jueves, 25 de octubre de 2007
Humos de California
A finales de los años 50 los parques naturales de los Estados Unidos, las montañas de California especialmente, sirvieron de refugio para los primeros caminantes hastiados de las ciudades, solitarios hipnotizados por el resplandor que prometían las quietudes orientales. En Los vagabundos del Dharma, la novela con acento budista de Jack Kerouac, el protagonista pasa tres meses como guardia forestal voluntario instalado en una atalaya con vista a los picos tibetanos. Frío, soledad iluminada y visiones lunares en el Monte Desolación. La marihuana hace de incienso inofensivo y rutinario. “Noches negras con señales de osos: allí abajo, en el agujero para la basura, las oxidadas latas de leche agria solidificada y evaporada, mordidas y destrozadas por poderosas garras…”
Cincuenta años más tarde, los guardias de las reservas forestales en California han cambiado sus santos harapos por un rifle automático. El Estado de la costa oeste se ha convertido en el mayor cultivador de marihuana de los Estados Unidos, que a su vez ha logrado el primer puesto entre los países productores del humeante cogollo. Los guardias de la generación beat repetían sus mantras a las flores de loto, mientras los guardias actuales, instruidos por la DEA, repiten una verdad tan vieja como la risa aromática que produce la cannabis: “Creo que los sembrados continuarán aumentando, expandiéndose hacia el Este a lo largo del país y hacia el norte en dirección a la frontera con Canadá”.
Los pequeños condados cercanos a las reservas forestales, rodeados por millones de matas de cáñamo, siguen siendo un bastión prohibicionista. Sus habitantes comparten todavía la visión religiosa y paranoica de los jefes de policía de los años cincuenta, que atribuían a la ganja poderes satánicos que adormecían la voluntad, despertaban la sed de sangre y pervertían hasta las certezas anatómicas, convirtiendo a los hombres consumidores en engendros con siluetas femeninas. El regente del pequeño condado de Lakeport, con 5.100 habitantes y un enorme solar cultivado de hierba, es enfático como un capellán: “No se permitirá ningún tipo de cultivo de marihuana. No nos importa si tiene permiso médico. No lo cultivarán en la ciudad de Lakeport, al aire libre o de puertas para adentro. La mejor manera de entender nuestra ley es la expresión: ¿Qué parte de NO fue la que no entendiste?”
En estos días el fuego purificador en California bien pudo dar una alegría a los puritanos y arrasar con las 15 millones de matas de marihuana en sus montañas; pero el caprichoso viento decidió embestir contra los bambúes y las orquídeas de las mansiones inflamables en la otra orilla. Atendiendo el viejo ruego de los poetas alucinados, guardando el humo venerable para mejores ocasiones y esparciendo un velo suntuoso, una nube blanca saliendo de miles de casas con chimeneas.
domingo, 21 de octubre de 2007
Historia de una colgada
Mucha gente me ha preguntado por el futuro de mi columna en El Colombiano y creo necesario contar lo que pasó. Mi columna sobre la diligencia penal a la que me convocó Luis Pérez llegó un poco tarde el jueves 27 de septiembre para la publicación el viernes 28. Terminé mis alegatos ese mismo jueves a las tres de la tarde y tuve apenas dos horas y media para contar mi visita a los despachos del edifico Veracruz. Desde ese mismo jueves el jefe de las páginas de opinión me dijo que la columna no saldría al día siguiente, estaba fuera de límite de clasificación, como en el ciclismo, pero me aseguró que le buscaría espacio para el sábado o el domingo. Al fin la columna nunca apareció y Fernando Quijano, editor general, me citó para conversar sobre el asunto el martes siguiente. La petición era muy clara: releer la columna, intentar tocarla, bajarle el tono. El argumento era que la campaña estaba muy caldeada, que las voces habían subido el tono más de lo necesario y, que incluso, a otros columnistas se las había hecho la misma solicitud respecto a columnas que atacaban duro al candidato Alonso Salazar. Debo reconocer que se me ofrecieron varias opciones: podía escribir sobre otro asunto y hasta comentar lo sucedido señalando que El Colombiano no había publicado mi columna por algunas diferencias y que la versión completa se podía encontrar en mi blog.
Al salir del periódico no sabía muy bien qué pensar. Sólo tenía claro que no volvería a escribir esa columna. No por orgullo de redactor sino por físico cansancio. Volver a pensar en la escena judicial y contarla a media lengua, luego del impulso original, era imposible. Al llegar a la casa sentí que El Colombiano jugaba, por cálculos económicos o políticos, con la contraparte, que cuidaba más la sensibilidad de un candidato que el derecho a opinar de un columnista al que se intentaba acallar por la vía judicial. Como le dije a Quijano sentí que había perdido la batalla por fuera de los argumentos y que había una absoluta falta de respaldo de parte del periódico.
Hace poco, en una conversación telefónica, Héctor Abad me recordó lo sucedido en la anterior campaña a la alcaldía de Medellín. Una columna suya y otra de Alberto Aguirre fueron engavetadas con un argumento exactamente igual al que se me dio como justificación para guardar la historia en la fiscalía: campaña muy caldeada, necesidad del periódico de no entrar en descalificaciones personales, tono desmesurado. En esa ocasión se les dijo a los columnistas que el periódico había decidido cerrar el tema candidatos en sus páginas editoriales.El domingo siguiente el editorial de El Colombiano recomendaba a Sergio Naranjo como la mejor opción a la alcaldía por ser un candidato con experiencia en el manejo de la ciudad.
Esa historia repetida me hace pensar que El Colombiano mira las elecciones con temor de contratista, con lealtad partidista, con oídos a muchas voces antes que a una firme conciencia periodística que le permita tomar los riesgos necesarios y suficientes para una empresa de su tamaño. Pocos periódicos pueden lograr el nivel de poder económico y periodístico de El Colombiano y semejante activo se debe gastar con valor, con insolencia frente al poder intimidatorio de los políticos. Hace poco la campaña de uno de los candidatos repartió pasquines en los que abogaba por renovar la implantación de la vieja costumbre de colgar a los calumniadores de la lengua. O sea a los opositores. En sentido figurado El Colombiano terminó por darle la razón al candidato inquisidor. Así que no he perdido los ánimos para pergeñar mi cuartilla y media de los jueves, pero sí para enviarla al periódico al final de la tarde.
Al salir del periódico no sabía muy bien qué pensar. Sólo tenía claro que no volvería a escribir esa columna. No por orgullo de redactor sino por físico cansancio. Volver a pensar en la escena judicial y contarla a media lengua, luego del impulso original, era imposible. Al llegar a la casa sentí que El Colombiano jugaba, por cálculos económicos o políticos, con la contraparte, que cuidaba más la sensibilidad de un candidato que el derecho a opinar de un columnista al que se intentaba acallar por la vía judicial. Como le dije a Quijano sentí que había perdido la batalla por fuera de los argumentos y que había una absoluta falta de respaldo de parte del periódico.
Hace poco, en una conversación telefónica, Héctor Abad me recordó lo sucedido en la anterior campaña a la alcaldía de Medellín. Una columna suya y otra de Alberto Aguirre fueron engavetadas con un argumento exactamente igual al que se me dio como justificación para guardar la historia en la fiscalía: campaña muy caldeada, necesidad del periódico de no entrar en descalificaciones personales, tono desmesurado. En esa ocasión se les dijo a los columnistas que el periódico había decidido cerrar el tema candidatos en sus páginas editoriales.El domingo siguiente el editorial de El Colombiano recomendaba a Sergio Naranjo como la mejor opción a la alcaldía por ser un candidato con experiencia en el manejo de la ciudad.
Esa historia repetida me hace pensar que El Colombiano mira las elecciones con temor de contratista, con lealtad partidista, con oídos a muchas voces antes que a una firme conciencia periodística que le permita tomar los riesgos necesarios y suficientes para una empresa de su tamaño. Pocos periódicos pueden lograr el nivel de poder económico y periodístico de El Colombiano y semejante activo se debe gastar con valor, con insolencia frente al poder intimidatorio de los políticos. Hace poco la campaña de uno de los candidatos repartió pasquines en los que abogaba por renovar la implantación de la vieja costumbre de colgar a los calumniadores de la lengua. O sea a los opositores. En sentido figurado El Colombiano terminó por darle la razón al candidato inquisidor. Así que no he perdido los ánimos para pergeñar mi cuartilla y media de los jueves, pero sí para enviarla al periódico al final de la tarde.
jueves, 18 de octubre de 2007
Fatiga política
Ni siquiera los cínicos salen bien librados luego de dedicar algunas palabras al encono que supone la política. Se ha dicho que Barba-Jacob vendió su pluma al mejor postor inflamando periódicos por toda Centroamérica, trocando sus diatribas en halagos según los réditos prometidos a su imprenta. Decía poseer apenas la moral indispensable para sobrevivir. En su periódico Fierabrás y nada más acusaba a un Secretario de Estado mexicano por haber “derramado torrentes de oro para subvencionar clandestinamente algunos periodicuchos”, entre ellos el suyo.
Pero dedicar el infierno de su lengua al “coro angelical” de las consignas le trajo afanes incontables más allá del imposible remordimiento. En una carta dirigida a su madre en 1916 cuenta su suerte de gacetillero: “Durante seis años estuve trabajando en México con todas las energías que Dios me dio y logré crearme una buena posición…; pero vino la guerra y yo, metido en el torbellino de la política, tuve que correr la suerte del país. Al entrar la revolución de Carranza y Villa, y después de año y medio de agitación y peligro, tuve que salir huyendo para Guatemala. No necesito decirte que en la fuga perdí todo lo que tenía, es decir, mis libros que eran más de cinco mil….”
La última campaña en Medellín, acompañada de denuncias penales, vetos universitarios y amables mordazas periodísticas, me ha hecho pensar en las delicias de los poetas que no ven más allá de sus brumas predilectas; poetas bucólicos que desdeñan los pleitos de palacio y se deleitan con las iridiscencias de los pantanos; o sienten piedad ante la estupidez de los príncipes.
Por qué no tener el talante de Diógenes El perro -termina uno por preguntarse-, ese filósofo griego que Platón definía como un Sócrates enloquecido, que vivía disfrutando de su vida canina, tomando el sol en medio del ágora mientas las ciudades griegas se debatían en guerras civiles y crisis políticas. A sus ojos la política sólo era digna de parodia. Y el mundo del poder constituía apenas un espectáculo grotesco.
Me he preguntado, entonces, que veneno me empuja a hablar de política, a ocupar el escaso tiempo de trabajo en comentar las costumbres sucias de una bandada que trina y picotea. Y la única conclusión es que el asco es un motor poderoso: así como los olores nauseabundos producen una reacción involuntaria e inevitable, la política sucia se encarga de obligar a una opinión sobre las mentiras patentes, los robos a mano alzada, el timo que se disfraza de altruismo. Y a una pequeña insolencia contra las amenazas veladas. Así que los políticos con mañas mafiosas son sobre todo culpables de empujarnos a comentar el abismo de sus mentiras, a narrar su carrusel de caballos amarrados como si fuera un derby.
Además de llevarnos a las preguntas desalentadoras sobre la política, los demagogos burdos nos conducen al interrogante sobre la democracia, al profundo escepticismo de los anarquistas y la sátira de los solitarios. H.L. Menkcen decía disfrutar colosalmente la farsa de la democracia. “Es singularmente necia, y por lo tanto singularmente divertida. ¿Enaltece a los pelafustanes, los cobardes, los farsantes, los timadores, los brutos? Entonces el placer de verlos derrumbarse compensa y diluye la pena de verlos trepar.” ¿Será la risa el último antídoto?
Pero dedicar el infierno de su lengua al “coro angelical” de las consignas le trajo afanes incontables más allá del imposible remordimiento. En una carta dirigida a su madre en 1916 cuenta su suerte de gacetillero: “Durante seis años estuve trabajando en México con todas las energías que Dios me dio y logré crearme una buena posición…; pero vino la guerra y yo, metido en el torbellino de la política, tuve que correr la suerte del país. Al entrar la revolución de Carranza y Villa, y después de año y medio de agitación y peligro, tuve que salir huyendo para Guatemala. No necesito decirte que en la fuga perdí todo lo que tenía, es decir, mis libros que eran más de cinco mil….”
La última campaña en Medellín, acompañada de denuncias penales, vetos universitarios y amables mordazas periodísticas, me ha hecho pensar en las delicias de los poetas que no ven más allá de sus brumas predilectas; poetas bucólicos que desdeñan los pleitos de palacio y se deleitan con las iridiscencias de los pantanos; o sienten piedad ante la estupidez de los príncipes.
Por qué no tener el talante de Diógenes El perro -termina uno por preguntarse-, ese filósofo griego que Platón definía como un Sócrates enloquecido, que vivía disfrutando de su vida canina, tomando el sol en medio del ágora mientas las ciudades griegas se debatían en guerras civiles y crisis políticas. A sus ojos la política sólo era digna de parodia. Y el mundo del poder constituía apenas un espectáculo grotesco.
Me he preguntado, entonces, que veneno me empuja a hablar de política, a ocupar el escaso tiempo de trabajo en comentar las costumbres sucias de una bandada que trina y picotea. Y la única conclusión es que el asco es un motor poderoso: así como los olores nauseabundos producen una reacción involuntaria e inevitable, la política sucia se encarga de obligar a una opinión sobre las mentiras patentes, los robos a mano alzada, el timo que se disfraza de altruismo. Y a una pequeña insolencia contra las amenazas veladas. Así que los políticos con mañas mafiosas son sobre todo culpables de empujarnos a comentar el abismo de sus mentiras, a narrar su carrusel de caballos amarrados como si fuera un derby.
Además de llevarnos a las preguntas desalentadoras sobre la política, los demagogos burdos nos conducen al interrogante sobre la democracia, al profundo escepticismo de los anarquistas y la sátira de los solitarios. H.L. Menkcen decía disfrutar colosalmente la farsa de la democracia. “Es singularmente necia, y por lo tanto singularmente divertida. ¿Enaltece a los pelafustanes, los cobardes, los farsantes, los timadores, los brutos? Entonces el placer de verlos derrumbarse compensa y diluye la pena de verlos trepar.” ¿Será la risa el último antídoto?
jueves, 11 de octubre de 2007
La vida de las catedrales
A comienzos del siglo XX Marcel Proust publicó en Le figaro un artículo de poética política titulado La muerte de las catedrales. A sus 33 años Proust se dolía de las intenciones del parlamento francés de suspender el apoyo estatal a la celebración de los rituales católicos. Consideraba que la separación Iglesia-Estado no debía afectar la más importante de las representaciones “teatrales” de Francia: “Puede decirse que gracias a la persistencia de los mismos ritos de la iglesia católica, y, por otra parte, de la creencia católica en el corazón de los franceses, la catedrales no son únicamente los más bellos monumentos de nuestro arte sino los únicos que viven aún su vida integral”. Las catedrales sin vida litúrgica serían “unos cascos de navíos cincelados” sobre las playas de los campos y las ciudades francesas.
El exceso de incienso y el amor por el simbolismo católico, por la estola que es el dulce yugo del Señor en el cuello del sacerdote y la mitra de dos picos del obispo que representa la ciencia del antiguo y el nuevo testamento, hizo que Proust desconociera la gracia de las iglesias silenciosas, las iglesias sin sermón en las tardes de las ciudades: cavernas altas que sirven de refugio a algunos arrepentidos, que acogen el cansancio de los ateos, la lectura desocupada de los esotéricos, los murmullos de una conversación aplazada.
En las últimas semanas usé las catedrales de Medellín y Pereira como escampadero de aguaceros o rutinas. Entrar a una iglesia sin la necesidad de darse la bendición, como simple observador del sedimento que va dejando en sus bancas un día de mareas, se convierte en una pequeña revelación sin Dios. Las catedrales, cuando el rito está encerrado en la sala de maquinas de la sacristía, son un extraño santuario citadino, el más delicioso de los escondites que pueden ofrecer las ciudades. Y el más suntuoso. Dos o tres pasos más allá de la puerta y es posible olvidar las mezquindades de humo, el tedio vulgar de todas nuestra aglomeraciones. Las iglesias mudas le dan majestad a todos sus habitantes. Los mendigos parecen anacoretas recién bajados de los montes cercanos, los ancianos amargos son pensadores serenos, las viejas beatas se dulcifican con el aire de un abanico improvisado.
Incluso queda tiempo para las visiones desorbitadas, los ataques de imaginación. En Medellín, las escaleras retorcidas para limpiar las alturas del polvo que todo lo corrompe, parecen catapultas de la edad media, listas para ser empujadas al atrio en caso de una invasión bárbara. En Pereira el techo de arcos y vigas entrecruzadas recuerda una postal de los acueductos romanos o una foto de archivo de un viaducto, un viejo paisaje de trenes.
Un ateo vociferante como el Fernando Vallejo de la Virgen de los sicarios, compinche de un asesino caprichoso, sabe muy bien qué entregan las iglesias durante el receso de sus arengas: “…Veníamos a buscar lo mismo: Paz, silencio en la penumbra. Tenemos los ojos cansados de tanto ver, y los oídos de tanto oír, y el corazón de tanto odiar.” Es imposible resistir el encanto de las iglesias apagadas, su sombra, su clima artificial. En Medellín algunos intentan atravesar la Catedral de puerta a puerta, para acortar camino en las malditas calles. Entran afanados y van disminuyendo el paso, levantado el pico hasta que se detienen. Se sientan en una banca. Tal vez descubren el secreto que celebra Vallejo en su entrada a las bóvedas de la iglesia de San Antonio: “Pasamos a la iglesia y miré hacia arriba, y por primera vez vi desde adentro la alta cúpula que había visto desde afuera mi vida entera dominando el centro de Medellín”. La sorpresa de los espeleólogos en una caminada de rutina.
Con solemnidad repetida aparece la señal para interrumpir la ensoñación. Suenan las campanas, que según Proust simbolizan la voz de los predicadores, y se acaba el embrujo. No queda más que recoger el encargo profano que habíamos olvidado en la banca y salir a paso largo antes que enciendan la majestad de algún cirio.
viernes, 5 de octubre de 2007
Doctor en mentiras
En un reciente debate en televisión Luis Pérez habló de prestarles plata a los universitarios con el simple diploma como garantía. Decía con la buena cara del benefactor que el pergamino universitario era prenda de garantía suficiente, que era necesario darle un valor más alto que el simple altar de los logros personales. Pero resulta que el candidato es un especialista en inventar títulos falsos, en firmar cartones a su nombre. Siempre ha dicho que es PH.D de la universidad de Michigan de Estados Unidos pero en el momento que El Espectador intentó confrontar su supuesto doctorado, el ex-director del Icfes se echó para atrás, con aires sorprendidos sostuvo que nunca había afirmado tal cosa y corrieron a bajar la página www.luisperezalcalde.com donde decía muy claramente: “Luis Pérez es ingeniero industrial de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, con máster en matemáticas de la misma universidad y PH.D de la Universidad de Michigan de Estados Unidos”. Parece que le tocará hacer un remiendo en su hoja de vida. Aquí va la prueba del Doctor en mentiras.
1. La página de Internet de Luís Pérez contiene la siguiente información. “Luis Pérez Gutiérrez, candidato liberal por la alcaldía de Medellín. Es Ingeniero Industrial de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, con Master en Matemáticas de la misma institución y PH.D de la Universidad de Michigan de Estados Unidos”.
2. Desde tiempo atrás han existido sospechas sobre la veracidad del título de doctorado de Luís Pérez. Fernando Quijano, editor de El Colombiano de Medellín, elevó un derecho de petición al respecto en días recientes. Los resultados de esta indagación no se conocen.
3. Comprobar la autenticidad del título doctoral es un asunto sencillo. Las universidades de los Estados Unidos exigen (sin excepción) que todos sus doctorandos entreguen una copia de la tesis a la biblioteca. Este es un requisito indispensable para obtener el diploma. Por lo tanto, si la Universidad de Michigan le otorgó un grado de doctor a Luís Pérez, su tesis tiene que estar en el catalogo de la biblioteca. Si no está, esto indicaría de manera definitiva que Luís Pérez no recibió un título doctoral por parte de esta universidad.
4. El catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan (la universidad pública más importante de los Estados Unidos) puede consultarse por Internet (http://mirlyn.lib.umich.edu), lo que permite una comprobación inmediata de la existencia del título doctoral.
La totalidad de las tesis doctorales se encuentran microfilmadas en el Buhr Shelving Facility. Y la totalidad se encuentran en el catalogo. De nuevo, todas las tesis, sin importar la fecha de publicación, están incluidas en el catalogo. Si Luis Pérez hubiese obtenido un titulo de doctorado, la búsqueda arrojaría algún resultado.
5.¿Qué arroja la búsqueda? Nada. O mejor, una serie de publicaciones escritas por homónimos del candidato. Aparece incluso un tal Lupe Pérez, un dramaturgo costarricense que escribió una serie de obras históricas sobre los indios Quiché. En la enormidad electrónica del catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan, no hay una sola mención del político colombiano y supuesto doctor.
6.La evidencia no deja dudas. Luís Pérez Gutierrez no obtuvo un doctorado de la Universidad de Michigan. Cualquier ciudadano con un computador y media hora de tiempo puede comprobarlo. Luís Pérez no existe en los catálogos universitarios y por lo tanto su título doctoral es una ficción.
1. La página de Internet de Luís Pérez contiene la siguiente información. “Luis Pérez Gutiérrez, candidato liberal por la alcaldía de Medellín. Es Ingeniero Industrial de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, con Master en Matemáticas de la misma institución y PH.D de la Universidad de Michigan de Estados Unidos”.
2. Desde tiempo atrás han existido sospechas sobre la veracidad del título de doctorado de Luís Pérez. Fernando Quijano, editor de El Colombiano de Medellín, elevó un derecho de petición al respecto en días recientes. Los resultados de esta indagación no se conocen.
3. Comprobar la autenticidad del título doctoral es un asunto sencillo. Las universidades de los Estados Unidos exigen (sin excepción) que todos sus doctorandos entreguen una copia de la tesis a la biblioteca. Este es un requisito indispensable para obtener el diploma. Por lo tanto, si la Universidad de Michigan le otorgó un grado de doctor a Luís Pérez, su tesis tiene que estar en el catalogo de la biblioteca. Si no está, esto indicaría de manera definitiva que Luís Pérez no recibió un título doctoral por parte de esta universidad.
4. El catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan (la universidad pública más importante de los Estados Unidos) puede consultarse por Internet (http://mirlyn.lib.umich.edu), lo que permite una comprobación inmediata de la existencia del título doctoral.
La totalidad de las tesis doctorales se encuentran microfilmadas en el Buhr Shelving Facility. Y la totalidad se encuentran en el catalogo. De nuevo, todas las tesis, sin importar la fecha de publicación, están incluidas en el catalogo. Si Luis Pérez hubiese obtenido un titulo de doctorado, la búsqueda arrojaría algún resultado.
5.¿Qué arroja la búsqueda? Nada. O mejor, una serie de publicaciones escritas por homónimos del candidato. Aparece incluso un tal Lupe Pérez, un dramaturgo costarricense que escribió una serie de obras históricas sobre los indios Quiché. En la enormidad electrónica del catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan, no hay una sola mención del político colombiano y supuesto doctor.
6.La evidencia no deja dudas. Luís Pérez Gutierrez no obtuvo un doctorado de la Universidad de Michigan. Cualquier ciudadano con un computador y media hora de tiempo puede comprobarlo. Luís Pérez no existe en los catálogos universitarios y por lo tanto su título doctoral es una ficción.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)