Solo ahora me doy cuenta de la precisión azarosa del mecanismo. Un golpe
rotundo cada cinco años, un cimbronazo que dejaba confusión y misterio a pesar
de que la sombra de los asesinos era reconocida por todos. También desde la
distancia de los aniversarios es posible notar como se confunden los bandos que
con de los titulares del día siguiente parecían claros. Los héroes están a
punto de ser condenados, los inocentes acusados han muerto luego del agravio,
los militares de inteligencia viven escondidos tras un poncho en el Casanare,
los sicarios profesionales escriben los libros, los mafiosos alardosos de
pistola al cinto son íntimos de una familia presidencial. Golpes contra la esperanza,
la inocencia y la risa.
El asesinato de Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989 sirvió para
reconocer que los narcos eran capaces de retar a Estado, que no temían dar la
pelea de frente, con todos los mecanismos del terror y sin más argucias que la
infiltración. Desde el comienzo de la adolescencia había reconocido a la mafia
en las excentricidades del parqueadero del colegio, en el señalamiento, por
envidia y recelo, que se hacía sobre algunos alumnos en los salones. Los carros
lucían en sus vidrios calcomanías que decían no a la extradición y la fábula de
los narcos era tema en los corrillos de grandes y chicos. El Olaya Herrera ya
no era la tumba de Gardel sino en un centro internacional de negocios: comenzaron
tirando la coca por encima de las rejas de la pista y terminaron tirando la
casa por la ventana. Luego se multiplicaron los bandos, se mezclaron los narcos
“buenos” con militares y policías, vimos las vendettas con cartulinas
ensangrentadas al lado de los cuerpos. El
Bloque de Búsqueda con el ala doblada en su sombrero era un emblema y casi
todas las semanas nos encontrábamos con uno de los camiones del comando cuando
íbamos rumbo al colegio. Mientras tanto el presidente heredero era un
prisionero en su palacio.
Cuando el chofer de dos “reconocidos empresarios” de la ciudad mató a
Andrés Escobar el 2 de julio de 1994, los narcos habían ido legalizando su
estatus y escondiendo su poder detrás de un ejército más uniformado y regular. Los
mafiosos de la discoteca insultaron a un hombre ajeno al mundo turbio del
fútbol y la droga. En una carretera de Alemania una mujer aterrada de ver a
ocho colombianos nos dijo que habían matado al defensa del autogol contra
Estados Unidos. Supimos que los países pueden sufrir la trama lenta e
inadvertida de las tragedias. Ahora resulta que esos tipos han sido siempre
íntimos del poder, que eran hombres de a caballo, narcos más o menos
silenciosos a pesar de lo macabros.
Cuando los sicarios de La Terraza mataron a Jaime Garzón el 13 de agosto
de 1999 los narcos ya eran paras y jugaban a las investigaciones antes de
dictar sentencia. El sicariato era para ellos un método burdo, lo suyo era
ajusticiar. Desde el ejército y el DAS recibían pruebas y se sentían un brazo
más del Estado, un brazo expedito y temerario. Tal vez fue el día de las más
grandes maldiciones. Nos enteramos de que la “mano negra” no era una idea de paranoicos.
No solo los camuflados, también los hombres de discurso y corbata hacían parte
de ese tinglado de poder que había diversificado en negocios y socios. En la
mañana me llamó mi jefe de ocasión a decirme que habían matado a Garzón y a
dictarme la hora para una grabación inminente. No lo mandé a la mierda porque
además de jefe era mi amigo. Se nos fueron seis meses en teorías y fantasías
sobre el crimen.
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