Todo
entra por los oídos, esa es la historia de los gomosos de la radio, de quienes compraban las pilas con el sudor de su frente y ahora esconden los audífonos en
el oído medio. Muchas veces el radio ha sido un pecado. Así lo veían los directores
de periódicos en los inicios de las transmisiones en Colombia hace noventa
años, y los políticos que inventaron el “censor de radio” en los cuarenta y los
curas que clamaban contra esos “escándalos” y exigían penitencia por cualquier
contacto con las ondas. Recuerdo que en el colegio lo oíamos al escondido,
entre los cuadernos, durante las hazañas ciclísticas de los colombianos en los
ochenta. La radio distrae en el mejor de los sentidos, acompaña, incita a la
respuesta, convierte el oyente en algo más que eso. Así ha sido siempre, que lo
diga la carta de una radioescucha a su programa favorito en 1933: “Yo quisiera
que si no es mucha molestia usted me hiciera el favor de decirle al joven que
cantó en esa misma estación el día 28 de julio a las diez de la noche, y que dijo
llamarse Emilito González, que me mande una fotografía de él si puede para el 1
de septiembre y me dedicara la canción Enamorada
porque ese día tengo unas cuantas amigas invitadas para la noche…” Hoy en día
les pondríamos una foto de Corozo en Instagram.
Esas
son siempre las amenazas del “transistor”, la distracción, la llegada de una
voz quizá más dispersa, más variada, más cercana a la puesta en escena y la
conversación. Por eso se ha hablado de la radio como un “pequeño teatro en la
sala de la casa”. Ese es el gran encanto de La Luciérnaga, ayudado en sus
inicios con un buen verano y un país que recién le daba la bienvenida al futuro
pero a oscuras. Desde siempre La Luciérnaga se ha nutrido de la incompetencia y
los abusos del poder, a eso nos dedicamos durante tres horas diarias, a
coleccionar, imitar, parodiar y comentar los infortunios del poder, a añadirle algo
de ese ingrediente corrosivo que es el humor. La Luciérnaga como los primeros
programas de la radio en Colombia tiene algo de drama y algo de programación
infantil, los dramas políticos con la alegría de que el poder no pueda escribir
el libreto; y el juego infantil de quince compañeros y compañeras en una
especie de salón de clase, donde toca exponer desde el pupitre y exponerse en
los recreos. He pensado que casi cursé un grado completo de bachiller en estos
diez años de cabina en La Luciérnaga. En mis tiempos de bachillerato perdí un
año y cambié de colegio, de modo que puedo decir que nunca había compartido
tanto tiempo con un grupo de compinches. Así que esto es una despedida y tiene
la nostalgia inevitable de ese momento, pero es también una graduación y tiene
la alegría acumulada de todos estos años. Y claro que la vamos a celebrar… Y ya
saben cómo.
Cuando
llegué a La Luciérnaga y Héctor Rincón me dijo que su estadía había sido de
siete años le dije que estaba loco, juré que yo estaría máximo dos años. He
hecho cuentas absurdas en estos días, ejercicios necesarios para agitar la
memoria y valorar el tiempo. He pasado en esta cabina de La Luciérnaga 7.350
horas en estos diez años, el equivalente a 306 días al aire, y por eso quiero
pedirles perdón por la fatiga causada y la chicharra de la risa diaria, y por
los yerros repetidos e inevitables. Y como esto se trata de risas y no de
llantos quiero recordar el día del aterrizaje en el programa. Héctor Rincón me
dijo sin previo aviso que la última noticia que le correspondía debía darla yo,
me pasó la posta y yo esperé la pregunta como el bateador novato en la caja. Vino
algo sobre una inversión para el agro en el Casanare y yo solté mi respuesta
temblorosa y dubitativa, inmediatamente apareció la réplica de Pedro González:
“pero por qué está llorando el que llega y no el que se va”. Ese fue mi
bautizo, y luego dice que no merece el pirobo que le solté algún día. Y así
siguió esto, recibiendo las preguntas como lanzamientos día a día, errando y
acertando, pero siempre con la tensión necesaria, con el bate en la mano para
defender el home, el hogar y el salón que ha sido para mí este programa durante
diez años.
Un
abrazo a mis compañeros y compañeras, a los actuales y a los que me topé en el
camino, al Doctor Peláez, a quien admiré como oyente desde mis primeros años de
bachillerato y seguí admirando como un director que enseña sin proponérselo; a
Gustavo Gómez que confió en mi voz desde que era editor de Soho; a Gabriel de
las Casas quien mueve el equipo con toda la gracia necesaria y jamás me sacó
una roja directa aunque la mereciera. Del Muelón y de Risa no me despido porque
son parceros desde hace tiempo y por aquí nos seguiremos viendo. Para los
oyentes toda la gratitud por su atención, sus mensajes, su paciencia y hasta
sus pleitos, de eso se trata este juego de la radio, de una conversación pero
también de un pequeño duelo. Que La Luciérnaga siga alumbrando por muchos años.
No creí que pudiera desarrollar un cariño semejante por un programa, por algo
tan etéreo, por estas ondas de 4 a 7 todos los días. Un abrazo desde aquí, feliz
2021 y toda la salud.
Ah,
y nunca vayan a sacar del programa a Ricaloca y a Pedro…paridos.