Hace
seis meses comenzó en Medellín una súbita reducción en los casos de homicidio.
En un pequeño lapso tuvimos el mes más violento en los últimos cinco años y el
mes más “tranquilo” en los últimos dos años y medio. Al comenzar junio el
aumento de homicidios con respecto a 2018 era cercano al 35% y al terminar
noviembre tenemos una reducción del 5%. En los últimos seis meses, entre junio
y noviembre, se han presentado 77 homicidios menos que en el mismo lapso del
año pasado. Un corte semejante, tan preciso en el tiempo, como si se tratara
del inicio de una nueva temporada, hace inevitable que se piense en un acuerdo
entre estructuras ilegales en el Valle de Aburra.
Entre
periodistas e investigadores ya ha comenzado a mencionarse una supuesta reunión
en La Picota, en Bogotá, dada el primero de junio, en la que hombres de los
grandes bandos acordaron buscar un poco de orden, respetar territorios y
rentas, evitar calenturas mayores. El peligro de que las luchas en Bello se
regaran por todo el Valle hizo necesaria una “cumbre”. No hay noticias de la
participación oficial pero alguien, al menos, tuvo que facilitar la sede.
La
administración de Federico Gutiérrez acabó con su primer secretario de
seguridad, Gustavo Villegas, en la cárcel con una condena por lo que la
Fiscalía llamó “acuerdos siniestros” con un sector de la oficina. Pero luego de
eso el discurso desde la alcaldía ha sido el de la guerra de frente contra
líderes de las bandas. Las capturas y la percepción entre el hampa muestran que
la pelea se ha dado más allá de las declaraciones oficiales. Resulta paradójico
que un gobierno orgulloso de su postura de nulo contacto con los armados, pueda
terminar su mandato con el 2019 como único año con reducción de homicidios
gracias a un pacto entre “oficinas”.
“Hagan
sus acuerdos, pero bien lejos y no me cuenten”, parece ser la política obligada
para quienes llegan a la alcaldía de Medellín. Los picos de violencia en la
ciudad hacen imposible negar que ambiciones y ajustes entre criminales signan
los peores años; y treguas, repartijas y silencios marcan los días de relativa
tranquilidad. La criminalidad sigue siendo la que decide los ciclos de la
crónica roja. La Fiscalía por su parte se dedica a tramitar los principios de
oportunidad y los casos por concierto para delinquir contra los cabecillas que
vuelven a la calle a los cuatro o cinco años de la caída.
La
pregunta importante en medio de ese cuadro que se repite, la cuestión moral y
política, la encrucijada institucional es si vale la pena y si es posible un
papel más activo y menos encubierto del Estado en esas inevitables
negociaciones entre bandidos. Por supuesto no se trata de negociaciones con
grupos que amenazan la primacía del Estado. Aquí es solo el pragmatismo y la
posibilidad de “domesticar”, paso a paso, a delincuentes que imponen reglas
sociales y se lucran de rentas ilegales ¿Podrían las administraciones
municipales acompañadas de la fiscalía alentar esas negociaciones? ¿Sería
lícito que el Estado fuera tras algo así como la “reducción del daño” en
territorios que le han sido ajenos?
En
1990 el periódico El Mundo planteaba una posible negociación en un artículo
titulado: “Plantean una solución al sicariato”. Se decía que doscientos
sicarios estaban dispuestos a dejar el fierro y la moto. “Diálogo, desarme,
amnistía o indulto no deben convertirse en temas tabú a la hora de impulsar un
esfuerzo de reconciliación…”, decía la nota. ¿Valdrá la pena reconocer cierta impotencia
de las administraciones y buscar un papel de intermediario?
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