jueves, 31 de julio de 2025

La penalpolítica

Iván Cepeda revisará discurso de Álvaro Uribe tras indagatoria

 

Parecía que el debate había empezado demasiado tarde. Se habló de hechos sucedidos más de treinta años atrás. Se desempolvaron periódicos, acusaciones judiciales estancadas, fallos olvidados. Todo parecía un poco repetido. El país había oído esas historias cruentas muchas veces y el principal protagonista había dado sus descargos en largas autobiografías. Mejor dicho, todo parecía un simple resumen de las acusaciones reiteradas durante décadas. Estábamos en septiembre de 2014 y el senador Iván Cepeda se soltó una hora y media con el recuento de los supuestos vínculos de Uribe con narcos y para militares. Comenzó en 1982, en la aerocivil, con las licencias dadas por Uribe como director de la entidad y llegó hasta la presidencia entre 2002 y 2010 y la negociación con los paras. En un principio, la Comisión de Ética del Congreso le pidió a Cepeda no mencionar a Uribe: el congreso no estaba para debates de control político entre senadores. Pero el nombre saltó decenas de veces durante esa hora y media. Uribe hizo su réplica usando el mismo tiempo, una hora y media de historia personal, de descripción de sus valores y sus ejecutorias, y de acusaciones a Cepeda y Santos por sus intenciones de venganza política en una supuesta alianza con las Farc. Todo terminó en la salida de la bancada del Centro Democrático entre insultos cruzados.

Y parecía que todo había terminado. Un deja vu democrático, una versión necesaria para el clima político del momento en medio de la negociación con las Farc. El estreno de Uribe como jefe de bancada de un partido con 20 senadores. Pero el expresidente decidió meterse en terrenos cenagosos. Se fue a la Corte Suprema para acusar a Cepeda de manipular testigos para mancharlo a él y a su hermano Santiago. “Le anuncio que me retiro transitoriamente para dirigirme a la Corte Suprema de Justicia a radicar pruebas probatorias de la mayor importancia en relación con este nuevo evento difamatorio…”, dijo Uribe dando inicio a lo que sería su tormento. Judicializar el debate político, una práctica muy común en Colombia, terminó siendo una de las peores decisiones de su vida pública. Uribe abandonaba su escenario natural del Congreso y se iba a la sala de la Corte Suprema, el teatro de sus pesadillas. En su intervención, Cepeda habló de 81 procesos contra Uribe en la Comisión de Acusaciones de la Cámara, 7 investigaciones preliminares en la Fiscalía y testimonios de 24 paramilitares en su contra. La justicia también se había cansado de las eternas acusaciones y había dejado todo en manos de los ejercicios nacionales de memoria, los debates electorales y la investigación periodística.

Por la vía del derecho penal se llegó a las cárceles y la historia se hizo cada vez más sórdida. Ahora todo se hacía en silencio, con palabras claves, cuchicheos, recados, grabaciones ocultas. Del debate al entrampamiento. Uribe, que toda la vida ha hablado de ser frentero, lo dijo en su defensa en ese septiembre de 2014, ahora jugaba la carta bajo la mesa. Un mal recuerdo de los tiempos del sótano de Palacio y sus invitados subrepticios.

La baraja se repartió de nuevo y ahora Uribe espera el monto de la pena por sus intentos de enlodar a Cepeda y neutralizar testimonios en su contra. El debate que parecía zanjado políticamente, que había pasado a un segundo plano luego de la elección de Petro, aparece de nuevo para animar la campaña presidencial en ciernes. Lo jurídico le dará todos los insumos a lo político, la rueda ha vuelto a girar y estamos de nuevo en un escenario similar a los tiempos de la parapolítica. Un debate en el Congreso fue la semilla del proceso penal contra Uribe y ahora una sentencia marcará las elecciones de 2026. Las cárceles y los juzgados son impredecibles, al parecer Cadena y Uribe eran los únicos que nos lo sabían.

 

 

 

 

 

jueves, 24 de julio de 2025

América

 

Rudyard Kipling archivos - Sin Tarima Libros

 

Es temerario buscar actualidad, trazos que correspondan al presente, en una historia contada hace casi ciento cuarenta años. Mucho más cuando quien narra es un joven de veinticuatro que acaba de cruzar el océano para llegar a un país desconocido, al que mira con ojos asombrados y prejuicios bien dispuestos. Pero me tomaré el atrevimiento porque algunos apartes obligan a trazar ese hilo con el pasado, a buscar lo que podemos llamar una idiosincrasia persistente, y porque quien escribe es Rudyard Kipling, quién dieciocho años después de estos esbozos de viaje recibió el Premio Nobel de Literatura con apenas cuarenta y un años.

América se titula el libro que reúne sus crónicas de viaje por los Estados Unidos en 1889 y que fueron publicadas en el diario The Pionner que circulaba en la India. Kipling estaba cansado de ser un periodista malpago en un medio oficial y tomó un barco que lo llevó desde la India hasta el extremo oriente para terminar en San Francisco, su puerto de llegada desde donde emprendió un viaje de costa a costa por los Estados Unidos.

La narración comienza en los salones del Ciudad Pekín, el barco de su largo periplo. La política y la marea ocupan la conversación y aparecen las palabras contra los inmigrantes, Kipling anima la charla con su animadversión contra los irlandeses y uno de sus compañeros va un paso más allá: “En nuestro caso concedemos a cualquier canalla que venga del otro lado del charco los mismos privilegios que nos hemos dado a nosotros mismos. En eso nos equivocamos. Y nos lo agradecen haciendo estupideces. Entonces les pegamos un tiro”. La conversación continúa sobre las fatigas de esos castigos y cómo resulta imposible educar esa chusma, entre la que se incluye a alemanes, italianos y judíos. Mexicanos y chinos están en otra esfera, solo aparecen en una pelea a muerte jugando el póker en un sótano inmundo y en otras carnicerías. El libro también esta colmado de extrañeza por el patriotismo delirante de los americanos, por su creciente presunción y el énfasis de muchos en ser “americanos, americanos”. Sin mancha, o al menos con ya olvidadas contaminaciones. En California encuentra una sociedad venerable llamada “Hijo Nativo del Dorado Oeste”.

En las tabernas de tierra firme Kipling sigue hablando de política y llega la clientelismo. El exceso de elecciones, dice, logra que los taberneros manejen una buena casta de desocupados que son grandes electores. Unas cuantas cervezas son suficientes, son los “parlamentos de taberna” los que mueven las elecciones y los nombramientos que vienen después y dejan la plata. Compra de votos y venta de puestos.

En esas tabernas el 50% de los hombres van armados, dice el jove Kipling aterrado con la facilidad de los disparos y la tranquilidad de los periódicos, que condenan la “ferocidad” de italianos y chinos mientras registran los homicidas locales como protagonistas de una anécdota en medio del progreso.

Cuando habla de republicanos y demócratas deja claro que “ambos concuerdan en creer que la otra parte está arrastrando a la creación –es decir a América– a las rojas llamas del infierno”. Lo que llamaríamos polarización. Al momento de emborracharse ambos partidarios mencionan la palabra arancel, “que no entienden pero que consideran baluarte de la nación, cuando no su más potente factor de destrucción.” Siempre los republicanos quieren más aranceles que los demócratas, confirma.

Luego de una semana de cenas exclusivas, Kipling saca una conclusión con la ayuda de sus contertulios: un hombre con cuatro millones puede ser inteligente y divertido, a un hombre con ocho hay que evitarlo y “el hombre de veinte millones no es más que… Veinte millones”. No importa que sea el presidente, se podría agregar hoy.

 

miércoles, 16 de julio de 2025

Simón Bolívar a la derecha

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La historia da muchas vueltas, los personajes se desfiguran en placas, bronces y libros, se hacen irreconocibles, mudan de piel, se manipulan e interpretan. No importan las cartas, los diarios, los decretos firmados, las batallas perdidas ni las lealtades ganadas. Bolívar y Santander son una buena muestra de esas transformaciones, bien sea en los textos de la primaria, las premisas de los escritores o la propaganda de los políticos.

El actual presidente ha mantenido una obsesión bolivariana desde sus años revolucionarios. El M-19 la tenía en su sancocho ideológico y en general toda la izquierda armada la ha usado como munición ideológica. No olvidar la fugaz Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar que agrupó a todas las siglas del momento: FARC-EP, ELN, EPL, M-19, PRT…

En las últimas décadas, hace cerca de 60 años, las zalemas al libertador, por su ambición de unión americana y su supuesta vocación popular, han llevado a una equivalente animadversión contra Santander, por su inferida cercanía a las élites y su eventual indolencia legal frente a los problemas reales de la naciente república. En febrero pasado el presidente dijo en el histriónico consejo de ministros que Santander quería “sicariar” a Bolívar. Los historiadores coinciden casi en pleno en que Santander no tuvo nada que ver con la “conspiración septembrina” que acabó con 14 supuestos conjurados frente al pelotón de fusilamiento y “el hombre de las leyes” en el exilio. A cambio, es célebre la anécdota de una recepción ofrecida por Manuelita Sáenz donde se hizo, a manera de sainete, una representación del fusilamiento de Santander. El sainete estuvo a punto de ser realidad.

Durante mucho tiempo la historia alineó a Santander como un hombre cercano a las ideas que hoy llamaríamos de izquierda, cercanas al surgimiento del partido liberal, y a Bolívar con ideas conservadoras y autoritarias, ligadas al clero y los militares, las piezas más fuertes del establecimiento de entonces. No hay que olvidar el rabioso antisantanderismo de Laureano Gómez contrario a los encendidos ánimos santanderistas de Vargas Vila.

Santander era un liberal convencido en economía –neoliberal se le llamaría hoy– y un constitucionalista a carta cabal. Pero tenía nociones, actitudes y alianzas que lo acercan a la zurda. Su decidida intención de quitarle riqueza y preponderancia a la iglesia, sus prioridades de impulso a la educación primaria y secundaria, sus decisiones administrativas para la disminución del gasto militar. El historiador norteamericano David Bushnell, quien ha documentado este vuelco histórico-ideológico entre Bolívar y Santander, resalta también la cercanía de este último con el almirante José Padilla, un “pardo” que representaba a las clases bajas de Cartagena contra las élites que apoyaban a Bolívar. También José María Obando, cercano a las bases populares del sur, fue ferviente de Santander. Las élites de Popayán y Bogotá estaban con El Libertador. Incluso en lo demagógico Santander le gana a Bolívar, se disfrazada con ropas de la “pobrecía” e imitaba su lenguaje cuando era conveniente.

Bushnell es claro en advertir que es imposible saber exactamente la filiación de las clases populares del momento con uno u otro prócer. Discusión política que les era ajena. Pero los indicios los ubicaron mucho tiempo en orillas contrarias a las del lugar común de hoy. Una historieta anónima que circuló a comienzos de los setenta pudo ayudar a poner la espada de Bolívar en manos del simbolismo de la izquierda. También El general en su laberinto de García Márquez.

Vale recordar que tanto Gustavo Petro como Alejandro Ordóñez cargaron contra los cuadros de Santander en sus reductos oficiales. Un autoritarismo a nombre de ideas supremas los emparenta a los dos con Bolívar.