Hace
unos años elegí el cementerio de Necoclí, en Urabá, para los atardeceres de una
semana de vacaciones. Eran las tierras de ‘El Alemán’ y las noticias sobre el
dominio paramilitar le daban un aire macabro al ángel blanco del portón
adornado por las flores de un curazao. Recuerdo al sepulturero volcado sobre
una de las tumbas, desordenando los huesos. Metía la mitad de su cuerpo en la
oscuridad del agujero en el muro, usando sus manos para sacar los restos. Los
ataúdes que daban contra el mar comenzaban a ser visitados por las mareas
altas. Las olas habían socavado el barranco que elevaba el cementerio sobre la
playa y los cráneos ya se asomaban sobre la madera dura de los ataúdes.
Estaba
a la vista “el corral de muertos, entre pobres tapias” que describe Unamuno.
Pero era solo la primera vista. Ya sabemos lo que esconden nuestros cementerios
de pueblo. Lo que saben los sepultureros. La noticia sobre los cuerpos en
Dabeiba solo sirve para recordar que durante años muchas muertes solo quedaron
en los registros de permisos y felicitaciones de los militares. El Estado no
lograba ni siquiera las huellas dactilares de quienes eran asesinados en un
supuesto combate. Cadáveres anónimos trocados por medallas. Se llevaba un mejor
registro de los repuestos de los camiones militares que de las bajas.
Una
investigación hecha hace cinco años por el Centro Nacional de Memoria Histórica
deja una cifra impresionante e infame sobre los cementerios de los pueblos. En
2010 la Fiscalía realizó un censo sobre los cadáveres sin identificar en los
cementerios del país. Solo 454 se atrevieron a verificar cruces y nombres.
Sumaron 20.525 personas sin nombre enterradas. Historias muy difíciles de
reconstruir en medio de violencias que mutan y mudan de década en década. Eso
sin contar las víctimas escondidas bajo de las tumbas oficiales, las que tienen
aunque sea una fecha trazada con el palustre sobre el cemento fresco.
Dabeiba
sufrió entre 2002 y 2005 cinco operaciones militares que pretendían diezmar los
cinco frentes de las Farc que operaban en el Cañón de la Llorona: Monasterio,
Aniquilador, Jeremías, Emblema y Fénix. Crecieron los bombardeos, los combates
y la presencia de los Paras. El mismo ‘Alemán’ que fue protagonista en Necoclí,
llegó a dirigir la llegada del Bloque Elmer Cárdenas. Las alertas de la
Defensoría en 2004 dejaban muy claro lo que pasaba en ese municipio con cuatro
batallones activos y un cementerio: “…la población de la zona empezó a ser objeto de homicidios selectivos,
desapariciones, señalamientos, bloqueo económico, saqueos y masacres”.
Pero además de ser el centro de los combates y
los señalamientos contra civiles, los municipios más acorralados del país se
convirtieron en escenario perfecto para ejecuciones de jóvenes de las ciudades.
Cuando los combates no dejaban bajas suficientes y los civiles de las veredas
ya había sido muy “visitados”, los militares usaban los pueblos bravos como
polígono y fosa seguras para marginales que caminaban las calles de las
capitales.
La JEP comienza a entregar coordenadas y
procedimientos cruentos de los militares que mataban, disfrazaban, reseñaban,
enterraban y se felicitaban. No sobra decir, para que lo sepan los justicieros
de gobierno y el Centro Democrático, que el 95% de los militares que estaban en
las cárceles están en libertad condicionada, transitoria y anticipada luego de
acogerse a la Justicia Especial. Habrá versiones de más de dos mil militares y
se removerá la tierra de los cementerios de pueblo.