miércoles, 26 de octubre de 2011

Elección tutelar de alcaldes





Cada cuatro años en vísperas de las elecciones regionales se oyen las voces alarmadas de quienes piensan que Colombia, a causa de sus tristes e indefensas periferias, no tiene todavía la preparación para elegir popularmente a sus alcaldes y concejales. El diagnóstico, sobra decirlo, se hace desde la atalaya bogotana. Se argumenta que la corrupción y la toma mafiosa de los palacios municipales son consecuencia de la endeble cultura política, la intimidación o el eterno bono de teja, mercado y ron. Proponen una falsa disyuntiva entre el centralismo y envilecimiento de las administraciones municipales. Lo gracioso es que en ese corrillo de notables preocupaciones pueden juntarse almas tan diversas como Daniel Samper P., Plinio Apuleyo M. y Ramiro Bejarano G.
Entiendo más o menos bien sus objeciones al mecanismo, pero no logro intuir el sentido de sus soluciones ¿Les gustaría volver al nombramiento desde la capital vía consejo y chantaje de los congresistas? ¿Añoran la presencia de municipios y departamentos en la base de datos del hombre del computador de turno? ¿Creen que La Gata no mandaría en los solares de Magangué y aledaños si el Ministro del Interior, ex señor de Cambio Radical, manejara la cartera de regiones? Dicen los expertos en camarillas que la elección popular de alcaldes se decidió en un almuerzo bogotano entre López Michelsen, Jaime García Parra, Rodrigo Marín y no sé qué otras calzonarias. Por momentos parece que algunos extrañaran esa vieja posibilidad de decidir por medio de pequeños acuerdos un “mejor” futuro para los pueblos y las ciudades intermedias. Parecen olvidar que antes de 1988 uno o dos líderes políticos de cada departamento manejaban el botín de los municipios por teléfono.
No se puede negar que muchos de ellos han retomado el control y que incluso han surgido nuevos caciques, algunos con peores mañas. Pero a los viejos al menos les ha costado un poco más de trabajo; y la aparición de algunos nuevos, más peligrosos, tiene que ver con el auge narco en varias regiones, un poder al que tampoco se hubiera resistido la burocracia impuesta desde la capital.
Pero tal vez lo peor de esa insinuación centralista y retrógrada, sea la mirada compasiva sobre los pueblos encallados gracias al poder de las mafias y la corrupción. Se les olvida que en el centro del país, en plena Casa de Nariño, surgió el proceso 8.000 y el escándalo de las chuzadas. Y que en Bogotá se repartieron los bienes del DNE y que el más flamante de los palacios municipales tiene a su antiguo huésped en la cárcel. ¿Qué hacer entonces? ¿Nombrar un Consejo de sabios de bastón que nos defiendan de tanto abuso? ¿Crear un triunvirato indiscutible conformado por Mockus, Ordóñez y María Jimena Duzán?
No está demás recordarles a quienes ya echados a la pena tiran todo a la basura, un reciente informe de Planeación Nacional que evalúa eficiencia, eficacia, capacidad administrativa, gestión y otras arandelas, y que ubica a 45 municipios en la categoría Sobresaliente. Los suguinetes 361 están en la casilla Satisfactoria, 302 pasan raspando ubicados en un mediocre Medio y 353 se hunden entre Bajo y Crítico. Una tercera parte no pasa el listón. Quienes piensan en un regreso al pasado no solo desconocen los avances en algunos números, sino que menosprecian la política que ha logrado hacerse, en algunas partes, por fuera de nuestras viejas sectas partidistas.

martes, 18 de octubre de 2011

Las gabardinas






Cuando se pronuncia el nombre de la policía secreta resuena siempre el eco de los sótanos. Bien sea en la Haití de los Tonton Macoute, “los hombres del saco”, o en la Rusia zarista de la Ochrana, la policía de averiguaciones encargada de seguir a los partidarios de los sueños alucinados de Tolstoi, los amigos embrujados de Rasputín y el resto de la horda revolucionaria que inauguró el siglo XX en el Imperio del Zar Nicolás II. Entre nosotros el DAS se ha ido encargando, con gran vigor en los últimos años, de construir su leyenda negra. Las noticias judiciales sobre la participación en los asesinatos más importantes de la reciente historia política y los nuevos episodios de “descentralización” de servicios a la delincuencia de todas las orillas, hacen que nuestro departamento de inteligencia esté a la altura del aire siniestro que se exige internacionalmente. Saber que sus oficinas son las encargadas de certificar la historia judicial de los ciudadanos pone la necesaria nota cómica.
Leyendo los nuevos papeles del DAS recordé un libro comprado por ociosidad y curiosidad hace unos años, cuando todavía Noguera era un muchacho de buena familia en Santa Marta. Se trata de las memorias del último director de la policía zarista, una especie de catálogo de funciones y descargos de A.T. Wassiliew, el hombre que no pudo detener la avalancha sediciosa en San Petersburgo. Por supuesto que lo suyo es el retrato de la caída de un Imperio vista desde una estación de policía, mientras lo nuestro es solo el cierre de un emporio criminal en el centro de un Estado frágil; pero por momentos resulta cómica la lectura del libraco, casi un expediente ruso, pensando en las claves de nuestra Mata Hari que ofrecía licuadora, olla arrocera y ancheta para lograr grabaciones de la Corte Suprema de Justicia.
Según A. T. Wassiliew muchos ciudadanos creían que en las calles de la capital rusa había trampas que se abrían de repente y dejaban caer a algunos cabecillas revoltosos directamente a los sótanos de interrogatorio. “Cuánto de misterioso, enigmático y horrible veía el pueblo ruso en la denominación Ochrana”. Eran infundios y fantasías. La policía secreta se encargaba simplemente de descubrir a los agentes revolucionarios que intentaban destruir el Imperio. Los cientos de encargados de la “observación exterior” iban encubiertos bajo el pelaje de “mozos de cuerda, porteros, vendedores de periódico, soldados, cocheros o empleados de ferrocarril”. La agencia tenía un almacén especial de disfraces para su funcionamiento y un patio exclusivo para cocheros con más orejas que sus caballos. Los agentes no debían profesar un afecto muy marcado por su familia y tenían que conocer todas las casas de la ciudad con dos salidas, perfectas para cruzar de una calle a otra como por encanto. Había apenas 1000 funcionarios del servicio de persecución en toda Rusia, una cifra muy reducida dadas las exigencias personales de los servidores: “Debían ser política y moralmente leales, honrados, sobrios, audaces, hábiles, inteligentes, perseverantes, prudentes, sinceros, disciplinados y sanos”. Y no ser polacos ni judíos. También ellos se encargaban de interceptar las cartas de los miembros sospechosos de la Duma y el ejército y de seguir a los opositores hasta los restaurantes. Las gabardinas han servido siempre para lo mismo. Más o menos.
Felipe Muñoz debería animarse a escribir sus memorias, tendrían la mezcla de humor y terror que conviene a las películas de suspenso.

martes, 11 de octubre de 2011

Reunificación conservadora




Solapado dirían las señoras del corrillo. Taimado diría el comentarista con pretensiones cultas. Da lo mismo. Poco a poco el gobierno Santos, o mejor dicho, el presidente Santos, comienza a hacer méritos para cualquiera de los calificativos. Durante su primer año de mando se dijo desde orillas opuestas, por parte de algunos indignados y otros gratamente sorprendidos, que Santos había resultado ser una carta cambiada: uribista radical durante la campaña y santista de extremo centro una vez arreglaron el tapete que le disgustaba en la Casa de Nariño.
Parece que las transformaciones no han terminado. Y Santos sigue y seguirá girando según los vientos de la coyuntura política. El presidente ha demostrado ser una veleta muy sensible: bien sea al aliento de Angelino, al abanico de los periódicos o al capricho de los partidos. Pero es hora de que el uribismo le devuelva toda su confianza. En este mismo momento, apenas cumplido su primer giro, su órbita de un año, el presidente está haciendo honor a su promesa de cuidar algunas de las obsesiones conservadoras del gobierno anterior. No importa que sus modales no sean camorreros y que prefiera los chistes flojos y la “urbanidad nacional” a las grescas desde la Plaza de Bolívar.
Por la vía del silencio calculado y la búsqueda de un supuesto futuro armonioso, el presidente Santos puede terminar, bajo la máscara del liberal renacido, llevando a cabo reformas que ni el propio Uribe logró. Hablemos primero de la prohibición del aborto en los tres casos extremos que autorizó la Corte. Ni el gobierno ni el partido que lidera la Unidad Nacional han sido capaces de oponerse a una reforma que solo se justifica bajo consideraciones religiosas. Imponer una carga desmesurada sobre las mujeres para cumplir con los mandatos de un credo es el peor de los anacronismos democráticos. Pero el gobierno timorato es incapaz de un liderazgo que le traería problemas. No importa que se hable de la reunificación liberal y se esconda la cabeza ante las andanadas moribundas de los conservadores. Vargas Lleras se atrevió a hablar en contra del proyecto pero dejó claro que lo hacía a título personal. El ministro de la política habla como contertulio de café.
En el tema de la dosis personal el panorama es todavía peor. Luego de que Uribe y sus clones en el Congreso mintieran para reformar la Constitución, diciendo que no se penalizaría a los consumidores y el tema de las drogas se miraría bajo el lente de la Salud pública, el gobierno Santos está listo para rematar la trama. Apoyó la Ley de Seguridad Ciudadana que implica cárcel para el consumidor y ahora impulsa un nuevo estatuto antidrogas que impondría penas incluso para quien se refugia en su casa, con humos o polvos propios, a esconderse del Estado terapéutico.
La última propuesta ha llegado de la mano de los militares. Primero se intentó colar en el proyecto de reforma a la justicia una presunción de acto del servicio para todas las actuaciones de los soldados. Lo que significa que la justicia penal sería la encargada de dirimir los conflictos de competencia con la justicia ordinaria. Les dio algo de pudor: con esa ley sería casi imposible juzgar los falsos positivos. Y ahora, bajo el pretexto de pulir la llave para la paz, se intenta una rebaja de penas para los “soldados que hayan cometido errores”. Poco a poco se nota que los cambios no van más allá del tapete en Palacio.

martes, 4 de octubre de 2011

Candidato en combo







Hace cuatro años Medellín ganó por puntos su pelea electoral contra la movilización política de los desmovilizados. Muchos de quienes acababan de esconder las armas se resistían a perder su poder en los barrios, adquirido torciendo algunas manos y muchas voluntades. Comenzaron entonces a hacer política con el fierro guardado en la casa. Sus gestos eran suficientes. Para eso tenían candidatos varios a las Juntas Administradoras Locales: Jairo, Hosman, Jesús, Renzo, Onancis eran algunos de los nombres, que no alias, de los ex combatientes en busca de una silla en la base de la pirámide política. También había candidatos al Concejo y, por supuesto, apoyaban un nombre para la alcaldía.
Un acta de la Corporación Democracia -la baranda de quienes estrenaban los apuros de la deliberación desde su pasado de imposiciones- dice con claridad que su candidato a la alcaldía era Luis Pérez. Les gustaba su lugar en las encuestas, el cumplimiento de los pactos de gobierno en su administración 2001-2003 y su actitud respecto a un candidato al Concejo “cercano a la casa”. Se referían al señor Diego Arango Vergara, que fue enlace de la campaña de Luis Pérez con los desmovilizados. En el papel del acta las intenciones suenan corrientes, rutinarias: “…aspira la Corporación es a hacerse espacios en el accionar público y consolidar los espacios que ya tiene…” Sin embargo, a la hora de cumplir sus objetivos las prácticas se convierten en maniobras.
Llegaron las elecciones de 2007 y las cosas no salieron según lo presupuestado. Alonso Salazar ganó la alcaldía por algo más de 30.000 votos y la frustración se convirtió en resentimiento. La Corporación no estaba preparada para la democracia. Así que se inventaron un montaje para ensuciar al alcalde. Sus métodos de campaña eran tan toscos y su pasado tan turbio que solo debían fingir haber acompañado al triunfador. Vinieron las cartas de Don Berna, las declaraciones de Memín, los cuentos de Job, las historias de cinco desmovilizados, la fábula de un chófer que movía maletines con billetes: un montaje completo y burdo al mismo tiempo. La fiscalía desmintió todo con pruebas sencillas: las votaciones a favor de Luis Pérez en las comunas donde los desmovilizados armaron su carpa política, las declaraciones de algunos protagonistas de la desmovilización confirmando el apoyo al candidato perdedor, las confesiones de una cuñada de Job a un pastor bautista en una cafetería del Parque Bolívar. Según ese testigo, al que la fiscalía da crédito, Luis Pérez fue inspirador de la estrategia. Según sabemos todos fue al menos el parlante de un montaje creado por sus socios en la derrota.
Medellín enfrenta hoy un reto parecido. Quienes hacen política con el miedo han perdido su parapeto de legalidad, pero según parece han elegido al mismo hombre de la campaña anterior. La revista Semana habla de un candidato al Concejo que apoya al ex alcalde y tiene contactos con un “duro” de la comuna 8. En otros barrios lo acompañan antiguas fichas de la Corporación Democracia. Luis Pérez ha dicho que está dispuesto a negociar con los combos y parece tener las conversaciones adelantadas. Es normal que el poder de intimidación se imponga en Aguazul, en Puerto Gaitán, en San Onofre, digamos que no tienen las defensas democráticas y ciudadanas para resistir. Pero Medellín debe volver a ganar la pelea para demostrar que no vive bajo las costumbres de la periferia política y que sus alardes de civilidad no son solo canciones de feria.