miércoles, 31 de julio de 2013

Justicia transaccional









Han cambiado un poco los bandos pero no los argumentos de una discusión que se repite cada cerca de cerca de diez años. Modificar las reglas de la justicia penal para integrar a los vencidos total o parcialmente, o incluso a los virtuales ganadores de algunas guerras, es una vieja costumbre nacional. Una costumbre acogida más por obligación que por gusto. El Estado sabe que la falta de capacidad se puede suplir con algo de “generosidad”.
 El primero de Octubre del 2003 Álvaro Uribe defendía su proyecto de ley para abrir la posibilidad de una negociación con los paramilitares: “…debe entenderse que en un contexto de 30.000 terroristas, la paz definitiva es la mejor justicia para una nación en la cual varias generaciones no han conocido un día sin actos de terror”. La frase habría podido estar en el reciente discurso de Juan Manuel Santos para instalar el Congreso. Mientras se tramitaba el proyecto de ley presentado por Mario Uribe y Claudia Blum para darle un “marco jurídico” a la mesa de Ralito, también se habló de los fundamentalistas de los Derechos Humanos convertidos en enemigos de la paz. En el poder se agita la bandera blanca y en la oposición en código penal.
Los académicos han hecho las cuentas de las amnistías e indultos firmados por sucesivos gobiernos en medio de las batallas partidistas. Desde José María Samper se ha repetido que hay que “perdonar y olvidar”. Durante el siglo XIX se firmaron diez y siete amnistías generales y durante el siglo XX fueron apenas nueve. Los indultos suman sesenta y tres. De modo que aquí todo el mundo ha tenido su pedacito de justicia transaccional. Algunas veces por una especie de reciprocidad entre conservadores y liberales, otras veces como estrategia política de un gobierno y otras por la simple incapacidad del Estado para lidiar con el poder de las mafias.
En la letra menuda de las excepciones también se repite la historia. La ley 77 de 1989 sancionada para la desmovilización del M-19, excluía de los beneficios a los homicidios fuera de combate o realizados con sevicia, al igual que a los actos de ferocidad o barbarie. Las excepciones para esa sevicia quedaron, si acaso, en un grupo de anécdotas judiciales. En la discusión de hoy el fiscal Montealegre ha dicho que no hay condenas por delitos de lesa humanidad contra los miembros del secretariado de las Farc.
También los narcos tuvieron su marco. Luego de los intentos fallidos de López Michelsen en Panamá se llegó la hora en medio de las bombas de finales de los ochenta. No eran necesarias las reformas constitucionales ni las audiencias públicas en la Corte Constitucional. Los decretos 2047 y 3030 armados entre el ministro Jaime Giraldo y los abogados de la mafia fueros suficientes. Más tarde esa justicia transicional para el cartel de Medellín se hizo permanente para acoger también al Cartel de Cali. La simetría es sinónimo de justicia. En esa época ya hablaba Pachito Santos. “Resulta inconcebible que haya pagado una pena menor de la que se aplica a una modesta ‘mula’ que carga drogas en el estómago”, dijo al ver en libertad a Gilberto Rodríguez. Durante su paso por la vicepresidencia pasó de la severidad al pragmatismo.

Las Farc miran por el retrovisor y piden lo propio para sus delitos atroces y sus supuestas intenciones altruistas. Algunos dicen que el tutelaje de la Corte Penal Internacional cambiará la historia de siempre. No lo creo. En diez años estaremos hablando de un marco jurídico para el “sometimiento” de las Oficinas en las ciudades. 

miércoles, 24 de julio de 2013

Bloque minero






Las fotos en los periódicos muestran la camioneta del Inpec -perfecta para el transporte escolar-  baleada a un lado de la troncal que conduce de Medellín a la Costa Atlántica, entre los municipios de Valdivia y Tarazá. A estas alturas, alias Pantera, el hombre recién liberado por veinte de sus compinches armados de fusil, debe estar luciendo una barba rala y una nueva cédula en alguna finca del Urabá, por decir algo.
 La escena es perfecta como pistoletazo del paro minero en el Bajo Cauca antioqueño. El poder del Estado es apenas simbólico en las zonas donde durante tres décadas la guerrilla y los paras se pelearon las rentas y el territorio. Los cuadros de desplazados, cultivos ilícitos y muertos en el Bajo Cauca dan cuenta exacta del tropel. Tan desigual como la pelea de los guardianes del Inpec contra los hombres de los Paisas, es la de Corantioquia contra las más de 900 retroexcavadoras que revuelven las aguas y la tierra de los ríos Cauca, Man, Nechí y Cacerí, entre otros.
Las máquinas amarillas suben abriendo monte con su pala, detrás va la recua de mulas y la fila de hombres que se encargarán de esculcar entre los pozos artificiales en medio de los ríos. La retro es el patrón. En Medellín se exhiben en grandes parqueaderos, iluminadas en las noches, mostrando sus brazos y sus fauces como si fueran juguetes fantásticos. Cada año pueden llegar al país 5000 retroexcavadoras destinadas en buena medida a la minería ilegal. El gobierno dice que el 80 por ciento de las importaciones son maquinaria que no se produce en Colombia: camiones de carga, retroexcavadoras, palas, máquinas compactadoras. Equipos para tareas nada artesanales.
Hasta un poco antes de 1998 las Farc tuvieron supremacía armada y política en la zona del Bajo Cauca. Entre 1985 y el 2000 respaldaron su poder con más de 250 acciones armadas en los municipios de Caucasia, Cáceres, El Bagre, Nechí, Tarazá y Zaragoza. Pero llegó Cuco Vanoy apoyado por la casa Castaño y la tarea se puso difícil. Vanoy logró construir un emporio narco con pistas y sembrados propios. Según Mancuso, Cuco Vanoy entregaba dos toneladas de coca cada mes a las Autodefensas. Semejante éxito militar y comercial tuvo consecuencias en otros indicadores. Entre 2002 y 2007 Tarazá y Cáceres llegaron a 47 y 92 homicidios por cada 100.000 habitantes. Cinco años antes el índice no pasaba de 10.
Con el auge minero y la desmovilización los cultivos de coca cayeron rápidamente. El ejército paraco que manejaba la cadena se dispersó y apareció una actividad menos señalada y con una rentabilidad similar. El precio del oro marcaba techos históricos. Los mandos medios que tenían ascendencia y contactos se hicieron fuertes en una actividad conocida  aunque un poco relegada en los últimos años. La minería del oro marcó la colonización de la zona entre 1940 y 1970.
Ahora la gran dificultad para un Estado sin mucha legitimidad sobre el terreno es marcar una línea entre los ilegales y los informales. No es fácil diferenciar entre unos y otros en municipios donde la ilegalidad ha manejado casi todos los hilos. Por ejemplo, el alcalde de Tarazá elegido para gobernar entre 2008 y 2011 fue destituido por sus nexos con Cuco Vanoy. Y las oficinas de ayuda social de las Autodefensas funcionaban mejor que Familias en Acción. No se trata solo de juzgar los bloqueos en las vías sino de entender nuestros bloqueos institucionales.



martes, 16 de julio de 2013

Cartografía








El mapa de Colombia se ha ido complicando bajo una nueva colección de colores, límites, convenciones e intereses. Se sobreponen figuras legales hasta ahora olvidadas, intentos de delimitación ilegal, líneas rojas de negocios privados, puntos de buenas intenciones gubernamentales y pequeños reinos que luchan por lograr un infeliz aislamiento. Más allá de las ciudades, en los territorios cada vez más penosos y prometedores, cada quien busca una reglas propias, una coraza hecha de leyes y autonomía. Se trata de un juego defensivo donde nadie quiere puertas, broches, que dicen en el campo, sino murallas. La historia del poder armado en los campos, la experiencia de los cinco millones de víctimas de desplazamiento y las más de dos millones de hectáreas reclamadas, hace que las sospechas crezcan a la par con las barreras que se pretenden levantar.
Los resguardos indígenas intentan protegerse de los proyectos de infraestructura mientras luchan en vano contra sus verdugos en armas. En ocasiones se piden obras mientras se impiden obras. Las noticias dicen que La Ruta del Sol tiene tres tramos paralizados desde hace tres años en espera de las consultas previas. Por supuesto que los indígenas tienen derecho a mirar con desconfianza esa palabra tan ubicua y ambigua: desarrollo. Pero sus fronteras también han servido para fundar viejos cacicazgos, o si no que le pregunten al gobernador del cabildo de Túquerres quien ha creado una tribu propia de votantes.
De otro lado los alcaldes comienzan a rayar sus mapas con los límites donde se han solicitado o concedido títulos mineros. Descubren de pronto que todo su municipio está señalado por los intereses de las grandes compañías que han hecho el plano a escondidas, con un lente desde un helicóptero. Le piden entonces a las Corporaciones Autónomas que pongan líneas verdes sobre los páramos y los cauces, que hagan su propio trazado para defenderlos. No pocos municipios han votado acuerdos para intentar un veto a la minería, buscando trazar nuevos límites.
Las áreas de baldíos son quizá el territorio de la lucha más enconada por levantar nuevos feudos. Los grandes empresarios agrícolas pasan el alambrado en silencio, tapando las púas con los papeles de una maraña legal. En algún papel encontrarán un nombre apropiado: zonas de desarrollo empresarial, por ejemplo. Los narcos defienden sus terrenos con los métodos de siempre, repartiendo algo para la subsistencia a cambio de vasallaje. La geografía solo les interesa para las emboscadas. Y ahora, luego de casi veinte años de relativo anonimato, aparecen las Zonas de Reserva Campesina. Una herramienta tan bonita, tan simbólica y tan peligrosa como un hacha; una figura baldía si se quiere, en la que es posible levantar una arcadia o un gueto. Las Farc las eligieron como una de sus estrategias políticas y el Estado saltó para pintar de rojo el mapa e invocar sus Zonas de Consolidación. Pero consolidarse cuando apenas se llega es una estrategia bastante dudosa.
El mapa corre el riesgo de hacerse cada vez más intrincado, con tachones y enmendaduras nuevas luego de cada rebatiña. Y el Agustín Codazzi será la más importante de las instituciones en medio de los reclamos de autonomía y las murallas. Al final, tocará negociar tratados entre cada uno de los recientes señoríos.








miércoles, 10 de julio de 2013

Paz a tumbos






Las Farc llevan años haciendo política, negocios y guerra en el Catatumbo. Ahora, en medio de las protestas, se encuentran ante una paradoja difícil de afrontar. Han peleado durante años su carácter político, han explicado su aguante frente al ejército por el apoyo valeroso de su base popular y han reivindicado sus formas de organización, más allá de lo militar, como una respuesta a la democracia cerrada que se practica en Colombia. De modo que hoy les resulta bastante difícil e inconveniente decir que los enfrentamientos con la fuerza pública, la agenda de demandas sociales y la logística de los bloqueos y las movilizaciones no tienen nada que ver con ellos. Y que solo las coincidencias han hecho que lo que se pide por escrito en La Habana haya resultado tan parecido a lo que se exige con  estribillos y discursos en Tibú.
La guerrilla de Timochenko, que suele confundir a las víctimas con los victimarios, debería entender que es culpable de buena parte del estigma sobre las protestas en el Catatumbo. Si las Farc decidieran de una buena vez ser la Marcha patriótica y Cesar Jerez reconociera que su sombrero y su poncho son solo el disfraz de un político, por cierto, muy parecido al de Uribe en campaña, todo sería menos tortuoso. Pero jugar, en el mismo tiempo y espacio,  a la insurgencia armada que negocia la paz, al cartel que busca su porción en el negocio del narcotráfico y al estandarte de las reivindicaciones campesinas trae consecuencias bastante conocidas. Es cierto que a las Farc se les nota un renovado interés por la política: Timochenko comenta las noticias nacionales con el Presidente Santos y Santrich sale a desmentir al Ministro del Interior como un reposado vocero de la oposición. Pero la misma fuerza que los llevó a La Habana: su poder para intimidar, sus asesinatos a civiles, el reclutamiento de menores, las bombas contra las estaciones de policía, hacen que su voz solo tenga sentido y validez en la mesa de dialogo. Para ellos la política legal es todavía un espacio vetado.
Una pregunta interesante dejan los veinte días de protestas y bloqueos en buena parte de Norte de Santander: ¿qué pasaría si las Farc hicieran política sin armas y eligieran alcaldes en El Tarra, en San Calixto, en Convención? ¿Mejorarían las condiciones sociales? ¿De verdad tendrían la base social para ganar en la región? ¿Serán hábiles para hacer política sin el fusil y movilizar con la invitación y sin el panfleto? Mirando las elecciones pasadas uno encuentra que la zona no tiene un claro predominio político. Hay alcaldes elegidos por Cambio Radical, el Polo, el Movimiento de Autoridades Indígenas, los conservadores y la ASI. Y en casi todas las elecciones la participación estuvo por encima del 55 por ciento. En El Tarra y Teorama las elecciones terminaron con asonadas y bombas incendiarias contra la Registraduría. El Polo y el Partido Verde fueron los derrotados en medio de esos bochinches. Además, dos candidatos a la alcaldía de Convención fueron asesinados.

Timochenko dice que la democracia colombiana es una vergüenza. Habría que agregar que los actores armados, narcos puros, guerrilla y paras, han sido protagonistas claves en los últimos tiempos, y han puesto las peores muestras para el escarnio.  Sería una alegría verlos comprando concejales en Ocaña, haciendo de manzanillos, digo, para que no tengan que matarlos. 

martes, 2 de julio de 2013

Vade Petro






La revocatoria del mandato no funciona en Colombia. Desde que una ley de 1994 reglamentó el mecanismo se han registrado treinta y siete intentos fallidos que llegaron hasta las urnas, y más de un centenar que terminaron con un arrume de planillas con firmas falsas o insuficientes. Para remediar las dificultades ha surgido un trámite expedito liderado por un funcionario dispuesto a encarnar la voluntad popular con dos instrumentos: un código y una probada vocación política. El manto de la moralidad pública es lustroso por fuera pero puede esconder algunas impudicias bajo el reverso de raso. Uno de los principales alfiles de Alejandro Ordóñez en la Procuraduría, contaba con orgullo hace unos años el número de alcaldes (302) y gobernadores (29) destituidos durante sus dieciocho meses de labores, cerraba la entrevista con una enérgica advertencia: “mire en tan poco tiempo todas las sanciones que salieron contra servidores públicos, vendrán muchas más”.
Nadie tiene tiempo de pararse a leer el fallo que destituyó al alcalde Firavitoba o Cajamarca o Villanueva o Filandia o El Palmar. Pero también han caído los de Cali, Bucaramanga y Bogotá. Se hacen experimentos en pequeño y en grande, se pule una plantilla jurídica, se sondea la opinión y se equilibran los daños políticos. La tan celebrada destitución de Samuel Moreno consolidó la fachada anticorrupción de la Procuraduría de Ordóñez. En últimas el falló contra Moreno no fue por corrupto sino por inepto, por las demoras en advertir las fallas de los contratistas y por la falta de estudios y diseños al emprender algunas obras. Como quien dice por lento y por apresurado. Pero quién iba a defender a Samuel Moreno, qué importaban las razones, la Procuraduría no hacía más que acoger un clamor casi unánime.
Ahora, cuando Ordóñez evalúa con toda calma la posibilidad de tumbar al segundo alcalde de Bogotá en menos de dos años, cuando hace sus cálculos políticos y mide con la balanza de su futuro personal en la mano, vale la pena preguntarse si su poder se ha desbordado. Ordóñez encontró un instrumento perfecto para un juez con aspiraciones políticas. Un código disciplinario que según la mismas Corte Constitucional deja una amplia libertad a quien lo aplica. Al compararlo con el Código Penal y sus elementos taxativos ha dicho la Corte: “…mientras que en la definición de las faltas disciplinarias, entran en juego, elementos propios de la función pública que interesan por sobre todo a contenidos político-institucionales, que sitúan al superior jerárquico en condiciones de evaluar con mayor flexibilidad, y de acuerdo con criterios que permiten un más amplio margen de apreciación…”
De modo que la Procuraduría se ha convertido en el árbitro que juzga no solo la legalidad de las actuaciones de alcaldes y gobernadores sino la eficiencia y la oportunidad de sus decisiones. En esos fallos entran a jugar las encuestas y las lealtades. Ordóñez siempre podrá encontrar un pretexto con vestidura jurídica para sacar un alcalde equivocado. Borró la línea entre juzgar a los corruptos y a los ineptos. La lupa sobre los contratos, la letra menuda de los códigos, la opinión sobre negligencia o impericia entregarán siempre una prueba reina. Tres días con basuras sobre unas volquetes pueden ser suficientes para desestimar la elección popular en la capital de Colombia. La ruleta del Procurador puede ser más peligrosa que los carruseles.