Hace exactamente
once años Vicente Castaño le escribió una carta pública a Luis Carlos Restrepo,
Alto Comisionado de Paz del gobierno de Álvaro Uribe. Un mes atrás se había
desmovilizado el bloque Elmer Cárdenas, el último en medio del proceso con las
Autodefensas Unidas de Colombia. La carta de Castaño dejaba claro su reclamo al
gobierno con el que habían negociado durante cerca de cuatro años: “La mayoría
de los compañeros del Estado Mayor Negociador fueron capturados mucho antes de
que saliera la Ley de Justicia y Paz. No se respetaron los salvoconductos que
impedían la captura. Un mes después de la captura no se han expedido los
decretos reglamentarios de las leyes 782 y 975. El acogimiento a la Ley de
Justicia y Paz lo hicimos en circunstancias y condiciones muy diferentes a las
de hoy".
Es tiempo de la
carta del Timochenko. Luego de las negociaciones es imposible que el Estado
cumpla las expectativas de los jefes militares ilegales y sus combatientes, trátese
de guerrilleros o paras. La voluntad del Estado es siempre múltiple, voluble,
cansina, bipolar algunas veces, desganada otras. El Estado no obedece, se
arrastra apenas. De modo que lo que para los ciudadanos corrientes es una lucha
conocida en las ventanillas públicas, una escena repetida en el congreso o los
concejos municipales, una rabia contenida frente a los funcionarios, para los
ex combatientes es siempre una especie de traición. La larga carta de Timochenko,
algo más lírica que la de Castaño, contiene reclamos similares: “Nuestra gente
sigue privada de su libertad, muere enferma en prisión o se agrava ante la
indolencia estatal. Nos movemos con la zozobra de la detención porque el señor
Presidente no expide la amnistía de iure, pese a que ya se cumplieron diez
veces los diez días previstos para ello, además de que el sistema aún no
registra el levantamiento de las órdenes de captura.”
Mientras tanto
las Zonas de Capacitación son caseríos para el letargo y las dudas que trae la vida
sin fusil a los excombatientes. La convicción política comienza a decaer, las
palabras de los jefes militares pierden valor y los cascos urbanos comienzan a
exhibir los encantos del celular, la moto, unas primas, la cerveza y un cuñado
con una tienda, en el mejor de los casos. En el “campamento” apenas hay unas
piñas recién sembradas y una antena de DirecTv. La idea de las Farc de una
reintegración colectiva, un ejército desarmado para la política, comienza a ser
cada vez más difícil. Y no es posible saber si el camino individual para la
reinserción, que han recorrido miles de excombatientes en Colombia, será adecuado
en el proceso con las Farc. Los jefes están definitivamente en la política, ya más
cerca del Cura Hoyos que del Cura Pérez, mientras la “guerrillerada” se aleja
de los ideales para meterse en la supervivencia. Mientras el Sena ofrece sus
cursos a quienes apenas aprenden a caminar sin el fusil, el Clan del Golfo sabe
que hay una mano de sobra para los oficios que ellos proponen. Las paradojas
del momento dicen que el gobierno extraña hoy en día a jefes como Romaña que
logra mantener a sus hombres filados con el solo don de mando y la memoria de
las purgas. En Tumaco Romaña hace las veces de capataz de finca. “Plate y pa’
lante”, podría ser el lema de su campamento.
En medio de todo
ronda el fantasma de Otoniel y su petición de una nueva oportunidad luego de tomar
las armas bajo cuatro siglas distintas y desmovilizarse tres veces. Como si las
dificultades fueran pocas, las elecciones, el odio político reinante, harán que
muchos excombatientes se convenzan de que la vida civil implica riesgos mayores
que el combate.