miércoles, 30 de septiembre de 2020

Un mundo vacilante

 



Suecia es tal vez la mejor demostración de un mundo a tientas frente al coronavirus. En seis meses ha sido señalada, envidiada, repudiada por los vecinos, felicitada por la OMS y criticada por los epidemiólogos más severos. Expuesta como modelo y exhibida como fracaso dependiendo del paso del tiempo y de las curvas de fallecimientos, los miedos y las neurosis del encierro. Pero el país ha seguido su ritmo, sin grandes sobresaltos en su estrategia, un poco ensimismada para unos y confiada para otros. La frase de batalla ha sido clara desde el comienzo: “Esto no es una carrera de velocidad, es una maratón”. El lugar común según el cual tenemos que convivir con el virus está entre nosotros hace cerca de dos meses, mientas en Suecia es eslogan desde el comienzo de la pandemia.

El país nunca suspendió sus clases para menores de 16 años, no cerró restaurantes, bares ni gimnasios y mucho menos los espacios abiertos para hacer ejercicio o reunirse en grupos menores a cincuenta personas. Siempre pensaron en menos policía y restricciones, menos histeria y más normalidad. La idea era proteger a los más vulnerables y dejar que la infección siguiera su curso entre la población con menores riesgos. Desde marzo estaba claro para todo el mundo que el porcentaje de muertes entre pacientes sintomáticos de menores de 60 años era muy bajo. El más alto en ese grupo estaba entre las personas entre 50 y 60 años y según sus cuentas era de apenas el 0.6%. Suecia se tomó en serio ese dato. De modo que tal vez fuera mejor acelerar el paso para llegar al punto obligado para todos, la inmunidad de rebaño, y así exponer durante menos tiempo, menos trayecto, a los más vulnerables. Quienes tienen menos riesgo terminarían protegiendo, a mayores de 60 y casos de riesgos por enfermedades preexistentes, no mediante el encierro sino por vía del contagio seguro que disminuiría el tiempo total de exposición al virus. El riesgo era entonces en los hogares intergeneracionales, donde habitan menores y mayores de sesenta años. Suecia parecía tener condiciones ideales para su modelo dado que solo el 1% de sus hogares tienen esa peligrosa mezcla frente al Sars-CoV-2.

Pero a pesar de todo, las cosas no salieron muy bien. A comienzos de esta semana, Suecia tenía 581 muertes Covid por millón de habitantes, una cifra por debajo de Italia, España, Reino Unido y Bélgica; pero muy superior a la de sus vecinos: en Dinamarca es de 112, en Finlandia de 62 y en Noruega de 50 por millón de habitantes. Y casi la mitad de sus 5.880 muertes por el virus se dieron entre habitantes de hogares para ancianos. Lo que significa que no fue posible esa protección a los más indefensos frente al virus.

Pero ahora, con una segunda ola amenazando a Europa, Suecia vuelve por la senda del ejemplo y la OMS asegura que su estrategia puede “proporcionar lecciones para la comunidad global”. El rebrote en Suecia ha sido muy bajo, en los últimos 14 días marca 37 casos por 100.000 habitantes mientras España tuvo 320, Francia 205, Bélgica 139 y Holanda 132 por 100.000 habitantes. Pero entre sus vecinos nórdicos el rebrote tampoco ha sido gran cosa, lo que deja dudas de que esa celebrada singularidad esté relacionada con sus maneras frente al virus. Mientras tanto la inmunidad de rebaño parece estar todavía lejos. Los estudios de seroprevalencia que miran los anticuerpos para saber el porcentaje de la población que se ha contagiado dicen que los barrios con más contagios en Estocolmo tienen apenas un 18% de personas que han sufrido el Covid. Suecia ve más tranquila el futuro, pero todavía mira con algo de remordimiento las cifras del pasado reciente.

En algo tiene Suecia razón incuestionable, la carrera será larga también para evaluar a los gobiernos y sacar conclusiones, para señalar culpables y promocionar milagros. Nunca es fácil diferenciar entre medidas efectivas y proselitismo viral.

 

 

 

 


miércoles, 23 de septiembre de 2020

Viejos tropeles

 





En noviembre de 1891 se presentaba en sociedad la “nueva policía” en Bogotá. De los serenos enruanados a los agentes con sus “lustrosas” bayonetas” y su comisario francés, Jean Marie Marceline Gilibert, un militar maltrecho de batallas y dispuesto a civilizar a los habitantes de la capital. Era el momento de la Regeneración y la ciudad necesitaba algo de limpieza en las calles y las costumbres. La policía era un brazo dotado contra la pestilencia y la degradación moral, males que venían juntos y requerían “inmediata atención, por presentar las faces terribles de un cáncer corrosivo y mortal”, según el informe del subprefecto de policía de la época.

Las primeras rondas y tropeles de esa nueva policía están reseñadas en el libro 1892: un año insignificante, publicado en 2018 por el profesor de la Universidad Nacional Max S. Hering Torres. Como sucede hoy la policía era exhibida como una institución para garantizar la “convivencia”, palabra obligatoria como las insignias “Dios y Patria”. Pero las advertencias estaban dadas en el discurso del presidente Carlos Holguín para recibir el nuevo año con la nueva policía: “Hoy tenemos las garantías y la libertad reservadas para el hombre honrado, para el ciudadano pacífico, para la industria, el trabajo y el progreso; el revolucionario, el perturbador, el delincuente saben que les espera la represión, el castigo y la expiación”. Los 450 policías estaban entonces para definir, mirando lo que pasaba en las calles, viendo los tipos sociales, juzgando costumbres sanas y perturbadas, quienes buscaban el progreso, el aseo y el orden y quienes empozaban la capital persistiendo en el mugre y el vicio. Hemos pasado del control de las chicherías al reporte de las licoreras, y de la “moralización civil del espacio” a la defensa del espacio público. La pandemia entregó un nuevo control curativo: batas y bolillo.

La desobediencia, la embriaguez, la provocación, la grosería, la impiedad, los juegos prohibidos, la altanería y el irrespeto eran algunos de los males a perseguir. Pero todo bajo unas maneras garantizadas con policías de complexión robusta, sin vicios orgánicos y de maneras cultas y un carácter firme y suave. También se reseñaban sus “procedimientos atentos y corteses” y la necesaria “atenuación del rigor de sus funciones.” Ni en Francia existían tales ejemplares.

Pero llegó la fiesta de San Pedro a Chapinero y las cosas se pusieron difíciles. Gilibert no quería peleas de gallos, le parecían bárbaras y además podían traer desórdenes. La orden fue impedir el salto de los gallos al ruedo en el patio de Agustín Baquero. Pero el inspector Cristino Gómez, autoridad ajena a la policía, instituida por el alcalde, “apostó” al colorado y dijo que tenía permiso expreso del alcalde. Desde el siglo XIX se veían órdenes y mandos confusos y superpuestos. Comenzaron los gritos: “Viva el pueblo, viva el inspector, abajo la policía”. Jesús Bernal, el comisario enviado por Gilibert, ordenó apresar a los revoltosos y unos de sus subalternos cambiaron de bando. Los fusiles Remington apuntaron contra la gente y al final no murieron ni los gallos ni los civiles. Pero en los periódicos preguntaron: “¿Y puede un Jefe de Policía, atropellando los derechos más sagrados del ciudadano, mandar a hacer fuego sobre un pueblo indefenso, que tiene un día de desahogo y de diversión?”

Para los disparos habría que esperar unos meses. Entre el 15 y 16 de enero de 1893 se dio el motín en Bogotá que cogió chispa luego de la muerte de un manifestante, Isaac Castillo, por la bala de uno de los Remington oficiales, de ahí en adelante las formas no fueron corteses ni el carácter fue suave y todo terminó en piedra, plomo y fuego.

 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Desafuero policial

 



Al comienzo fueron las drogas, una disculpa perfecta para las requisas y los abusos a discreción. No hace falta el olfato de los perros entrenados, basta un simple vistazo, el prejuicio como como señal, la intuición fundada en el desprecio. Una cartilla de la policía sobre prevención e identificación del “consumo de sustancias psicoactivas” tiene como factores de riesgo de las adicciones la “baja o nula religiosidad” y la “enajenación y rebeldía”.

Llevamos más de 25 años del fallo que despenalizó el porte y consumo de la dosis mínima, pero la sentencia en la calle sigue siendo otra. Según un reciente estudio de Dejusticia cada año se capturan en el país un promedio 80.000 personas por delitos relacionados con drogas, un poco más de 220 capturas diarias. Menos del 25% terminan en condenas, en su mayoría de jíbaros de esquina. El 80% son jóvenes y más de la mitad no tienen siquiera educación secundaria. Ahora piense en el número de procedimientos diarios en los que agentes de policía golpean, extorsionan, maltratan o detienen de manera ilícita a quienes portan dosis mínimas. Procedimientos abreviados, por decir algo. Hace unos meses el gobierno exhibía orgulloso la incautación de 250.000 dosis de diferentes alucinógenos: imposible no pensar cuánto garrote hay detrás de semejante éxito. El lugar común dice que la prohibición quiere proteger a los jóvenes de las drogas, pero en realidad los expone al riesgo del bolillo y el “escarmiento preventivo” en un CAI.

Luego vino el código de policía y sus nuevas herramientas para la convivencia ciudadana. Fue el momento para la “protección” del espacio público y la criminalización del consumo de alcohol. La cerveza en el parque como droga blanda. La gente en la calle se volvió sospechosa: “nada bueno puede estar haciendo a esas horas por ahí”, dice el fascismo casero. El código de policía castiga “deambular en lugares públicos en estado de indefensión o bajo los efectos del consumo de bebidas alcohólicas o sustancias psicoactivas”. Confieso que merezco comparendo o “Traslado por Protección” día de por medio. Durante el primer de vigencia del código los policías impusieron más 820.000 comparendos y medidas correctivas. Consumo de alcohol en espacio público y porte de sustancias prohibidas suman un gran porcentaje de las “reprimendas”.

La pandemia llegó para reforzar el poder de facto de los uniformados. El gobierno alentando cercos epidemiológicos con motorizados, los alcaldes dedicados a alentar un micro fascismo para “salvar vidas” y un buen número de ciudadanos con ánimos de condenar un acto sencillo, salir a la calle. Basta que aparezca una ley pronta al castigo y millones se sumarán al tribunal. En Bogotá, un día después del inicio de la cuarentena ya había personal médico golpeado cuando iba al trabajo, una semana después una mujer abusada sexualmente por sacar su perro y tres semanas después un joven de 23 años con dos disparos por defender a su hermana embarazada que recibió descargas de una pistola eléctrica.

La impunidad garantiza que el abuso sea la norma. Este año 10 policías han sido destituidos, 38 suspendidos, 34 recibieron una multa y 9 una amonestación. Las 1.474 investigaciones internas por abuso policial son más papel para reciclaje que otra cosa. En los últimos 15 años la Procuraduría sancionó a 36 policías. Y cuando hay una condena, como en el caso del homicidio de Diego Felipe Becerra hace 9 años, el culpable termina prófugo y se demuestra la participación de dos generales, seis coroneles, cuatro tenientes, doce agentes y seis civiles para montar una escena y encubrir el crimen. Así es imposible que no salte la piedra.

 

 

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Medidas fracasadas

 

 



El gobierno Duque tiene un singular sistema de conversión. Las hectáreas de coca son su medida principal, constituyen su sistema métrico de logros y méritos. Hace poco el ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, respondía a la pregunta por las masacres en varios departamentos con la cifra de reducción de la coca el año pasado. Frente al dominio territorial y a la incapacidad del Estado para atender sus propias advertencias (decenas de Alertas Tempranas de la Defensoría que se consuman en violencia homicida) el ministro repetía la hazaña del gobierno consistente en la reducción del 9% de las hectáreas de coca. Además, después de cuarenta años de guerra contra las drogas nos dicen cada día que el poder de la mafia es el principal culpable de violencia en algunas zonas. No se pretende que las declaraciones de Duque y Holmes sean reveladoras, pero no puede ser que pretendan tranquilizarnos y mostrar sus empeños con semejantes revelaciones.

Toda esa matemática básica pretende llegar a un sencillo razonamiento: la coca produce plata, la plata produce poder ilegal, el poder ilegal se conserva con violencia; luego si reducimos los cultivos de coca automáticamente caerán los homicidios, y cuál es la forma más efectiva de reducir la coca, pues según el gobierno la fumigación con glifosato. Al despejar su ecuación las cosas quedan así: más veneno sobre la coca igual menos asesinatos. Pero se olvidan algunas complejidades en su indicador preferido.

Lo primero es que a pesar de la reducción en las hectáreas sembradas el potencial de producción de clorhidrato de cocaína creció 1.5%, el año pasado Colombia mostró su liderazgo en el sector con la posibilidad de entregar 1.137 toneladas métricas al mercado mundial de cocaína. Hoy una hectárea produce un 40% más de hoja fresca de lo que producía en 2013. La agricultura tiene sus claves. La esperanza de una solución caída del cielo es normal frente a una vieja pelea perdida. Pero, ¿qué pasaría con las 169.000 familias que dependen en buena parte de la producción de hoja de coca y pasta base? Esas familias crecieron un 36% del 2018 al 2019. Algunas veces es mejor contar gente que contar matas. Los cultivadores de coca en Colombia recibieron 2.6 billones de pesos el año pasado. Los presupuestos de los diez municipios más cocaleros del país suman apenas una tercera parte del mercado que manejan. El gobierno traza su Ruta Futuro pero la coca sigue siendo el único camino presente para cientos de miles. Tal vez lo más complejo sea la persistencia de los enclaves de coca, cada vez más productivos y con mayor participación en la transformación de la hoja en pasta base, una historia que se ha mantenido durante una década sin importar que se fumigara o no. El 83% de la coca está en territorios donde se ha sembrado de manera permanente en los últimos diez años. La concentración es una constante, el 25% de la coca está en tres municipios, Tibú, Tumaco y El Tambo. Lo último que se le olvida al gobierno es que el 47% de la coca está en territorios donde no se puede fumigar por orden expresa de la Corte Constitucional.

Es posible que la obsesión cocalera del gobierno sea parte de esa vieja imposición desde Estados Unidos (por algo los soldados gringos están en el Catatumbo, la zona con más cultivos), y que la estrategia tenga que ver con la mirada al gobierno anterior y la aritmética que suma y resta hectáreas, pero las cifras muestran que homicidios y coca no tienen relación directa. En los cuatro años del gobierno pasado, la coca creció y los asesinatos bajaron.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Mirar desde lo alto

 





Desde la altura se mira con algo de asombro y condescendencia, con una cierta fascinación sobre mitos releídos y algo de desprecio por ese provincianismo cerrero. No es normal que la política y los medios capitalinos centren su atención durante unos minutos en los agites de otras ciudades o regiones. Casi siempre se hace solo en momentos claves para un usufructo económico o electoral. O para ofrecer un especial turístico adornado con dulces y paisajes. O para reseñar alguna matazón con asombro tardo. Así que ha sido llamativo el interés que desde Bogotá han merecido las decisiones recientes sobre EPM y sus consiguientes enfrentamientos políticos y reacciones ciudadanas y empresariales. Muy poco de lo que se ha dicho desde la capital tienen que ver con los líos jurídicos de la demanda, la situación financiera de la empresa o el mando despótico de un alcalde sobre la tercera empresa más grande del país.

El énfasis ha estado en la ficción. El gusto por el mito es uno de los ingredientes claves en esa mirada curiosa y ávida de conjuras. En este caso se ha construido una gran sombra que cubre toda la ciudad, los intereses privados y públicos, con un manto invisible que desde la alcaldía y la capital comienza a develarse: “el GEA, una organización casi críptica, intenta esconder una connivencia corrupta de años entre sus balances y los balances públicos”. No importa que los nombres y la procedencia de los miembros de junta que renunciaron no demuestren esa filiación, no importa la opinión del sindicato más grande de trabajadores de EPM, no importan los “opiniones” más interesadas de las calificadoras de riesgos ni las advertencias de muchos expertos en el sector eléctrico. Todos están cooptados por el GEA, algo así como la madre nutricia de esa sociedad corporativa y agazapada. Y por supuesto no valen de nada los números positivos en los balances ni los 5.3 billones de dividendos que esa empresa, desangrada por los privados, le ha entregado en los últimos cinco años al presupuesto público.

Me atrevo a entregar dos posibles causas para ese atento y repentino desvarío. La primera es la conexión inevitable entre los directorios (una vieja palabra para definir las maquinarias y las ideas partidistas) y los medios de comunicación, incluidas muchas de las voces nacionales con más relevancia. Daniel Quintero se crio en esos directorios y allí ganó respaldos y se forjó un nombre como trabajador obediente. Respaldos que ahora mantiene como copartidario generoso. De ahí viene buena parte de su respaldo de variados tonos en la capital. Nadie la puede negar su hábil manejo del populismo y el clientelismo, una ficha doble de dominó que le sirve para jugar por el lado de Petro y por el de Vargas Lleras al mismo tiempo.

La segunda causa tiene que ver con el simple desconocimiento. No todo es política tendenciosa desde los 2600 metros, también está la simple ignorancia que es el mejor pasante de las mentiras. La reciente algarabía mi hizo recordar una revista Semana que definía a Álvaro Uribe en 1988 como uno de los políticos claves del siglo XX: “Álvaro Uribe además de hábil político es un excelente administrador que le pone el pecho a los problemas como lo demostró cuando estuvo al frente de la aeronáutica civil y la alcaldía de Medellín”. No importó que hubiera durado cinco meses en la alcaldía en 1982 luego de que el presidente Betancur conociera algunas “noticias administrativas” en la aeronáutica. Cuando Tomás Carrasquilla pasó por Bogotá a finales del siglo XX lo dejó muy claro: “Esta es gente de partido hasta en literatura”. A esos juegos partidistas que lo definen todo en las discusiones capitalinas se ha sumado una teoría conspirativa y la cifra mágica de 9.9 billones como señuelo para abogados y afines.