Medellín
es una tarima envidiable para los políticos, con un público condescendiente y distraído,
dado al aplauso y al tarareo de los estribillos oficiales. La ciudad tantas
veces implacable frente a miradas ajenas, a discursos disidentes o a la más
sencilla desobediencia termina siendo incondicional con sus elegidos. Aquí no
se usa la sana desconfianza ni el escrutinio, aquí no se levanta la voz ni se
cotejan las cifras: Medellín elije a sus mandatarios y jura una extraña
fidelidad. La escena se repite cada cuatro años, la mitad de los ciudadanos
habilitados participa en las elecciones locales, el 35% de los electores votan
por el ganador y con solo posesionarse ya tiene una popularidad que ronda el 75%.
La magia del investido, podría llamarse. Un caso inverso al que se presenta en
Bogotá, donde el alcalde es recibido con una amigable revocatoria del mandato. De
modo que pasa muy rápido de ungido a urgido.
Los
últimos cinco alcaldes de Medellín han terminado sus mandatos con más del 70%
de aprobación. El peor fue Luis Pérez en 2003, despedido luego de sus múltiples
escándalos, de su agencia de viajes en EPM y sus obras de faraón de pueblo, con
el 71% de complacencia ciudadana. Sergio Fajardo acabó rayando el 90%, Alonso Salazar,
a pesar de la embestida del poder paraco y sus políticos cercanos, terminó con
el 74% de favorabilidad, Aníbal Gaviria con el 80% según la encuesta de Medellín cómo vamos en 2015 y Federico
Gutiérrez ronda el 90% de aceptación desde hace cerca de un año. Aquí no importan
los diversos orígenes partidistas y las posturas ideológicas.
La popularidad
de los gobernantes se define en buena medida por asuntos ajenos a sus
ejecutorias y discursos. Hasta el clima puede mover la aguja voluble de los
ciudadanos. Y cada plaza arrastra una herencia de encantos y descontentos. Es
normal entonces que Bogotá guste de la rechifla cuando solo el 48% de sus
habitantes dice estar satisfecho bajo su cielo, según la encuesta de percepción
de Calidad de vida de 2017. Solo en Quibdó (47%) es mirada con peores ojos que
la capital. Mientras tanto, Barranquilla y Medellín, con sus alcaldes aclamados,
tienen al 68% de su población feliz y dichosa, y se han turnado ese primer y
segundo lugar en los últimos ocho años.
Pero
en Medellín el aplauso estruendoso no deja de encarnar ciertas contradicciones.
Por ejemplo, desde 2006 hasta 2018 el promedio de quienes dicen que las cosas
en la ciudad van por buen camino se ubica en el 74%. Mientras en 2017 el porcentaje
de quienes consideran ese buen rumbo cayó 63%, el más bajo en 13 años, y el año
pasado subió al 67%, siete puntos por debajo del promedio. Pero al alcalde
Gutiérrez eso ni lo toca ni lo mancha. El año pasado la satisfacción con la ciudad
también se ubicó tres puntos por debajo del promedio que ha mostrado entre 2008
y 2018. Y la percepción de inseguridad subió cinco puntos entre 2017 y 2018,
por algo parece completaremos cuatro años de aumento en homicidios y el abril
que se acaba será el mes más violento en los últimos cinco años. Aunque el 68%
de la gente dice sentirse segura en su barrio, un estudio reciente en 247
barrios y 67 veredas revela que en el 80% del territorio se pagan vacunas. Y
solo el 13% de la gente está contenta con la calidad del aire en una ciudad
donde entre 2012 y 2016 más de 7200 personas murieron por enfermedades
respiratorias agudas. Y si hablamos de la educación entre 5 y 17 años, que el
51% considera el aspecto fundamental de la calidad de vida, la satisfacción con
los colegios públicos es del 68%, el nivel más bajo desde 2008. A esto le
podríamos sumar la crisis más grande en la historia de EPM, el mayor referente
público de la ciudad. Queda entonces el misterio frente a los milagros que
produce el piso 12 de La Alpujarra.