miércoles, 31 de agosto de 2016

Decisiones










Son apenas treinta días largos para decidir sobre el fin de una guerra de más de cincuenta años y validar o archivar unos acuerdos que tomaron casi media década. Lo peor que se puede hacer es usar una balanza muy nueva para pesar los temores y las expectativas, los inevitables descontentos y los innegables beneficios comunes. Pesar las rencillas del día a día, los dichos de Roy o José Obdulio Gaviria, los gustos de Gina o Paloma, los desencuentros personales y políticos de Uribe y Santos, es el más grande de los errores frente a una decisión que trasciende gobiernos e involucra el dolor de millones de colombianos.
Por eso tal vez sea necesario pensar en esos campesinos liberales enmontados que el partido comunista tomó de la mano por allá a finales de los cincuenta y fueron evolucionado o involucionando. Pensar en las trochas y las consignas viejas que han marcado este país más de la cuenta. Saber que hasta el mismísimo Fidel Castro reiteró en 2008 la “caducidad de la lucha armada” y que es hora de sepultar un anacronismo tan estéril como dañino. Es cierto que no será el fin de todas nuestras violencias, ese toque mágico es imposible, pero también es claro que el conflicto con las Farc ha propiciado muchas de nuestras grandes crueldades. La reacción a la insurgencia creó “los pájaros” desde finales de los cincuenta y luego un paramilitarismo anticomunista. Ya en los ochenta los narcos, los políticos y algunos organismos del Estado entraron en el juego y terminamos con un movimiento económico, electoral y criminal con metas mucho más amplias que la de ser una simple contra al comunismo guerrillero. No solo se acabará la franquicia de la más grande y poderosa de las guerrillas sino buena parte de la justificación y el incentivo paraco.
Otra idea que es bueno desechar es que el Estado es solo el ejército y que la única posibilidad de derrota a las guerrillas es la aniquilación. El Estado puede mostrar algo más que helicópteros artillados y avionetas de fumigación en la lucha contra las Farc. La renuncia a la vía armada es un reconocimiento a las instituciones y a las reglas políticas que ha impuesto la sociedad. Claro, con concesiones políticas y jurídicas a quienes recién llegan. Como ha pasado tantas veces en Colombia durante gobiernos de todos los signos y colores. Por extraño que parezca integrar también puede ser una manera de ganar la guerra, una manera muchas veces obligatoria luego de un período de supremacía militar, y sobre todo una manera más legítima y menos cruenta. Es justo pensar en que durante 2002 y 2007, momento de la mayor ofensiva estatal contra la guerrilla, las Farc fueron responsables del 65% de los “incidentes” con grupos armados: 3752 ataques a poblaciones y estaciones de policía, 2194 combates, 626 voladuras de torres y oleoductos, 550 secuestros. Además el ejército y la policía reportaron, en el mismo lapso, 6092 combatientes dados de baja, entre quienes había un buen número de “falsos positivos”. Llevamos un año viviendo bajo números que reducen casi a cero todos esos estragos, una realidad que ha sido minimizada por quienes vivimos la guerra por televisión, la llamada “clase conversadora”.
Lo último para desechar a la hora de decidir es la falsa premisa según la cual las Farc se apoderarán del escenario político por su dinero y sus ventajas. Un solo hecho demuestra que eso es paranoia o simple engaño: el triunfo de un candidato del Centro Democrático en San Vicente del Caguán el año pasado, muy cerca de donde las Farc realizarán en dos semanas su décima conferencia general. Ni en armas y con la plata pudieron evitar una derrota en su propio patio.







martes, 23 de agosto de 2016

La horda imposible








El Estado tiene habilidades medianas para perseguir, empujar, llenar planillas, buscar cuerpos y hacer reseñas. Por el contrario, sus posibilidades de convertirse en consejero eficaz, de servir como terapeuta, de prodigar paciencia y esperanza para los ciudadanos alucinados y errantes son muy limitadas. Nuestras ciudades tienen problemas para mantener en los salones y en el uniforme escolar a los jóvenes de 15 años, apenas si logran llamar a lista con algún juicio a sus empleados y convocar con el cepo de las multas a los infractores de tránsito. De modo que siempre será algo ingenuo, tal vez necio, pretender que los adictos al bazuco y a la intemperie, que los ciudadanos con la voluntad más estropeada, respondan a sus llamados, se ordenen tras la olla de aguaepanela y suscriban los compromisos que demanda el código de policía. En esa tarea el Estado todavía va casi siempre con la espada y la cruz, entiéndase el bolillo de los policías y alguna institución religiosa que les sirve como “operador” en las tareas sociales a punta de almuerzo, jabón y tijera.
Hace tres años y medio el presidente Santos dio una orden tan perentoria como imposible de cumplir. En medio de un discurso les pidió con énfasis fingido a alcaldes y policías de veinte ciudades que acabaran con las ollas de vicio. Llegaron, entonces, los gases lacrimógenos para desocupar las chimeneas del bazuco y se levantaron nuevos “campamentos” en zonas aledañas. En Medellín, por ejemplo, los callejosos salieron de la Avenida De Greiff y llegaron hasta las inmediaciones de la Plaza Minorista. La orilla del río hacía parte de las nuevas “instalaciones”. Un pequeño pueblo de zarrapastrosos, de caminantes, de desesperados, de ilusos, de flacos. No de vagos. Porque el bazuco es caro y su vida es barata. Si el Estado resulta inepto para conducir a la tribu, los vendedores de bazuco conocen muy bien la válvula a presión de esas ollas y cómo se mueve y se asienta su público. Los habitantes de calle están muchas veces entre el desalojo obligatorio y el reasentamiento forzoso. Unos los mueven y otros los anclan. El último desalojo terminó en Medellín con la explosión de un petardo a la espalda de un vagabundo, cuatro muertos entre los habitantes de esa ciudad al pie del río y seis policías heridos. Era un recado de uno de los grupos mafiosos a sus rivales en ese parque temático de pipas hechizas, pegantes y picaduras varias.
No se trata de la absoluta resignación frente a esa horda imposible. Pero tal vez sea necesario un poco de realismo. Las políticas públicas juegan en este caso entre la comodidad de la quietud y los estragos que genera alborotar esos nidos ocultos y a la vista de todos. No es fácil lograr un equilibrio entre la lucha contra quienes controlan los emporios de consumo con todas las crueldades imaginables y sus víctimas y “protegidos” bajo los cartones y tras los escombros. Bogotá y Medellín tienen dos pequeños pueblos de desarrapados cerca de sus centros. Sus cupos para un tratamiento adecuado apenas si llegan al 10% de la población que deambula y consume. Cerca del 20% de esos hombres y mujeres de calle llevan más de veinte años en las drogas y el desamparo. Muchos otros son jóvenes todavía deslumbrados por la promesa de la coca a medio cocinar. Unos más son consumidores “responsables” y trabajadores informales. Tratamientos diferenciados, necesidad del apoyo familiar y en algunos casos un consumo administrado por el Estado pueden ser algunas de las respuestas. Pero el trabajo duro está en la calle y no en el diagnóstico de papel.









martes, 16 de agosto de 2016

Retratos ajenos







Ordenar la violencia es el principal objetivo de los investigadores judiciales. Darle un nombre a las víctimas y a los victimarios, encontrar las evidencias y disponerlas según un método para que tengan significado, buscar un dato en el caos de los restos luego de los ataques, aventurar hipótesis tras el poder de clanes y capos. Las epidemias de violencia hacen cada vez más difícil esa tarea, una especie de inercia del desconcierto y el miedo logra que el crimen se convierta en una presencia borrosa e indiscriminada.
Hace poco recibimos en Medellín al fotógrafo caraqueño Juan Toro Díez y su exposición Expedientes que recoge un trabajo de siete años tras diferentes huellas de violencia en Caracas. Es extraño servir como una especie de guía de cierta esperanza recorriendo a Medellín, una ciudad que hace algo más de veinte años era el paradigma mundial del crimen. Hoy en día Caracas sufre en un mes los mismos homicidios que Medellín sumó en todo 2015. Y la calle se ha hecho prohibida luego de las siete de la noche, como pasaba con Medellín a finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Los centros comerciales tiran las rejas luego del fin de la película de las 5:00 P.M. y los velorios tienen siempre la amenaza del contra ataque. Mientras caminaba el centro de Medellín, una supuesta trampa para muchos de sus habitantes, Juan Toro respiraba aliviado y reseñaba los delirios de las ciudades claustrofóbicas. En medio de una risa amarga recordaba la paradoja que resulta ver desde Caracas las series sobre Pablo Escobar y la violencia homicida en ese Medellín de leyenda. Muy seguramente Caracas tendrá su serie en unos años, un drama que registre los más de 5000 homicidios anuales en sus calles.
A falta de datos oficiales y en medio de un exceso de evidencia, Toro Díez terminó convertido en un recolector luego de los estragos en la capital venezolana. En estos años se ha encargado de preguntar por el cerrojo de los que se fueron, retratar las llaves de los apartamentos que quedaron en venta luego de la huida. Buscar el plomo, encontrar su deformidad única tras el estallido de las balas. Rastrear las etiquetas de la morgue como una primera lápida, un último número para otra de las filas de cada día. Las piezas de sus Expedientes están registradas con el esmero de quien construye un museo propio del espanto colectivo, de las estampidas y la impotencia, de la rabia y el mando. Estas pruebas no buscan una condena individual, solo entregan un alegato basado en piezas de cajón y basura, en rastros desechables e imprescindibles.
“Si me preguntas que es lo mejor de Chávez yo te diría que él despertó un país que estaba dormido políticamente, tanto para los que lo apoyaban como para los que no”, dice el Juan Toro desde su versión de fotógrafo que terminó haciendo las guardias de los periodistas de diarios de sucesos y los médicos legistas. Ahora la violencia ha desbordado la política, las consignas han quedado atrás y las milicias se han convertido en colectivos que dominan barrios y rentas. Para muchos la política se ha convertido en una simple etiqueta para identificar posibles víctimas. Se pasó del discurso público y solidario al ataque armado por las ganancias privadas y la supervivencia.
En ocasiones, unos buenos retratos del exterior pueden dar una idea clara de nuestro presente y una buena memoria de nuestro pasado.  



martes, 9 de agosto de 2016

Complejo justiciero







Puede ser más fácil reducir la violencia que superar el complejo de un país que se convenció de su carácter asesino. Colombia ha bajado sus muertes violentas a una tercera parte respecto al pico terrible de comienzos de los noventa. Pero el chiste según el cual la planta nacional debería ser el balazo (Monstera lenea) sigue causando risas desconsoladas, y los caricaturistas insisten en las sangrías y el cóndor en lo alto del escudo se subraya cada tanto como símbolo perfecto para ocuparse nuestros regueros.
Sin embargo, tal vez lo más paradójico sea que la ciudadanía percibe mayor seguridad y sosiego justo cuando los asesinatos crecen o se mantienen, y siente la amenaza de la muerte que viene cuando tenemos la más baja tasa de homicidios en las últimas cuatro décadas. Muchos ciudadanos extrañan los tiempos de la llamada Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe. Pero cuando uno mira los estudios de Medicina Legal de los últimos años se da cuenta que el segundo periodo del expresidente presentó aumentos y estancamiento en la rebaja de las muertes violentas. Entre 2006 y 2010 la tasa de homicidios nunca bajó de 34 por cada 100.000 habitantes. El segundo mandato de Uribe, que supuestamente iba consolidar sus triunfos en seguridad, tuvo siempre más de 15.000 homicidios cada año, y terminó con 17.459, la cifra más alta en la última década. Ha pasado relativamente desapercibido el informe Forensis 2015 que publicó hace unos días Medicina Legal. En uno de sus primeros cuadros es fácil notar que entre el último año del gobierno Uribe y el año pasado hubo una reducción de 5874 homicidios. La disminución se ha sostenido en cerca de 1000 homicidios años a año. Ahora nuestra tasa de 24 homicidios por cada 100.000 habitantes y no estamos entre los primeros seis de la lista de más violentos en América Latina.
Es posible que las principales capitales de departamento hayan llegado a un piso cada vez más difícil de bajar. Sabemos que Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla ponen una tercera parte de los asesinatos del país y las cifras del primer semestre del año anuncian que son posibles unos pequeños aumentos. En las zonas rurales suceden apenas el 19% de los asesinatos y el año pasado se contaron 408 municipios colombianos (36% del total) donde no se presentó un solo homicidio.  Esos municipios apacibles están sobre todo en Boyacá, Cundinamarca, Santander, Nariño y Sucre. Ahí se agrupan más de la mitad de los territorios donde un asesinato es una extraña barbaridad. En Boyacá, el departamento de mostrar, el 75% de los municipios terminaron sin sufrir un levantamiento de cadáver. Nariño, por su parte, concentra casi la mitad de sus homicidios en Tumaco. Así como Córdoba suma el 48% en Montería, y Valle y Tolima cuentan el 53% en Cali e Ibagué.

Colombia habla mucho de las víctimas pero concentra su atención en el futuro de los victimarios. Se reducen las muertes de los campesinos pero añoramos que truene la guerra en sus tierras para hacerles justicia. Se invocan las banderas negras y las cintas de luto por la rebaja de los muertos y de las penas. Se grita en contra de la impunidad por un acuerdo de paz cuando apenas el 10% de los asesinos terminan frente a un juez. El clamor de los justicieros merece siempre un poco de desconfianza, una dosis de pragmatismo y algo de olvido. 



martes, 2 de agosto de 2016

Otros escarabajos




Para quienes vivimos las glorias ciclísticas de los escarabajos en los años ochenta es difícil olvidar la imagen de Virgilio Barco, despelucado y eufórico, enfundado en la camisa amarilla del campeón de la Vuelta a España que acaba de ganar Lucho Herrera en 1987. Eran los tiempos de la humildad, de la aguapanela como receta misteriosa en Europa y del heroísmo de los recién llegados a los Alpes. El ciclismo montañero que pasaba los tragos amargos del pavé y los abanicos con la dulzura del bocadillo. Ahora los escarabajos son otros, con la misma garra y un poco menos de capote, con el oxígeno de siempre y el fogueo en Europa desde jóvenes y la posibilidad del desparpajo y el desafío frente a los poderosos, así sea vía twitter. La respuesta de Winner Anacona al presidente Santos luego del Tour de Francia encarna una pequeña paradoja: ahora los ciclistas se atreven a responder, a cuestionar al Estado y sus dirigentes, precisamente porque su preparación es mejor, porque su mundo es más amplio y sus ambiciones van más allá de la “casita” para su familia.
Anacona puso sobre la mesa una premisa que valdría la pena mirar con calma. Su respuesta al trino de felicitaciones de Santos fue una sentencia aplaudida de manera unánime: “…volveremos porque nos hemos hecho SOLOS en este bonito y duro deporte con la ayuda de pocos”. Un político siempre perderá la etapa frente a un deportista que acaba de cruzar la meta. Pero a la luz de la nueva generación del ciclismo colombiano la afirmación de Winner no es del todo cierta. Lo digo pensando en el libro Nairo, la construcción del nuevo escarabajo escrito por el periodista español Carlos Zúmer. Las primeras historias de Nairo sobre la bicicleta son las de la épica campesina en solitario, con su hermana y su padre detrás buscando unos pesos entre tiendas y carnicerías. Pero desde los 18 años aparece el Estado como patrocinador y guía de una carrera que desemboca en el equipo más importante de la historia del ciclismo español.
Nairo llega al equipo Boyacá es Para Vivirla y ahí con patrocino departamental conoce el ciclismo profesional de la mano de Vicente Belda. Con esa camisa corre sus primeras pruebas en Europa (el Clásico Montañés, la Vuelta a Madrid, la Subida Urkiola) y comienza a cambiar la rueda que seguía como escolar subiendo a Arcabuco por la estela de los grandes en Europa. Luego aparece Colombia es pasión y ahí aprende a ganar en esas cumbres, ahora con el patrocinio del Ministerio de Industria y Comercio, acompañado de una escuadra de ensueño: Esteban Chaves, Jarlinson Pantano, Darwin Atapuma, Sebastián Salazar. Ese equipo ganó en 2010 y 2011 el Tour del Avenir que había dado los primeros sorbos de champaña a Colombia, por allá en 1980 con Alfonso Flores. Quintana y sus compañeros son una versión mejorada de Herrera y Patrocinio, escaladores “dotados más allá de la mera capacidad cardiovascular o la pericia en la bicicleta”. Cosas parecidas han pasado con la historia de 23 años del equipo Orgullo Paisa, una especie de prólogo para Urán, Bananito Betancur, Sergio Luis Henao y otros. Algo ha cambiado desde la mula de Juan Valdéz.

Algunas cosas del ciclismo se han copiado en otras disciplinas para que Colombia tenga cerca de 150 deportistas listos para competir en Río. Hace solo 12 años el país llegó con 59 deportistas a Atenas, un número apenas superior a los 57 competidores antioqueños que estarán en Río. Falta mucho abono para el talento silvestre, pero cada vez más las historias de héroes solitarios se cambian por los pasaportes biológicos y los ciclos de entrenamiento.