Son apenas treinta días largos para
decidir sobre el fin de una guerra de más de cincuenta años y validar o
archivar unos acuerdos que tomaron casi media década. Lo peor que se puede
hacer es usar una balanza muy nueva para pesar los temores y las expectativas,
los inevitables descontentos y los innegables beneficios comunes. Pesar las
rencillas del día a día, los dichos de Roy o José Obdulio Gaviria, los gustos
de Gina o Paloma, los desencuentros personales y políticos de Uribe y Santos,
es el más grande de los errores frente a una decisión que trasciende gobiernos
e involucra el dolor de millones de colombianos.
Por eso tal vez sea necesario pensar
en esos campesinos liberales enmontados que el partido comunista tomó de la
mano por allá a finales de los cincuenta y fueron evolucionado o
involucionando. Pensar en las trochas y las consignas viejas que han marcado
este país más de la cuenta. Saber que hasta el mismísimo Fidel Castro reiteró en
2008 la “caducidad de la lucha armada” y que es hora de sepultar un anacronismo
tan estéril como dañino. Es cierto que no será el fin de todas nuestras
violencias, ese toque mágico es imposible, pero también es claro que el
conflicto con las Farc ha propiciado muchas de nuestras grandes crueldades. La
reacción a la insurgencia creó “los pájaros” desde finales de los cincuenta y
luego un paramilitarismo anticomunista. Ya en los ochenta los narcos, los políticos
y algunos organismos del Estado entraron en el juego y terminamos con un movimiento
económico, electoral y criminal con metas mucho más amplias que la de ser una
simple contra al comunismo guerrillero. No solo se acabará la franquicia de la
más grande y poderosa de las guerrillas sino buena parte de la justificación y
el incentivo paraco.
Otra idea que es bueno desechar es
que el Estado es solo el ejército y que la única posibilidad de derrota a las
guerrillas es la aniquilación. El Estado puede mostrar algo más que helicópteros
artillados y avionetas de fumigación en la lucha contra las Farc. La renuncia a
la vía armada es un reconocimiento a las instituciones y a las reglas políticas
que ha impuesto la sociedad. Claro, con concesiones políticas y jurídicas a
quienes recién llegan. Como ha pasado tantas veces en Colombia durante
gobiernos de todos los signos y colores. Por extraño que parezca integrar
también puede ser una manera de ganar la guerra, una manera muchas veces obligatoria
luego de un período de supremacía militar, y sobre todo una manera más legítima
y menos cruenta. Es justo pensar en que durante 2002 y 2007, momento de la
mayor ofensiva estatal contra la guerrilla, las Farc fueron responsables del
65% de los “incidentes” con grupos armados: 3752 ataques a poblaciones y estaciones
de policía, 2194 combates, 626 voladuras de torres y oleoductos, 550
secuestros. Además el ejército y la policía reportaron, en el mismo lapso, 6092
combatientes dados de baja, entre quienes había un buen número de “falsos
positivos”. Llevamos un año viviendo bajo números que reducen casi a cero todos
esos estragos, una realidad que ha sido minimizada por quienes vivimos la
guerra por televisión, la llamada “clase conversadora”.
Lo último para desechar a la hora de
decidir es la falsa premisa según la cual las Farc se apoderarán del escenario
político por su dinero y sus ventajas. Un solo hecho demuestra que eso es
paranoia o simple engaño: el triunfo de un candidato del Centro Democrático en
San Vicente del Caguán el año pasado, muy cerca de donde las Farc realizarán en
dos semanas su décima conferencia general. Ni en armas y con la plata pudieron
evitar una derrota en su propio patio.