El alcalde Federico
Gutiérrez ha terminado por coincidir con Roberto Escobar Gaviria. Por caminos
contrarios, con propósitos distintos y con un tono desigual, han llegado a una
misma conclusión: Medellín no puede ser el escenario para recrear, en películas
o series, las desgracias de la década del noventa. El alcalde quiere olvido y
silencio respetuoso, pretende tapar la larga sombra de Pablo Escobar, prohibir
su mención, hacerlo ciudadano mexicano, o salvadoreño o aunque sea pereirano,
ahora que es un mito inevitable. Roberto Escobar, por su parte, quiere que le
paguen por la franquicia y se vale de unos apellidos que meten miedo. El moralismo populista de Gutiérrez, para
quien las películas que recuerdan la época de Pablo Escobar son un insulto, ha
terminado emparentado con la avaricia del capo en desgracia. Esta semana El
Osito dejó claras, con una frase que parece sacada de Narcos, sus condiciones
de protagonista: “No quiero que Netflix o cualquier otra compañía de producción
ruede en Medellín o Colombia películas relacionadas con mi hermano Pablo sin la
autorización de Escobar Inc. Es muy peligroso. Especialmente sin nuestro consentimiento.
Este es mi país.”
La administración
municipal sufre de una especie de complejo de culpa por nuestro pasado de
narcos míticos, y por nuestro presente de narcos agazapados que siguen
abasteciendo el 90% del mercado de coca en Estados Unidos. La negación es el
mecanismo de defensa elegido para luchar contra esas vergüenzas. Se argumenta
que se falsea nuestra realidad actual y que ahora somos otros, más sanos, renacidos.
Esta semana se estrena la película American
Made, donde Tom Cruise encarna a Barry Seal, piloto gringo y contacto de la
CIA, que termina como gran mensajero de la mafia colombiana a comienzos de los
ochenta. Parte de la película se rodó en Medellín luego de mucho rogar por el
apoyo de la administración de Aníbal Gaviria. En dos semanas la producción
gastó cerca de 7000 millones de pesos en la ciudad, gente del medio en Medellín
trabajó con el personal más importante de la industria mundial y Tom Cruise
salió a decir que Medellín era una ciudad apta para el trabajo y la diversión.
Para el rodaje de Loving Pablo,
protagonizada por Javier Bardem y Penélope Cruz, la alcaldía de Gutiérrez se
opuso a cualquier colaboración y trancó la puerta. En el ambiente y las
declaraciones de los protagonistas quedó la idea de que Medellín es todavía un
fortín narco bien peligroso. Proteger la honra de la ciudad puede significar
enlodar su imagen. El alcalde no parece reconocer entre realidad y ficción,
entre la posibilidad de una memoria veraz, que se podría construir desde lo
público y la academia, y la inevitable memoria de los mitos que se cuela por
cualquier rendija, sin reparar en la indignación, la propaganda o la buena
conciencia.
Pero el moralismo ramplón
siempre puede ir un paso adelante. Esta semana Paola Ochoa pedía en su columna
de El Tiempo la condena de Hollywood por las líneas de cocaína que aspiran los
protagonistas de algunas de sus películas. Una apología al consumo dice la
columnista aterrorizada. Ahora no solo se debe prohibir la cocaína sino su
aparición en las pantallas. La señora tocará una campanita de censura cuando
aparezca un gramo, al igual que pasaba hace años cuando asomaba un cuerpo
desnudo. Ochoa recuerda a los médicos de los años cuarenta en Medellín, cuando
alegaban los problemas de “higiene moral” de la gran pantalla, donde niños y
adolescentes se hartan “de excitantes que queman inútilmente las energías
hormonales y vitamínicas en las salas de cine, en los cafés de moda y en los
contactos epidérmicos bajo la semioscuridad de la ventana celestina.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario