miércoles, 28 de julio de 2010
Correo del Orinoco
Hace un año largo Hugo Chávez lanzó con la espada al cinto su periódico Correo del Orinoco. Además de sumar otra voz oficial a la información en Venezuela para “luchar contra la guerra mediática de la oligarquía”, pretendía tomar el testamento al Bolívar polemista, seguir la huella del héroe que además de dar la batalla con valor intenta justificarla con inteligencia. En 1818, peleando desde Angostura, Bolívar concibió la idea de un diario para contradecir los partes de guerra y las ideas del imperio español, para relacionarse con otros movimientos insurgentes en América y para dar noticia en Europa de la justa causa de la independencia.
Chávez está convencido de seguir la misma ruta del Libertador, y su Correo del Orinoco considera los mismos fines del original que armaba un impresor inglés. Incluso comparten algún símil guerrero: Al momento de pedir la prensa y las letras a su agente en Trinidad Bolívar escribe: “mándeme usted la imprenta… que es tan útil como los pertrechos”; y la enseña del nuevo Correo de Chávez dice en letras rojas: “La artillería del pensamiento”.
Sin embargo, esculcando los esfuerzos periodísticos de los dos militares y políticos venezolanos es posible encontrar algunas interesantes paradojas. Luego de casi 200 años los dos Correos parecen apuntar a objetivos opuestos, se contradicen en sus diatribas y sus lirismos, se diferencian en sus métodos y en su encono.
El Correo del Orinoco de Bolívar, a pesar de las diferencias con Santa Fe en medio de la guerra contra España, se empeña en defender el papel de los granadinos. Cuando Morillo los llama cobardes y dice que solo los venezolanos han impedido la reconquista. Bolívar le entrega una página a Santander para que defienda la bravura de sus huestes. Y luego él mismo dirige las palabras de elogio y aliento a la Nueva Granada: “Reunid vuestros esfuerzos a los de vuestros hermanos: Venezuela conmigo marchará a libertaros, como vosotros conmigo en los años pasados libertasteis a Venezuela.” La unión de Colombia y Venezuela era otro de los objetivos del original Correo del Orinoco: “Los pueblos comienzan a reconocer la necesidad y el precio de su reunión en grandes masas…deponiendo ese pequeño y funesto espíritu de provincia desorganizador de toda la sociedad”.
La última reflexión de Chávez en su Correo propone no solo una división con Colombia sino al interior de su país: “…cuánta burla rastrera y envidia realenga en ese sector que es heredero de la oligarquía paecista y santanderista en Colombia y en Venezuela”. En su tiempo Bolívar escribía un extenso paralelo entre el patriota y el demagogo que bien podría leer el presidente de PSUV: “El patriota nunca pertenece a ningún partido, por que él solo aspira al bien general, solo obedece la voluntad de la nación y nunca puede considerarse partido a la nación.”
El Correo del Orinoco original tiene también defensas de la libertad de prensa que asustarían al Teniente Coronel venezolano, y palabras contra quienes intentan dividir a los patriotas entre blancos, negros y pardos: “¿Por qué ha de haber guerra de colores, guerra de castas, guerra de odios?”. La carta de un lector justificando los insultos de Morillo podría servir como defensa del hombre de Barinas: “Cada uno Sr. es formado por su educación, querer que un jefe que no comenzó su carrera como oficial use el lenguaje más fino, es como pedirle peras al olmo. Sus modelos de elocuencia y guerra desde que aprendió tarde a leer han salido de un catecismo popular”.
viernes, 23 de julio de 2010
Daniel Sampic Ospina
Daniel Samper Ospina me ha hecho reír con sus últimas páginas en la revista Semana. De verdad es el columnista joven más viejo del país. Desde hace seis meses vienen pregonando en tono de chiste en contra los cachumbos de más del canciller Bermúdez y del Ex-candidato Fajardo. Le parece que los señores están cortos de peluquería y que sus dignidades no dan para semejante desgreño. Estoy seguro que José Galat comparte sus opiniones. Su retahíla bien peinada me ha recordado a los padres benedictinos con los que estudié durante un tiempo muy largo. En la fila del colegio hacían una especie de revisión Nazi con regla y tijera en la cabeza de los alumnos de bachillerato.
Pero Ospina no es solo quisquilloso con el pelo de más sino asquiento hasta la nausea. El resto de sus columnas las dedica a meter a la ducha a personajes que le parecen mal bañados: congresistas, cantantes, meseros, comisionados de televisión. El hombre debería montar una sociedad profiláctica para dormir tranquilo. Estoy seguro que la señora de la fríjolada de la que habla en sus columnas le aportaría el jabón antibacterial. Hace poco en una revista limpia de todo, decía Yo José Gabriel que siempre le ha dolido entregar la mano por ahí en la calle. El simpático señor es uno de esos enfermos que no se toma el alcohol sino que se lo unta luego de escapar del mugroso mundo exterior. Debe leer con deleite las columnas de la última página de Semana.
Daniel Samper Ospina debería aprovechar su vena impecable para lanzar una campaña política como la que lideró Berlusconi hace unos años en Italia: “Nunca mi partido llevará a Europa a personajes malolientes y mal vestidos como esos que circulan por los hemiciclos parlamentarios con ciertos partidos”. Siempre han dicho que mucho jabón pela y mucha loción mancha.
martes, 20 de julio de 2010
Vodka en verano
No digamos que es obligatorio leer a los clásicos rusos. Es solo una buena opción. Lo que sí es obligatorio es tener un buen vaso de vodka a la mano si uno se anima a leerlos. Para aceptar la sencilla pregunta rusa que solo tiene una respuesta posible: “¿Y si bebiéramos un vodka?” Por que en cada página de los cuentos de Pushkin, de Tolstoi, de Chéjov, de Gogol aparecen los vasos tintineantes, las tentaciones, los hombres que “tienen una borrachera como un castillo”.
Para escribir esta página me di a la tarea de esculcar algunos libros rusos, dejar correr sus páginas entre los dedos y parar de improviso. Ese método me entregó sin dificultad una buena colección de hombres convertidos en odres. Se puede empezar por un sepulturero hijo de Pushkin a quienes sus compañeros de fiesta, panaderos, sastres, encuadernadores, miran con cierta sorna macabra: “¿Qué te pasa amigo? Bebe a la salud de tus muertos”. El enterrador termina borracho como todos, pero sus sueños son diferentes, podrían llamarse “memorias del subsuelo”. Sus últimos clientes lo visitan y reclaman por el ataúd de pino que hizo pasar por roble.
Luego está un maestro de postas, al mismo tiempo jefe de establo y de posada, que termina su vida en una taberna luego de que su hija escapara con un húsar pederasta. Todos los días termina tambaleante y perseguido por el mismo coro infantil: “Abuelo, abuelo, ¿tienes nueces?” Un libro más tarde Chéjov entrega un cochero abatido por la nieve y la tristeza, blanco como un fantasma. Solo quiere contarles a sus dos pasajeros, borrachos cómo no, que su hijo murió en la mañana. Los gritos y los chistes flojos impiden el desahogo.
Para ayudar a la comedia el mismo Chéjov tiene un actor de teatro que emprende una borrachera a cuatro actos antes de subir a escena, y obliga a su empresario a emplear un método de desintoxicación que incluye golpes y vodkas de más. Tolstoi prefiere borrachos de uniforme. En “Los dos húsares” un comisario de policía recién reelegido grita a sus compañeros de borrachera: “¡Champaña, Champaña! Preparé el baño de champaña para bañarme… Me gusta la distinguida sociedad de la nobleza.” Por su parte el oficial de caballería, ya bisco de vodka, intenta convencer a una gitana de escapar en su compañía.
Ahora puedo leer con más certeza la noticia que apareció hace días en los despachos internacionales: 1200 rusos se han ahogado en los últimos dos meses a causa del calor y el alcohol. En un solo día se ahogaron 49 en lagos, ríos y mares. El calor de 37 grados los empuja a las orillas y el placer de una tarde soleada los empuja al vodka. Tambaleantes, sin que nadie los empuje, van a dar al fondo de los lagos o los ríos o los mares. Con la piedra de una buena rasca amarrada al cuello. Como médico del pueblo en general escribía Chéjov: “En los pequeños pueblos del Norte, donde la vida es más que en ningún otro sitio la antesala de la muerte, el vodka es el compañero imprescindible que te quita el frío, te ayuda a sobrellevar las muchas penas. . . Beben porque están cansados de la rutina, porque la vida que llevan no es vida; porque no tienen dónde ir, nada que hacer; beben porque querrían salir y empezar de nuevo.”
Se alejan de la realidad los grandes literatos rusos. Nos ponen siempre a sus borrachos en medio de nevadas y ventiscas, de pueblos pantanosos y tristes. Saber que los bebedores rusos pueden estar a las orillas de un lago azul y luminoso, como si vivieran en una novela francesa.
domingo, 18 de julio de 2010
Sólo para mundialófilos
Acudo la elocuencia de las palabras ajenas sobre un dolor propio.
Un artículo de Juan Carlos Orrego.
Cuando el árbitro inglés Howard Webb decretó el fin del partido que daba a España su primer título mundial, de inmediato me ganó la pesarosa idea —como cada cuatro años— de que el Mundial de Fútbol es tan fugaz como la vida de un insecto. Y, para colmo, de él no se puede decir que se va tan pronto como llega, porque los tres años y once meses de vigilia que corren entre dos campeonatos son largos y tediosos. Bastará con decir que entre un mundial y el siguiente hay que soportar, completo, un decepcionante periodo presidencial.
Lo más curioso de todo es que, entre lo que hace entrañable un Mundial, el fútbol quizá no sea lo principal. Hace cuatro años casi lloré cuando Fabio Grosso pateó el penalti que dio fin a la competición, pero aun así la mayoría de las acciones de juego y buena parte de los resultados de 2006 ya se han borrado de mi cabeza: ¿Cómo fueron los goles con que Alemania le arrebató a Portugal el tercer lugar? ¿Cómo le fue aquella vez a España en su primer partido? ¿Cuál fue el mejor gol? La verdad es que pocas cosas tengo tan frescas en la memoria como el cabezazo de Zidane sobre el pecho de Materazzi. Del mismo modo, del Mundial del 2002 recuerdo sobre todo cómo mi despertador chillaba a la 1:30 AM y, yendo mucho más allá, del certamen de 1982 tengo la vívida imagen de un sheik arrogante que baja a la cancha para hacer anular uno de los goles que Francia le convirtió a Kuwait.
Los moralistas y la gente “profunda” dirán lo que quieran, pero un Mundial es una cosa magnífica. Porque, en el supuesto de que el fútbol fuera un amasijo de veintidós hombres tras un balón —como lo sostienen, con nula imaginación, ciertas almas de cántaro— y que las estampas curiosas que acabo de ejemplificar no fueran más que un zurcido de tonterías, le queda la gracia de ser un aderezo magnífico de la armonía hogareña. Durante muchas mañanas de este junio fui un convidado de honor entre las cobijas de mis hijos, la una prendada del “Niño” Torres y el otro hecho seguidor incondicional de Eslovaquia. Además, al calor de un café sostuve interesantes discusiones con mi esposa a propósito de las improvisaciones técnicas de Maradona. Y ni qué decir de la final, con el cuadro entrañable de un batallón de hermanos, primos y amigos sentados en el mismo sofá, las madres preguntando por el marcador después de cada alarido y un tío astuto cobrando el dinero de la polla familiar.
A una semana del pitazo final, qué lejano se me hace ya Sudáfrica 2010. Un amigo con el que compartí este pesar me dijo, con espontánea genialidad, que al acabarse un Mundial uno se siente como cuando vuelve de un paseo. Ni más ni menos: con alegría vencida y nostalgia indeleble; incluso con rabia, por saber que hace apenas un día estábamos metidos en el mar o contemplando el mundo desde la cima de una montaña de enciclopedia. Qué difícil es archivar esas vivencias en el cajón del pasado y reintegrarse a la gris rutina en que veníamos: esa de estadios en reparación, bastoneras descoordinadas y partidos Medellín-Chicó o Nacional-Cartagena. La vida es dura, pero es la vida.
Con todo, la sensación horrible de disolución que se toma mi cabeza no alcanza a poner en jaque el que, desde ya, sé que será el más sólido recuerdo del Mundial que acaba de expirar. Por supuesto que no se trata de la imagen de Andrés Iniesta venciendo a Stekelenburg, ni la del gol fantasma de Inglaterra, ni la de la atajada —la mejor del torneo— de Luis Suárez contra Ghana. En mi memoria comienza a erigirse, reinante, la figura del pulpo Paul, ese sabio adivino del mundo animal que ha condenado al olvido a Gauchito, Naranjito, Pique, Goleo y todas las pusilánimes mascotas de la historia.
martes, 13 de julio de 2010
Delitos mayoristas
Luego de superar el mito sangriento de los grandes capos, cuando la figura del narco capaz de retar al Estado es un recuerdo y los hijos de Pablo Escobar y Luis Carlos Galán se sientan juntos a comentar sus desgracias, Colombia sufre una extraña paradoja: los nuevos líderes de la violencia, quienes supuestamente se disputan el menudeo de los negocios ilegales en las ciudades, se han empequeñecido tanto, han bajado tanto su perfil, que el filtro de la justicia no logra atraparlos.
Antes los mafiosos míticos rompían con su tamaño y su terror las redes insuficientes del derecho penal; ahora los pequeños capos pasan desapercibidos entre los agujeros que dejan los fiscales y los códigos. El caso de El Cebollero en Medellín es bien diciente. En el momento de su captura se presentó como uno de los causantes de la criminalidad en el Área Metropolitana, socio de la ubicua oficina de Envigado y “contratista” de otras bandas como Calatrava y La Unión. Se llegaron a ofrecer 250 millones de pesos por su captura. Supuestamente es un pez gordo.
Pero en su proceso no se logró más que una sentencia anticipada por un sencillo concierto para delinquir. El Cebollero dice que aceptó el delito para obtener la rebaja de penas luego de convencerse de que no tendría un juicio justo. Y repite que no entiende por qué lo tratan con un alias apestoso, sabiendo que sus socios en la Central Mayorista siempre lo trataron como Don Alirio. Las acusaciones de homicidios, desaparición forzada y extorsión nunca prosperaron. Dos años después de su captura Don Alirio estuvo cerca de salir bajo libertad condicional. Solo revolcando los archivos de la Fiscalía fue posible desempolvar un proceso por lavado de activos.
El país se ha acostumbrado a asimilar la captura con la condena. El ejecutivo lee prontuarios espeluznantes en las ruedas de prensa y la reseña judicial mientras los expedientes languidecen. En ocasiones la duda recae sobre la actuación de los fiscales. Desde el 2005 se tenía noticia de las vueltas no muy transparentes de Don Alirio como gran distribuidor de aguardiente de la Fábrica de Licores de Antioquia. Ni las denuncias del alcalde Salazar ni los oficios de la directora nacional de fiscalías lograron mover la investigación comandada por Guillermo León Valencia, en su momento director de la fiscalía en Medellín. En ocasiones es el código de procedimiento el que no deja proceder. El gobierno clama contra las decisiones de los jueces mientas olvida que las reglas de los procesos penales fueron presentadas por el ejecutivo en un proyecto de ley en el año 2004.
Los jueces aseguran que no hacen más que cumplir la ley y que el gran problema está en las deficiencias de los procesos de investigación. El presidente de Asonal Judicial en Antioquia pide recursos para desarrollar una verdadera policía judicial. Según él ni siquiera hay gasolina para las camionetas del CTI y se trabaja con seis policías judiciales en fiscalías donde se llevan 800 casos de delitos contra la vida. Se repiten los alias que causan escalofríos en los periódicos: Kener, Pantera, Riñón… Mientras tanto los abogados defensores se ríen maliciosos tomando tinto en las afueras de los juzgados.
Antes los capos parecían demasiado malos para que la policía pudiera capturarlos. Hoy parecen en extremo inofensivos para que los jueces logren condenarlos.
martes, 6 de julio de 2010
Santo remedio
Durante todo el año de campañas se repitió con sorna una frase que es patrimonio de cínicos y analistas: “la política es dinámica”. Y uno se ríe con cierta resignación. Que Juan Lozano, niño genio de la constitución del 91, resultó reeleccionista convencido; que Rodrigo Rivera, hijo vivo del Partido Liberal y manzanillo de Pereira, es ahora el ala conservadora de puestos de la U; que Vargas Lleras haya terminado en la tarima vallenata de Santos tocando la raspa. Eso a nadie sorprende. En últimas los políticos son leves briznas al viento y al azar.
Pero después de las elecciones aparecen volteretas más profundas y más difíciles de predecir. Cambios que no tienen que ver con la ambición de los políticos sino con el estado de ánimo y las percepciones de la opinión. En los tiempos de la apoteosis verde circuló por escrito y en comentarios sueltos la triste versión del príncipe Juan Manuel convertido en sapo. Se decía que su figura de clubman no era bien vista ni en el Country. Que el prototipo de la oligarquía santafereña producía resistencia incluso en los votantes colombianos en Londres. Que la cantaleta de Uribe sobre los cócteles bogotanos había terminado por mancharlo. Que en las universidades era recibido a escupitajo y chiflido limpio. Incluso en la Javeriana le tiraron tres chicles.
Se habló del Todos Contra Santos. Los políticos profesionales temían sus antecedentes de tecnócrata y los tecnócratas denunciaban su suficiencia politiquera. Juan Manuel Santos fue durante una semana un político gago, heredero de una casta eterna e insufrible, con la antipatía que para la democracia genera el predestinado. Se decía que Santos estaba abatido al sufrir por primera vez la marcha de espinas que supone una campaña
Pero han pasado seis semanas. Y ahora Juan Manuel Santos es el hombre que encarna la unidad nacional. El que dará vuelta a la página de los odios. No solo los partidos se acercan y halagan al estadista, los editoriales resaltan las posibilidades de su variada coalición y en el ambiente se siente un alivio por la ansiada continuidad y las dosis de cambio que se insinúan sus nombramientos y sus declaraciones. Hasta Felipe Zuleta agradeció que al nuevo presidente no le gusten de los fríjoles y sepa pegar con el hierro dos.
Así funcionan los ánimos y las animadversiones de la opinión. Una ficción tan caprichosa como el sencillo lector de diarios que un día se levanta con una certeza y en el tinto después del almuerzo se convence a sí mismo de que estaba equivocado. Es la defensa que tienen los políticos para cambiar de bando sin ningún rubor. Los votantes también lo hacen, las sociedades también se acomodan según sentimientos más o menos imperceptibles.
Santos está disfrutando de sus días de gloria, de su desfile con la banda y sonrisa cruzada antes de los días de asedio en el Palacio de Nariño. Es el mejor momento para el Presidente de la República. Desde el 30 de junio hasta el 7 de agosto, todo el poder y ninguna responsabilidad. Pero ojo, que en política los amigos en exceso pueden ser más peligrosos que los enemigos.
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