Las
vacunas se han visto desde hace cientos de años como un milagro temerario y sorprendente.
A América llegaron en 1804 a Puerto Rico en la corbeta María Pico que había
partido tres meses antes desde el puerto de La Coruña. El experimento filantrópico
tenía mucho de viaje de terror. Veintidós huérfanos entre los cuatro y los diez
años, acompañados de su tutora, sirvieron como contenedores vivos para “conservar
el fluido vacuno fresco y sin alteración”. Cada semana de dos en dos los niños
eran inoculados con la viruela, las pústulas ofrecían el hábitat natural para
las sucesivas vacunaciones. La expedición fue marcada con las bendiciones del
rey Carlos IV y pretendía proteger los habitantes lejanos del imperio. En su
momento Humboldt calificó la Real Expedición de la Vacuna como el “más
memorable viaje en los anales de la historia”.
Pero las
cosas no fueron fáciles para el director de la proeza. Francisco Balmis, médico
personal de rey, se encontró con la reserva y la descalificación de muchas de
las autoridades en América. En Puerto Rico fue un segundón que llevó un remedio
ya probado por un médico danés. En Cuba debió comprar esclavos para probar su
método ya que los padres no dejaron que sus hijos se contagiaran para
protegerse. Muy pocos, entre ellos Tomás Romay, un médico cubano adelantado, creían
en esa mezcla de “brujería y ciencia”. También algún virrey juzgó inapropiado
ese ensayo en medio de una creciente desconfianza a las autoridades españolas.
Por
nuestras tierras la campaña pasó con serias dificultades de navegación. Balmis
dividió su empeño en dos correrías y terminó naufragando en el Magdalena, cerca
de su desembocadura, cuando pretendía llegar a Cartagena. El bergantín San Luis
y naufragó con su carga de niños caraqueños donde por fin había sido recibido
como héroe. Una de las cartas de Balmis enviadas desde Caracas deja ver el tono
de pesadilla que de vez en cuando requiere el ojo de los médicos para salvar a
sus pacientes: “Los granos de los indios son más hermosos”. Ya remontando el
Magdalena contrae tuberculosis y pierde un ojo, como un pirata salvador fue
recibido en Bogotá por el Virrey Amar y Borbón. Dicen que logró vacunar a casi todos
los niños en la capital.
El
esfuerzo de Balmis fue alabado por Andrés Bello que era un el momento un funcionario
de la corona que ejercía desde Caracas. La larga Oda a la vacuna es también una
zalema al rey por atender esa maldita plaga traída “De la marina costa a las
ciudades” y que acechaba “Al palacio igualmente que a la choza”. El poema de
Bello también tenía algo de campaña de vacunación y de manera increíble está
cerca de las grandes discusiones de nuestros tiempos de pandemia: “Admirable y
pasmosa en tus recursos, / tú diste al hombre medicina, hiriendo / de
contagiosa plaga los rebaños; / tú nos abriste manantiales nuevos / de salud en
llagas, y estampaste / en nuestra carne un sello milagroso / que las negras
viruelas respetaron”.
Disuenan
esos versos de clínica, esos cantos al control de las pústulas y al triunfo
sobre la parca que es protagonista en cada estrofa. Pero también comparte con
nuestro tiempos días el deseo y la esperanza del regreso del tráfico y el final
del miedo al “aire ciudadano”: …Ya no teme esta tierra que el comercio / entre
sus ricos dones le conduzca / el mayor de los males europeos; y a los bajeles
extranjeros, abre / con presuroso júbilo sus puertos.”
No son
tiempos para los poemas y la filantropía, es la hora de los regateos y los
tropeles, de los contratos a sobre cerrado y las vacunas bajo cuerda. La
ciencia es menos primitiva, pero el aire primario se impone en nuestros reinos.