El mapa de Colombia se ha ido complicando bajo una nueva colección de
colores, límites, convenciones e intereses. Se sobreponen figuras legales hasta
ahora olvidadas, intentos de delimitación ilegal, líneas rojas de negocios
privados, puntos de buenas intenciones gubernamentales y pequeños reinos que luchan
por lograr un infeliz aislamiento. Más allá de las ciudades, en los territorios
cada vez más penosos y prometedores, cada quien busca una reglas propias, una
coraza hecha de leyes y autonomía. Se trata de un juego defensivo donde nadie
quiere puertas, broches, que dicen en el campo, sino murallas. La historia del
poder armado en los campos, la experiencia de los cinco millones de víctimas de
desplazamiento y las más de dos millones de hectáreas reclamadas, hace que las
sospechas crezcan a la par con las barreras que se pretenden levantar.
Los resguardos indígenas intentan protegerse de los proyectos de infraestructura
mientras luchan en vano contra sus verdugos en armas. En ocasiones se piden
obras mientras se impiden obras. Las noticias dicen que La Ruta del Sol tiene
tres tramos paralizados desde hace tres años en espera de las consultas
previas. Por supuesto que los indígenas tienen derecho a mirar con desconfianza
esa palabra tan ubicua y ambigua: desarrollo. Pero sus fronteras también han
servido para fundar viejos cacicazgos, o si no que le pregunten al gobernador
del cabildo de Túquerres quien ha creado una tribu propia de votantes.
De otro lado los alcaldes comienzan a rayar sus mapas con los límites
donde se han solicitado o concedido títulos mineros. Descubren de pronto que
todo su municipio está señalado por los intereses de las grandes compañías que
han hecho el plano a escondidas, con un lente desde un helicóptero. Le piden
entonces a las Corporaciones Autónomas que pongan líneas verdes sobre los
páramos y los cauces, que hagan su propio trazado para defenderlos. No pocos
municipios han votado acuerdos para intentar un veto a la minería, buscando trazar
nuevos límites.
Las áreas de baldíos son quizá el territorio de la lucha más enconada por
levantar nuevos feudos. Los grandes empresarios agrícolas pasan el alambrado en
silencio, tapando las púas con los papeles de una maraña legal. En algún papel encontrarán
un nombre apropiado: zonas de desarrollo empresarial, por ejemplo. Los narcos
defienden sus terrenos con los métodos de siempre, repartiendo algo para la
subsistencia a cambio de vasallaje. La geografía solo les interesa para las
emboscadas. Y ahora, luego de casi veinte años de relativo anonimato, aparecen
las Zonas de Reserva Campesina. Una herramienta tan bonita, tan simbólica y tan
peligrosa como un hacha; una figura baldía si se quiere, en la que es posible
levantar una arcadia o un gueto. Las Farc las eligieron como una de sus
estrategias políticas y el Estado saltó para pintar de rojo el mapa e invocar
sus Zonas de Consolidación. Pero consolidarse cuando apenas se llega es una
estrategia bastante dudosa.
El mapa corre el riesgo de hacerse cada vez más intrincado, con tachones
y enmendaduras nuevas luego de cada rebatiña. Y el Agustín Codazzi será la más
importante de las instituciones en medio de los reclamos de autonomía y las
murallas. Al final, tocará negociar tratados entre cada uno de los recientes
señoríos.
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