martes, 31 de agosto de 2010
Plegaria delirante
La casualidad de un libro recién premiado permite una mirada entre desoladora y risueña de ese pergamino ocre de ríos de tierra y deslumbramientos marcados por minas blancas: el desierto de Atacama. El arte de la resurrección, la novela de Hernán Rivera Letelier sobre un predicador desastrado, con la mollera seca y aires de redentor, sería una lectura perfecta para los 33 hombres atrapados en la mina San José. El Cristo de Elqui, nombre del predicador quijotesco, podría hacer las veces de cuentero del desierto y director de plegarias.
Lo primero interesante para soltar entre las linternas de la mina será una frase que han repetido los supersticiosos del sur de Chile: “Por algo se dice que el norte es el lado del diablo”. Los espejismos, los remolinos de arena, el silencio de penitencia que ronda el desierto han marcado la vida en esas pampas como un castigo. El cura de uno de los campamentos de las salitreras que retrata la novela maldice su suerte con piso de tierra: “La soledad de náufrago, el silencio de muerte y el calor de perros de este purgatorio de mierda”. Ya los mineros le han dicho al Presidente que los saque de ese infierno. Así que creo que asimilarán ese primer golpe emocional sin la ayuda de los psicólogos y los expertos de la NASA.
Se dice también que algunos de los mineros están deprimidos en el refugio. Frente a esta realidad el Cristo de Elqui puede alentarlos hablando de sus cerebros bien predispuestos para la locura. Según el mito de las salitreras muchos de los pobladores llegaron desde el sur en la década de 1930 en lo que se llamó “el famoso enganche de enfermos mentales”. Así que los recién tocados llegaban a los campamentos disimulando las rayas de su yacimiento entre las sienes, respondiendo con monosílabos y mostrando las manos aptas para reventar piedras. La locura no es novedad en esos socavones.
Pero también hay que darles respiro a los pobres hombres dentro de esa mina acostumbrada a llorar, según sus propias palabras de poetas de la oscuridad. El Cristo de Elqui deberá pararse sobre el techo de una de las camionetas del refugio y predicar despacio para no gastar el aire: “Qué sacrificada esta gente de la pampa, Padre Santo. El único símil posible es el pueblo escogido de Jehová vagando cuarenta años por el desierto. Y ni eso. Por que a ellos les llovía benévolamente el maná del cielo. Aquí, de llover alguna vez, hermanito, llovería fuego y piedras ardiendo.”
Cuando lleguen las urgencias de hombres a esos 33 mineros y apóstoles del Cristo de Elqui, porque hasta en el fondo de un cuerno de la abundancia aparecen esos apetitos siempre a flor de piel, Cristo Loco les recordará las putas santas que vivían en los campamentos y lograban repartir sus tiempos entre una población masculina que cuadruplicaba a las mujeres. Putas que fiaban sus servicios en los tiempos de huelgas y holgaban en los tiempos de pago.
Para el día de la salida del socavón, no se puede decir para el momento en que vean la luz porque saldrán vendados como si los acabaran de librar del patíbulo, el Cristo pampeño los deberá preparar con la mención de una hermosa casualidad. Están cerca de cumplir cinco meses bajo “un mar de piedras”, según las palabras de otro de los poetas encerrado, a setecientos metros de profundidad, con el horizonte perdido. Entonces la voz del predicador dirá para alentar los aplausos: “A la hora alucinante de la siesta el sol es una piedra ardiendo en la mitad del cielo, en el aire no sopla una hebra de viento y la atmósfera resulta tan pura que se puede ver a más de setenta kilómetros a la redonda”. Amén.
miércoles, 25 de agosto de 2010
Señales particulares
Hace cerca de diez años las calles de Medellín comenzaron a exhibir una enigmática epidemia. Sin que al parecer hubiera un patrón claro fueron apareciendo cuadros rojos en medio de las esquinas, en las aceras, en un cruce de semáforos. La gente se quedaba mirándolos con curiosidad como si fueran un pozo. Algunos hablaban del ensanche de una vía, otros se encogían de hombros. Cuando ya estaban medio desteñidos se supo que hacían parte de una geografía fúnebre trazada por un artista local. El hombre o la mujer, no logré averiguar sus datos, seguía la ruta de las “paleteras” del CTI y marcaba un cuadro perfecto en el sitio donde se había cometido el homicidio. Luego de conocer el significado de esos sellos en la calle era imposible no temer a algunas esquinas siniestras. Normalmente se tiran dos o tres baldes de agua y no queda sino el rumor de los chaceros. Pero esa marca de pintura era otra cosa.
Las placas que conmemoran las muertes ilustres difícilmente pueden causar algún estremecimiento. Son sobre todo una marca para el turismo citadino. Una tarde durante una caminada al azar en Bogotá me topé con tres lápidas que no hicieron más que llevarme hasta el recuerdo de algún libro o la imagen de un noticiero. Al frente del Capitolio una placa recuerda el hacha de Galarza y Carvajal contra Uribe Uribe, luego apareció el santuario mugroso que dejó Roa Sierra y en una esquina de La Candelaria asomó el recuerdo de Low Murtra. La verdad ya no lo recordaba. Las letras en mármol en las orillas de los magnicidios hacen que el transeúnte corriente piense que el asunto no es con él.
Al contrario, los cuadros rojos que marcaron las calles de Medellín durante un tiempo eran una especie de advertencia: a cualquiera le puede llegar su hora por estas calles sencillas, nada en ellas deja ver los peligros ocultos, la muerte no trae por aquí alardes ni señales particulares.
La semana pasada Medellín volvió a mostrar unas marcas extrañas en sus calles. Unas manchas rojas, redondeadas, hechas con aerosol, aparecieron en algunos postes de luz en barrios de la comuna seis: Castilla, Pedregal, 12 de octubre, Picacho, Picachito. Volvió la curiosidad y el sobresalto. Algunos pensaron que las Empresas Publicas iban a cambiar transformadores, otros se encogieron de hombros. Pero según parece ya no se trata de un juego simbólico ni de una comparación entre la memoria de la sangre y la memoria de la pintura.
Ahora hacen parte de un juego de señales hechas por unos cuantos para que sean entendidas por todos. Los combos se cansaron de oír hablar de los límites invisibles en los barrios y decidieron dejar una huella más clara de su cartografía de extorsiones y destierros. Los nuevos límites, que no coinciden exactamente con los que ya estaban aprendidos por los vecinos, han comenzado a ser obedecidos. El caminante desprevenido ni siquiera los notaría, son un graffiti insignificante, pero en muchos barrios de la ciudad ya no quedan caminantes desprevenidos. Podría ser solo una superstición pero al buen entendedor…
La ciudad ha terminado hecha de retazos por la lógica de las pandillas convertidas en bandas. Ahora las luchas no se dan solo de ladera a ladera ni de un barrio a otro, sino cuadra a cuadra. Cada vez la geografía es más complicada, una especie de catastro brutal e incomprensible.
sábado, 21 de agosto de 2010
Galán muere
El pasado 18 de agosto se cumplieron 21 años del asesinato de Luis Carlos Galán. Según parece la cifra no resulta muy atractiva: la fecha pasó desapercibida, casi silenciosa. El ruido de muchos medios estaba concentrado en las versiones llorosas de la hermana de Pablo Escobar. Alcancé a oír la indignación de un locutor de madrugada por la persecución y los abusos del Estado con la familia de El Patrón. El tiempo siempre trae su carga de humor negro.
Resulta llamativo que hace 4 días, cuando se cumplieron 11 años del asesinato de Jaime Garzón, las reseñas en los medios fueron amplias y como siempre tuvimos a Cínico Caspa y a Heriberto de la Calle. Será simplemente que Galán tiene 10 años más de tierra encima, o será que la sátira es siempre más pegajosa que los discursos. La risa y el olvido podría ser el título de la obra.
Los hijos de Galán terminaron conmemorando la muerte de su padre con una misa en El Espinal Tolima. Los oferentes del homenaje fueron Rosmery Martínez y Emilio Martínez Rosales, dos políticos escondidos bajo el directorio de Cambio Radical en el Tolima Grande. Me enteré de la importante noticia en la página oficial de Radio Súper Ibagué. El gobierno Santos, que demostró ser adicto al protocolo y los saludos reverendicimos, debió encargar por lo menos un pequeño comunicado para recordar tiempos peores y políticos mejores. Pero estaba ocupado soperiando el avión estrellado en San Andrés. Cada día trae su afán.
martes, 17 de agosto de 2010
El tema del traidor y el héroe
La búsqueda de la inteligencia a secas es uno de los más grandes riesgos de la inteligencia militar. Un pequeño batallón de sabios inadvertidos, de ajedrecistas obedientes y frustrados incuba siempre la posibilidad de una traición. Tarde o temprano el peón decide tumbar la torre y proponer un cambio de reglas. Estados Unidos acaba de sufrir una dolorosa derrota a manos de un joven de 22 años de esos que la sociedad americana llama un perdedor. Algunos de los más vergonzosos secretos de las operaciones en Irak y Afganistán se han hecho públicos por voluntad de un soldado con apenas 3 años de servicio.
Bradley Manning sufrió desde el colegio el escarnio de ser un ratón de computador, un geek, según el diccionario en su pequeño pueblo de Oklahoma. Más tarde, ya viviendo con su madre en Gales, soportó las burlas de sus compañeros por sus maneras amaneradas. Ahora los diarios gringos hablan de un gay declarado. En su colegio era un simple “maricón americano”. Pero Manning era peligroso: tenía talento y no encontraba un cubículo decente donde esconderse del mundo. Su único empleador antes de ingresar al ejército lo definió como un muchacho “correcto, muy inteligente y con un sentido innato para la programación”. Al mismo tiempo irascible y dispuesto a jalar el hilo de sus razones hasta ahorcarse. Más tarde, de nuevo viviendo en su pueblo, uno de los huecos del cinturón de la biblia, su padre se enteró de que era homosexual y lo echó de la casa. Manning terminó viviendo en su carro, uno más de esos jóvenes coyotes gringos que muestran sus dientes a toda la sociedad de vez en cuando.
La fila del reclutamiento fue su única opción y sus habilidades lo llevaron a 14 horas de trabajo durante 7 días a la semana frente a una pantalla de computador en Irak. Ahí comenzaron sus sueños de grandeza. Había tenido trato con una comunidad hacker y poco a poco la idea de que la información debía ser libre se convirtió en una migraña permanente: “Hillary Clinton y varios miles de diplomáticos en todo el mundo van a sufrir un ataque al corazón”, escribió Manning en uno de sus correos. Soñaba con generar un gran debate mundial, con pasar de la insignificancia de la criptografía al altar de los héroes morales en los periódicos. Tal vez su régimen diario de pastillas haya aumentado sus delirios de gloria y honor. Ahora está en una celda en Virginia, con posibilidades de ser acusado por alta traición y bajo vigilancia permanente para evitar un suicidio. Algún congresista ha insinuado que deberían ejecutarlo.
Para cerrar la confusión de héroes y traidores aparece Adrian Lamo. Un mítico Hacker que se ganó la confianza de Manning y terminó entregándolo. Una especie de protagonista de On the road del siglo XXI. Viviendo en buses, bibliotecas universitarias y ciber cafés mientras saboteaba las redes de grandes compañías. Le pareció que Manning iba un paso más allá. Tal vez fue envidia de su osadía y su juego más serio.
Se ha hablado mucho de la novedad que supone este destape y del papel transformador de la página (www.wikileaks.org) que terminó difundiendo los archivos filtrados por Manning. Sin embargo el cuento es viejo. Hace casi 40 años Daniel Ellsberg fotocopió 7000 documentos sobre la guerra de Vietnam y los entregó a 15 periódicos en Estados Unidos. Provocó una batalla legal, precipitó de algún modo el fin de la guerra y fue tachado de traidor y héroe. Hoy en día Ellsberg es considerado por muchos en EE.UU como una garantía moral. Tal vez un poco más tarde Manning tenga la misma recompensa. La conciencia, limpia o turbia de pastillas y alucinaciones, será siempre una eficaz enemiga de la guerra limpia que intentan mostrar los gobiernos.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Anormalidad ambiente
Las palomas que revolotean por los bloques de la Universidad de Antioquia se han ido acostumbrando al estruendo de las papas-bomba. Atienden el ruido con una vuelta al edificio de su predilección, sin mayores sobresaltos, como si escucharan el silbato de su adiestrador. Los estallidos son desde hace tiempo una especie de amenaza institucionalizada. Lo triste es que no solo las palomas obedecen a los alardes de los agitadores.
Nuestras universidades públicas son un ejemplo sobrecogedor de cómo las manías revolucionarias pueden convertirse en simple reiteración. Un estridencia permanente que ha terminado por dejar sordos y mudos a la mayoría. Hace unos días una curiosidad personal me llevó a revisar algunas primeras páginas de periódicos de hace 38 años. Era lógico que apareciera una noticia rutinaria: luego de un año de paros estudiantiles se había logrado un acuerdo para que decanos, profesores y estudiantes ocuparan las sillas de los empresarios y el clero en los Consejos Superiores Universitarios. El triunfo era apenas un paso. La insubordinación educativa estaba llamada a generar cambios culturales y ser la vanguardia de la revolución. Así que los estudiantes y los profesores volvieron al campus pero no a las clases: foros, asambleas permanentes, paros indefinidos y mítines políticos eran el pénsum obligatorio.
Hace setenta días la Universidad de Antioquia está sin clases por una decisión de la asamblea de estudiantes y profesores. Su principal reclamo es el mismo que estaba en los pliegos de hace 40 años: “Establecimiento de un sistema democrático para la elección de autoridades universitarias en los establecimientos públicos y privados.” Las elecciones son el pretexto perfecto para la grandilocuencia de los rebeldes profesionales. Sea que se escoja al presidente de la República o al decano de odontología. Algunos estudiantes llegaron hasta la huelga de hambre. Dejar de comer por el nombramiento del decano de odontología solo demuestra el comienzo de una peligrosa caries cerebral.
Desde hace unos años la democracia imaginativa impuso las consultas a los profesores antes de la elección de los decanos. Un contentillo infantil. Creer que la democracia es el método de elección más idóneo para todos los escenarios es ya un trastorno populista. Pero el desvarío radical al interior de la Universidad es aún más grave. Sus estribillos están acostumbrados a tachar la voz las mayorías como simple manipulación burguesa. Mientras tanto las elecciones dentro del cerco universitario les parecen parte de una religión incontrovertible.
La lógica extorsiva y los métodos criminales han terminado por influir en muchos comportamientos de la comunidad universitaria. Un ejemplo sencillo: La Asamblea General de Estudiantes rechaza el uso de “la capucha como medio para viles atracos”, y lo apoya en cambio como “mecanismo de defensa de los estudiantes frente al embate de entes paraestatales”.
Mientras los profesores se encierran en sus oficinas para evitar atracos y los encapuchados hacen cumplir a punta de miedo sus ordenes de anormalidad académica, mientras la Universidad se consolida como el más seguro embarcadero de droga de la ciudad y las formaciones militares al interior hacen parte del folclor, mientras los directivos miran a lado y lado sin atreverse siquiera a trancar las puertas a los jíbaros y a los venteros, la arbitrariedad ambiente termina a cargo de las pequeñas mafias y los paranoicos de la sospecha.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Corridas prohibidas
Según parece la mayoría de los colombianos ve con simpatía la demanda de inconstitucionalidad que podría dejar sin piso legal a las corridas de toros y las peleas de gallos. La Corte tendrá que decidir si la ley que hace una excepción al permitir los tratos crueles contra los animales en esos regocijos populares, atenta contra un ambiente cultural y social sano, contra la paz y la convivencia y el libre desarrollo de la personalidad de los antitaurinos.
En principio la posición de la mayoría de los colombianos parece una demostración civilizada de respeto por los animales y desapego por las tradiciones bárbaras de la sangre y la manzanilla. Pero uno lo piensa un poco mejor y se preocupa. La pregunta de fondo, según creo, la hizo hace poco Fernando Savater cuando el parlamento catalán decidió prohibir las corridas en su territorio. “¿Es papel de un Estado establecer pautas de comportamiento moral para sus ciudadanos, por ejemplo, diciéndoles a que espectáculos no deben ir para ser compasivos como es debido?”
Creo que la Corte sentaría un precedente peligroso al imponer a todos los ciudadanos una prohibición acorde con la sensibilidad de la mayoría. Las corridas y las peleas de gallos no son obligatorias, por lo tanto es muy difícil argumentar que se viola mi derecho al libre desarrollo personal por que otros forman un corrillo o una montonera para satisfacer sus gustos personales. El argumento de los antitaurinos termina por parecerse a la postura del mojigato que no soporta los pecados ajenos.
En Cataluña la decisión del parlamento estuvo marcada por enfrentamientos regionales y cálculos políticos. La compasión budista no suele acompañar las decisiones legislativas. Se prohibieron las corridas pero se permitieron los correbous, encierros callejeros en los que el toro es perseguidor y perseguido, especie de sainete donde los astados hacen de payasos. Los votos de los veinte municipios del Ebro donde las fiestas populares no serían tales sin las estampidas taurinas, le ganaron la batalla a la sensibilidad de los legisladores. Para algunos Cataluña mostró que era posible cerrar la puerta a la España negra y medieval que caricaturizó Goya con sus tintas. Pero la decisión parece ser menos restauradora. Los parlamentarios simplemente les dieron gusto a las mayorías antitaurinas en Barcelona y protegieron la afición “bárbara” de las mayorías amantes de los encierros en los municipios de Tarragona.
Hay quienes creen que una decisión de la Corte contraria a las corridas y las peleas de gallos pondría a Colombia a tono con las corrientes civilizadoras de nuestros tiempos. Vale la pena recordar que en 1825 un infatigable jefe de policía bogotano llamado Ventura Ahumada, prohibió los juegos de azar y tuvo intenciones de acabar con las corridas de toros animado por algunos periodistas de la época. Luego, a mediados del siglo XIX, terminada de la guerra de los supremos, se cumplió el deseo de los enemigos de las corridas. A quienes les fastidiaba más el alboroto popular y los borrachos que la sangre. El nuevo gobierno dedicado con esmero a las lecciones morales, prohibió los juegos de azar, los toros y los bailes populares por considerarlos peligrosos para la moral pública. Hoy y siempre es preferible que el alguacilillo mande en la plaza a que el Estado haga de alguacil mayor en las arenas privadas y en las públicas.
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