Las ciudades irresistibles
a la vista, coronadas por las torres de sus castillos y las agujas de sus
catedrales, las ciudades bendecidas con los murales de los pintores y la memoria
de los escritores, las viejas ciudades que guardaron sus callejones como
tesoros y lograron convertir sus plazas en postales, han terminado por producir
lástima. Venecia, Florencia, Barcelona, Praga y Sevilla, entre otras, sufren
por el apetito desmesurado que generan sus encantos. Lo suyo es una extraña
paradoja entre la necesidad y el desprecio, añoran a sus turistas en los
inviernos, cuando apenas asoman, y los detestan en los veranos, cuando son una
plaga ruidosa. Saben que es imposible tener sus tarjetas de crédito y evitar su
alboroto y su vulgaridad.
Las primeras
advertencias las hicieron los académicos que hablaron de las “ciudades como
parque temático” y advirtieron de los rebuscadores disfrazados de gondoleros, las
franquicias de comida rápida desplazando a las tiendas de barrio, los
vendedores de baratijas ocupando el lugar de los artesanos. El mobiliario sigue
siendo real, la Plaza de San Marcos está ahí, pero Venecia ya no está, se
esconde en los rincones que logran conservar sus 50.000 supervivientes acorralados.
En la última década la ciudad vio huir a cerca de 60.000 habitantes que
vendieron sus casas para ser convertidas en colmenas que soportan el revoloteo
de los 80.000 turistas diarios que visitan La Serenísima, un calificativo que es
también un chiste cruel.
Desde hace unos
años la queja pasó de los libros a las asociaciones de vecinos. Ya no se trata
tan solo de que las ciudades se hayan convertido en un museo al aire libre,
donde la utilería turística hace huir a los ciudadanos avergonzados, sino del
enfrentamiento entre visitantes ansiosos y habitantes ofendidos. Los italianos
mercan en pelota en las mañanas de La Barceloneta, los alemanes joden sin pudor
en los puentes durante los atardeceres venecianos, los nórdicos se dan contra
las paredes en los barrios de Praga. Nuevas formas de hospedaje creadas en Internet
evitan los hoteles y los intermediarios, de modo que muchos apartamentos y casas
corrientes atienden a sus comensales. El año pasado Barcelona recibió 7.5
millones de turistas y la meta del alcalde es llegar a los 10 millones en los
próximos años. Los gringos caminan por el Barrio Gótico y preguntan a qué horas
cierran, ya no saben si están en una ciudad, en un parque de diversiones o en
un centro comercial. Ocho de cada diez personas que caminan por La Rambla son
turistas. Los ciudadanos consideran el antiguo paseo emblemático como un corral
indeseable donde los turistas sudan, beben, gritan, gastan y vomitan. Venecia
discute si poner un número máximo de turistas al año o cobrar en la entrada de
la ciudad, instalar torniquetes en las afueras y vender boletas a sus
visitantes. Adentro, en los canales, rompen las olas que producen los grandes
cruceros, y socavan las casas y los palacios: es solo la alarma para que los
rebuscadores se pongan su indumentaria.
Proust fue dos
veces en su vida a Venecia y no fue capaz de volver. Quería guardar el recuerdo
de su viaje de niño y no imponer la realidad sobre ese ideal que había
construido por años. En una carta escrita hace un siglo escribe lo que podría
ser una advertencia a los turistas de hoy. Tal vez sea mejor quedarse con los
libros y los especiales de viajes por televisión: “Venecia es en exceso, para
mí, un cementerio de felicidad para que tenga todavía la fuerza de volver. Lo
deseo muchísimo, pero cuando pienso en ella con la claridad de un proyecto, se
suscita en mí un cúmulo de angustias que se opone a su realización.”