaminas. Uno de los rifles fue robado en Kansas. Un delirio o un afán cierto lo llevan a confesar a sus captores que planeaba matar a Obama durante la convención. Van hasta donde un cómplice que disfruta de los resplandores de la meth cerca de un hotel donde supuestamente estaría Obama. Sólo encuentran unas pelucas y un poco más de drogas para gozar de la pirotecnia de la convención demócrata. Luego llegan hasta el edificio donde está otro supuesto cómplice. El hombre se tira desde el sexto piso y al fin tenemos a los policías corriendo. En el suelo, junto a los depósitos de basura, está Shawn Robert Adolf con su esvástica en el hombro y su anillo que rinde honor a führer. Los jefes de los 5000 policías que cuidan a Obama deciden que son apenas tres locos alentados por los flashes de la droga y un delirio de grandeza blanca. Dependiendo del director la película puede ser una pequeña farsa o un gran estreno de temporada.
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