martes, 16 de julio de 2013

Cartografía








El mapa de Colombia se ha ido complicando bajo una nueva colección de colores, límites, convenciones e intereses. Se sobreponen figuras legales hasta ahora olvidadas, intentos de delimitación ilegal, líneas rojas de negocios privados, puntos de buenas intenciones gubernamentales y pequeños reinos que luchan por lograr un infeliz aislamiento. Más allá de las ciudades, en los territorios cada vez más penosos y prometedores, cada quien busca una reglas propias, una coraza hecha de leyes y autonomía. Se trata de un juego defensivo donde nadie quiere puertas, broches, que dicen en el campo, sino murallas. La historia del poder armado en los campos, la experiencia de los cinco millones de víctimas de desplazamiento y las más de dos millones de hectáreas reclamadas, hace que las sospechas crezcan a la par con las barreras que se pretenden levantar.
Los resguardos indígenas intentan protegerse de los proyectos de infraestructura mientras luchan en vano contra sus verdugos en armas. En ocasiones se piden obras mientras se impiden obras. Las noticias dicen que La Ruta del Sol tiene tres tramos paralizados desde hace tres años en espera de las consultas previas. Por supuesto que los indígenas tienen derecho a mirar con desconfianza esa palabra tan ubicua y ambigua: desarrollo. Pero sus fronteras también han servido para fundar viejos cacicazgos, o si no que le pregunten al gobernador del cabildo de Túquerres quien ha creado una tribu propia de votantes.
De otro lado los alcaldes comienzan a rayar sus mapas con los límites donde se han solicitado o concedido títulos mineros. Descubren de pronto que todo su municipio está señalado por los intereses de las grandes compañías que han hecho el plano a escondidas, con un lente desde un helicóptero. Le piden entonces a las Corporaciones Autónomas que pongan líneas verdes sobre los páramos y los cauces, que hagan su propio trazado para defenderlos. No pocos municipios han votado acuerdos para intentar un veto a la minería, buscando trazar nuevos límites.
Las áreas de baldíos son quizá el territorio de la lucha más enconada por levantar nuevos feudos. Los grandes empresarios agrícolas pasan el alambrado en silencio, tapando las púas con los papeles de una maraña legal. En algún papel encontrarán un nombre apropiado: zonas de desarrollo empresarial, por ejemplo. Los narcos defienden sus terrenos con los métodos de siempre, repartiendo algo para la subsistencia a cambio de vasallaje. La geografía solo les interesa para las emboscadas. Y ahora, luego de casi veinte años de relativo anonimato, aparecen las Zonas de Reserva Campesina. Una herramienta tan bonita, tan simbólica y tan peligrosa como un hacha; una figura baldía si se quiere, en la que es posible levantar una arcadia o un gueto. Las Farc las eligieron como una de sus estrategias políticas y el Estado saltó para pintar de rojo el mapa e invocar sus Zonas de Consolidación. Pero consolidarse cuando apenas se llega es una estrategia bastante dudosa.
El mapa corre el riesgo de hacerse cada vez más intrincado, con tachones y enmendaduras nuevas luego de cada rebatiña. Y el Agustín Codazzi será la más importante de las instituciones en medio de los reclamos de autonomía y las murallas. Al final, tocará negociar tratados entre cada uno de los recientes señoríos.








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